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EL PENSAMIENTO POLÍTICO-FILOSÓFICO DEL ISLAM

erick.1000Tesis1 de Octubre de 2014

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EL PENSAMIENTO POLÍTICO-FILOSÓFICO DEL ISLAM

Paralelamente al pensamiento cristiano se desarrolla, en la época que

corresponde a la Edad Media occidental, y principalmente en los siglos

que separan el fin del período patrístico y el florecimiento cultural del siglo XIII, una especulación de altos vuelos entre los musulmanes y los

judíos de los amplios espacios dominados por el Islam. Esta especulación

suele estudiarse en función de la profunda influencia que ejerció sobre la escolástica cristiana (principalmente como vehículo del aristotelismo)

pero en la perspectiva copernicana, que es la nuestra, merece ser considerada en sí misma y sus valores propios. Por la situación del pensador musulmán o judío entre una doctrina religiosa que invocaba reiterada predilección de la humana convivencia y su mejor disciplina, una filosofía del derecho en sentido más estricto se desarrolló ya en las distintas escuelas jurídicas. Su vehículo fue una literatura cuyo valor ha sitio parangonado con el de la jurisprudencia romana, si bien la esencial vinculación del derecho a la religión hace que sea propiamente como el equivalente de la canonística cristiana medieval.

Si el Corán era la fuente revelada de todo derecho (que en el Islán se confunde de la manera más estrecha con la moral y la religión, a seme¬janza de lo que ocurre en el Antiguo Testamento), se le completó pronto con la «tradición» o «costumbre del Profeta» (kadiz, sunna), es decir, el comentario auténtico que constituían los dichos y hechos del Profeta. La insuficiencia práctica de ambas regulaciones para un imperio como el islámico, heterogéneo a consecuencia de su prodigiosa expansión, suscitó una elaboración doctrinal mediante el recurso al «consentimiento unánime» de la comunidad musulmana (ichma) y la «analogía» (quiyas), la cual se subsumía en el concepto más amplio de «equidad» (ray) o referencia razonadí al caso concreto en su singularidad. La distinta valoración del papel respectivo de unas y otras fuentes dio lugar desde un principio a una serie d escuelas, cuatro de las cuales se han mantenido hasta hoy con la considera¬ción de ortodoxas.

La escuela hanefí, de perdurable influencia en el Imperio Otomano, fue fundada por Abuhanifa, de origen persa (nacido en Cufa, murió en 767), que enseñó en Basora. Abrió ampliamente la puerta a la equidad y por ende a la actividad racional del juez. Con él la tradición pasó a un segundo plano, quedando subordinada a la analogía.

Las consideraciones de equidad quedan, por el contrario, limitadas y se amplía el papel del consentimiento unánime, en la escuela malequí, que debe su nombre a Malic ben Anas (Malik Ibn-Anas, m. 795), de Medina, y se ha mantenido en el norte de África y la India musulmana. Los malequitas, por otra parte, introdujeron el criterio de la «utilidad pública».

Para la escuela xafei, la noción más importante es la de «causa» o raíz de la ley, lo que podríamos llamar «espíritu de la ley», cuya indaga¬ción permite resolver los casos no previstos. De ahí un retroceso del Corán y de la tradición en su sistema de fuentes. La había fundado Mohamed ben Idris as Xafei (m. 820), de Gaza, que actuó en La Meca, Medi¬na, Bagdad y Egipto, país en el que sigue predominando su doctrina.

La cuarta escuela ortodoxa se aparta en cambio de las anteriores por un rigorismo tradicionalista que se atiene a la letra de la ley y rechaza el recurso al ray. Se trata de la escuela hanbalí, así llamada por remontarse a Ahmed ben Hanba! (Ibn-Hanbal, 780-855), de Bagdad. La tendencia por él instau¬rada se intensifica en la escuela dahtrí, de Áhu Soleiman Daud (815-883), de Cufa, que enseñó también en Bagdad y tuvo un brillante epígono en España en el famoso Abenhazam (Ibn (Hazamm de Córdoba (994-1063). Abenhazam, por otra parte, es autor del Libro de los caracteres y la conducta, lleno de reflexiones psicológicas y morales de acento estoico.

Como también ocurriría en los canonistas cristianos, un aspecto importante de esta literatura jurídica eran los problemas de las relaciones con los ««infieles» (en este caso, los no-musulmanes) y especialmente de la guerra con ellos («guerra santa», jikad o yihad). Los preceptos correspondientes constituyen lo que se ha llamado un «derecho canónico externo». Su elaboración doctrinal arranca de la obra de Mohamed as-Saibani (m. en 809), Los grandes modos de proceder, que ha llegado hasta nosotros por la reproducción comentada que de ella hizo Abu Bakr Mohammed as-Sarahsi (m. en 1090). Ambos pertenecen a la escuela hanefí. El papel de Saibani en el mundo jurídico del Islam ha motivado el que se comparase, en el siglo pasado, con el que tuvo Hugo Grocio en la génesis de la doctrina del derecho internacional en Occidente. Sólo la necesidad o la utilidad autorizará la interrupción del estado de guerra con los infieles que no acepten el credo musulmán (con la excepción de los «pueblos del Libro» —judíos y cristianos- sometidos a tributo); los tratados que con ellos se concluyan, si bien limitados en el tiempo, han de cumplirse, sobre la base de la fidelidad a la palabra dada.

Sí de la teoría del derecho y de sus fuentes comprobamos nuevamente la conexión con lo Religioso. No hay en la con¬cepción islámica más autoridad que la de Dios, Ala, de quien los gober¬nantes terrenales son como la sombra. Muerto Mahoma, cuya vocación profética no podía repetirse, se instauró, sobre la base del consentimiento de la comunidad musulmana suficientemente representada, el califato como expresión institucional del gobierno teocrático. El califa, sucesor o repre¬sentante del Profeta, y llamado también sumo sacerdote, reúne todos los poderes, siendo su función primordial la de guardar la ley de Dios y hacer que se respete y difunda en el prójimo. Esta última exigen¬cia fue llevada a cabo con un celo misional ayudado en la fuerza de las armas: la guerra contra los infieles era un deber religioso, y sólo se im¬puso el requisito previo de una triple amonestación a la conversión en el caso de las «gentes del Libro», judíos y cristianos.

Dada esta concepción teocrática del poder, la unidad religiosa del mundo que el Islam persigue implica la unidad política, o sea, un Estado-Iglesia universal que pareció prefigurado en el imperio de los Omeyas. Pero es sabido que el califato fue perdiendo su primitivo papel hasta que¬dar reducido al meramente religioso, mientras pasaban a ejercer el poder efectivo príncipes y caudillos no califas (sultanes y emires). Surgió así un califato irregular que el derecho musulmán sólo acepta de facto para que no sufra menoscabo el principio de la unidad musulmana.

La institución del califato por el consentimiento de la comunidad musulmana implicaba que el deber de obediencia de los súbditos no es incondicional. El gobernante queda sometido a la ley divina y sólo es legítimo en cuanto no se aparta de ella. De ahí el reconocimiento unánime de

un derecho de resistencia de la comunidad, que puede ir hasta la deposi¬ción del monarca y, en el caso del usurpador, de su muerte. Era natural

que insistiesen especialmente en esta limitación del poder político y reli¬gioso del califas sectas disidentes. Pero es de sumo interés que comprobaron en alguna de ellas, una vez más, el escepticismo filosófico que conduce al

absolutismo político-religioso: según los batinitas o tal imitas, que veían

en la moral un simple freno para el vulgo, la imposibilidad de alcanzar la

verdad impone una determinación autoritaria de lo que sea procedente,

aceptada como instancia infalible.

En función de la concepción musulmana tradicional del califato y sus vicisitudes institucionales, surgieron tratados jurídico-políticos, de los que los pueblos del libro –judíos y cristianos sometidos a tributo, puede considerarse como prototipo el que escribiera Mauerdi, bajo el título de Reglas del poder o Reglas del mando. De un carácter más moralizador, en cambio, son los manuales de prudencia política y buen gobierno que en el Islam son la réplica de los espejos de príncipes cristianos4. Ya hemos apuntado que al margen de las discusiones propiamente religiosas y políticas, nació entre los árabes un pensamiento vigoroso, lla¬mado a influir poderosamente sobre la especulación cristiana. Este pensa¬miento llegó a su mayor florecimiento en Persia y España. En sentido es¬tricto, sólo se llamaba «filósofos» a los seguidores de Aristóteles, mejor conocido a partir del siglo IX como consecuencia de la fundación de una escuela de traductores en Bagdad (832): el primero a quien se aplicó el término fue Alkindi (al-Kindi, siglo ix).

La inspiración platónica de la antigua filosofía política arábiga se pone bien de manifiesto en Alfarabí (al-Farabi, m. 950), conocido bajo este nombre por ser oriundo del distrito de Farab, en el Turquestán. Denominado el «segundo maestro» por su saber enciclopédico, consagró Alfarabí a los problemas de nuestra disciplina los tratados de La ciudad ideal (o La ciudad virtuosa) y El gobierno de la ciudad. La ciudad tiene como fin racionalizar la vida humana para que pueda perfeccionarse en la ver-dadera felicidad. La necesidad imperiosa que los hombres tienen unos de otros da lugar a una serie de comunidades que, iniciándose con la fami¬lia, culminan en las perfectas y autosuficientes de la ciudad y el pueblo instalado en un territorio, con tendencia a abarcar la sociedad universal de cuantos viven en la tierra. La autoridad se funda en la sabiduría, que ha de asociarse a la fuerza. Apoyado así el gobierno en el consejo del sa¬bio, se convierte en guía moral de los súbditos, con lo que revive

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