El Ladrón Que Creyo
annmolina6 de Agosto de 2014
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El Ladrón Que Creyó.
NO. 2078
Sermón predicado en la mañana del Domingo 7 de Abril de 1889
por Charles Haddon Spurgeon
En el Tabernáculo Metropolitano, Newington
"Y le dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso." Lucas 23:42,43
Sermones
Hace algún tiempo prediqué sobre la historia completa del ladrón moribundo. No me propongo hacer lo mismo el día de hoy, sólo quiero verlo desde un punto de vista específico. La historia de la salvación del ladrón agonizante es un ejemplo notable del poder de salvación de Cristo, y de su abundante disposición para recibir a todos los que vienen a Él, en cualquier condición en que puedan estar. No puedo considerar este acto de gracia como un ejemplo solitario, como tampoco la salvación de Zaqueo, la restauración de Pedro, o el llamado de Saulo, el perseguidor.
En cierto sentido, toda conversión es única: no hay dos iguales, y, sin embargo, cualquier conversión es un tipo de otras. El caso del ladrón moribundo es mucho más semejante a nuestra conversión, que diferente; de hecho, su caso se puede considerar más como típico que como un hecho extraordinario y así lo consideraré en este momento. ¡Que el Espíritu Santo hable por él para alentar a aquellos que están al borde de la desesperación!
Recuerden, amados amigos, que nuestro Señor Jesús, en el momento que salvó a este malhechor, estaba en su punto más bajo. Su gloria había menguado en Getsemaní, y ante Caifás, y ante Herodes y Pilatos; pero ahora había alcanzado su nivel más bajo. Desnudo de su túnica, y clavado en la cruz, la atrevida multitud se burlaba de nuestro Señor, que agonizante, se moría; entonces Él "fue contado entre los transgresores," y fue hecho como la escoria de todas las cosas. Sin embargo, aun en esa condición, llevó a cabo ese maravilloso acto de gracia. ¡Miren la maravilla producida por el Salvador despojado de toda su gloria, y colgado en el madero en un espectáculo de vergüenza, al borde de la muerte! ¡Cuán cierto es que puede hacer grandes maravillas de misericordia ahora, viendo que ha regresado a su gloria, y está sentado en el trono de luz! "Puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, puesto que vive para siempre para interceder por ellos."
Si un Salvador agonizante salvó al ladrón, mi argumento es que Él puede hacer aún más ahora que vive y reina. Todo poder en el cielo y en la tierra le es dado; ¿Puede algo en el momento presente sobrepasar al poder de su gracia? No es sólo la debilidad de nuestro Salvador la que hace memorable la salvación del ladrón penitente; es el hecho que el malhechor moribundo lo vio ante sus propios ojos. ¿Te puedes poner en su lugar, e imaginar a alguien que cuelga en agonía de una cruz? ¿Podrías fácilmente creerle que era el Señor de la gloria, y que pronto vendría a su reino?
No sería poca fe la que, en un momento así, creyera en Jesús como Señor y Rey. Si el apóstol Pablo estuviera aquí, y quisiera agregar un capítulo al Nuevo Testamento, al capítulo once del Libro de los Hebreos, comenzaría seguramente sus ejemplos de fe admirable con la de este ladrón, que creyó en un Cristo crucificado, ridiculizado y agonizante, y clamó hacia Él como a alguien cuyo reino vendría con certeza. La fe del ladrón fue aún más notable porque estaba bajo un terrible dolor, y condenado a morir. No es fácil ejercitar la paciencia cuando uno es torturado por una angustia mortal. Nuestro propio descanso mental a veces se ve perturbado por el dolor del cuerpo. Cuando somos los sujetos de un sufrimiento agudo, no es fácil mostrar esa fe que creemos poseer en otras situaciones. Este hombre, sufriendo como estaba, y viendo al Salvador en un estado tan triste, sin embargo creyó para la vida eterna. Habla aquí una fe como rara vez se ve.
Recuerden, también, que estaba rodeado de burladores. Es fácil nadar con la corriente, pero es duro ir contra ella. Este hombre oyó a los sacerdotes orgullosos, cuando ridiculizaban al Señor, y a la gran multitud de gente del pueblo, todos a una, unirse en el escarnio; su compañero captó el espíritu de la hora, y también se burló, y él tal vez hizo lo mismo por un rato; pero por la gracia de Dios fue cambiado, y creyó en el Señor Jesús a pesar de todo su desprecio. Su fe no se afectó por lo que lo rodeaba; sino que él, ladrón agonizante como era, se reafirmó en su confianza. Como una roca prominente, colocada en medio del torrente, declaró la inocencia del Cristo, de quien otros blasfemaban. Su fe es digna de que la imitemos en sus frutos. Ningún otro miembro de su cuerpo estaba libre excepto su lengua, y la utilizó sabiamente para reprender a su hermano malhechor, y defender a su Señor. Su fe puso de manifiesto un valiente testimonio y una confesión audaz. No voy a elogiar al ladrón, o a su fe, sino a exaltar la gloria de esa gracia divina que le dio al ladrón una fe así, y luego inmerecidamente lo salvó por su medio. Estoy ansioso de mostrar cuán glorioso es el Salvador, ese Salvador que salva de manera completa, quien, en un momento así, pudo salvar a ese hombre, y darle una fe tan grande, y tan perfectamente y rápidamente prepararlo para la dicha eterna. Miren el poder de ese espíritu que podía producir tal fe en un suelo tan poco promisorio, y en un clima tan poco propicio. Entremos de inmediato en el centro de nuestro sermón.
Primero, observen al hombre que fue el último compañero de nuestro Señor en la tierra; segundo, observen que ese mismo hombre fue el primer compañero de nuestro Señor en la puerta del paraíso; y, tercero, veamos el sermón que nos predica nuestro Señor en este acto de gracia. ¡Oh, que el Espíritu Santo bendiga este sermón de principio a fin!
I. Con mucho cuidado OBSERVEMOS QUE EL LADRÓN CRUCIFICADO FUE EL ÚLTIMO COMPAÑERO DE NUESTRO SEÑOR EN LA TIERRA. Qué triste compañía seleccionó nuestro Señor cuando estuvo aquí. No se juntó con los religiosos fariseos ni con los filosóficos Saduceos, sino que era conocido como el "amigo de publicanos y de pecadores." ¡Cómo me gozo en esto! Me da la seguridad de que Él no rehusará asociarse conmigo. Cuando el Señor Jesús me hizo su amigo, seguramente que no hizo una selección que le trajera crédito. ¿Crees que ganó algún honor cuando te hizo su amigo? ¿Acaso ha ganado algo por causa de nosotros alguna vez? No, hermanos míos; si Jesús no se hubiera inclinado tan bajo, tal vez no habría venido a mí; y si no hubiera buscado al más indigno, no hubiera venido a ti. Así lo sientes, y estás agradecido porque Él vino "No para llamar a justos, sino a pecadores." Como el Gran Médico, nuestro Señor estaba mucho tiempo con los enfermos: iba a donde había podía ejercitar su arte de sanar.
Los sanos no necesitan un médico: no lo pueden apreciar, ni ofrecen la oportunidad para que ejercite su habilidad; por consiguiente, Él no frecuentó sus moradas. Sí, después de todo, nuestro Señor hizo una buena elección cuando te salvó y cuando me salvó; en nosotros ha encontrado abundante campo para su misericordia y gracia. Ha habido suficiente espacio para que su amor pueda trabajar dentro de las terribles vacíos de nuestras necesidades y pecados; y ahí ha hecho grandes cosas por nosotros, por lo que nos alegramos.
Para que no haya aquí alguien que desespere y diga, "nunca se dignará mirar hacia mí," quiero que adviertan que el último compañero de Cristo en la tierra fue un pecador, y no un pecador ordinario. Había transgredido las leyes del hombre, pues era un ratero. Alguien le llama "bandolero"; y supongo que probablemente ese era el caso. Los bandoleros de esos días mezclaban el asesinato con sus robos: era probablemente un pirata alzado en armas contra el gobierno romano, haciendo de esto un pretexto para saquear si se le presentaba la oportunidad. Al fin, fue hecho prisionero y fue condenado por un tribunal romano, que por lo general, era usualmente justo, y en este caso ciertamente lo fue; pues el mismo confiesa la justicia de su condena. El malhechor que creyó en la cruz era un convicto, que había permanecido en la celda de los condenados y luego sufriría la pena capital por sus crímenes. Un criminal convicto era la última persona con la que tuvo que ver nuestro Señor aquí en la tierra. ¡Qué amante de las almas de los culpables es Él! ¡Cómo se inclina hacia lo más bajo de la humanidad! A este hombre tan indigno, antes que dejara la vida, el Señor de gloria habló con gracia incomparable. Le habló con palabras tan maravillosas como nunca se podrán superar aunque busques en todas las Escrituras: "Hoy estarás conmigo en el paraíso."
No creo que en ninguna parte de este Tabernáculo se halle alguien que haya sido convicto ante la ley, ni que tan siquiera se pueda culpar de una trasgresión contra la honestidad común; pero si hubiera una persona así entre mis oyentes, la invitaría a que hallara perdón y cambiara su corazón por medio de nuestro Señor Jesucristo. Puedes llegar a Él, quienquiera que seas; este hombre lo hizo. Aquí hay un ejemplo de uno que había llegado al fondo de la culpa, y que lo reconoció; no buscó excusas, ni buscó un manto para tapar su pecado; estaba en las manos de la justicia, enfrentado a su sentencia de muerte, y, sin embargo, creyó en Jesús, y dijo una humilde oración hacia Él, y allí mismo fue salvo. Como es la muestra así es el todo. Jesús salva a otros del mismo tipo. Por ello, déjenme exponerlo muy sencillamente,
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