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Galileo y el dialogo entre ciencia y fe

Alejandro MaciaEnsayo13 de Febrero de 2017

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Galileo y el dialogo entre ciencia y fe

Alejandro Macía Nieto
Enero de 2009

El miércoles 22 de junio de 1633 se encontraba Galileo en lo que hoy es la sacristía de Santa María sopra Minerva. Fue la parte más dura del proceso. Se le ordenó arrodillarse y se leyó la sentencia. Era condenado por sostener una opinión después de haber sido declarada contraria a las Escrituras. Galileo es conocido como el padre de la ciencia moderna y este hecho es posiblemente el incidente más dramático en la historia de la relación entre ciencia y fe[1].

Para emitir un juicio acertado sobre lo sucedido es necesario conocer las circunstancias concretas que desencadenaron en este hecho. Como recordaba Juan Pablo II en su discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias en ocasión de la presentación de los resultados de la comisión de estudio sobre el caso Galileo, el 31 de octubre de 1992, «el caso Galileo ha constituido una especie de mito (...) símbolo del rechazo, de parte de la Iglesia, del progreso científico. (...) Este ha contribuido  a que gran número de hombres de ciencia en buena fe se anclen a la idea que hay incompatibilidad entre el espíritu de la ciencia y su ética de investigación, de un lado, y la fe cristiana, del otro. Una trágica recíproca incomprensión ha sido interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva entre ciencia y fe»[2].

Como dice Walter Brandmüller, el caso Galileo se ha convertido en un trauma que hay que superar para que se pueda llevar a cabo un fructífero dialogo entre ciencia y fe[3]. En este sentido es importante el paso dado por Juan Pablo II al instituir la comisión antes mencionada con el fin de que «teólogos, científicos e historiadores, animados con un espíritu de sincera colaboración, profundicen el examen del caso Galileo»[4]. A pesar de que dicha comisión desarrolló su trabajo con no pocas dificultades[5], son interesantes las palabras del Cardenal Poupard durante el acto de clausura:

«En un marco histórico y cultural que está lejos de nuestro propio tiempo, los jueces de Galileo creyeron, equivocadamente, que la adopción de la revolución Copernicana (aún no probada definitivamente) implicaría socavar la tradición Católica, y que su deber era prohibir que fuese enseñada. Ellos no pudieron disociar su fe de una cosmología antigua. Este error de juicio, tan claro para nosotros hoy, los llevó a tomar medidas disciplinarias por las que Galileo “tuvo que sufrir mucho”. Estos errores deben ser francamente reconocidos, como usted, Santo Padre, ha pedido»[6].

Si bien no se puede decir que el reconocimiento de los errores cometidos haya sido una disculpa formal[7], si podemos decir que este hecho es un hito en el dialogo entre ciencia y fe. Es claro que no todo está terminado[8] y que la repercusión del caso Galileo continuará, pero lo que ha hecho Juan Pablo II es de gran importancia.

Los hombres de ciencia y Dios

«Es una opinión bastante difundida –decía en una ocasión Juan Pablo II– que los hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay de cierto en esta opinión?»[9].

Si nos fijamos en la vida de Galileo podemos observar que ante todo era una persona que tenía fe; un hombre de ciencia y a la vez un católico convencido. «En su vida privada, Galileo no era uno que iba regularmente a la Iglesia, pero algunos de sus mejores amigos fueron ordenados sacerdotes, e hizo bautizar a sus tres hijos. Nunca se le habría ocurrido describirse a si mismo como un disidente como alguien que alberga dudas acerca del Credo. Cuando se hizo viejo, parece que se volvió más convencional en su práctica religiosa. Para ponerlo burdamente, no era un católico devoto sino uno normal y corriente»[10].

Galileo estaba ansioso de ganar la aprobación de Roma. Quería que sus descubrimientos fueran reconocidos como genuinos. Hizo una serie de movidas infortunadas y defendía con mucha fuerza sus convicciones, pero no podemos pensar que no lo hiciera también por los intereses de la Iglesia que, según él veía, estaba yendo en dirección contraria a la ciencia.

No hay incompatibilidad entre ser un buen científico y ser un hombre de fe, y Galileo es un ejemplo. «Se puede observar que siempre han existido eminentes hombres de ciencia, que en el contexto de su experiencia humana científica han positivamente y beneficiosamente creído en Dios. Una investigación que se remonta a hace 50 años, hecha con 398 entre los más ilustres científicos, mostró que solo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 367 creyentes[11]»[12].

La investigación científica, si se hace con rigor, siempre deja espacio a ulteriores preguntas. La realidad se revela con un orden, armonía, finalismo, que no es explicable en los simples términos de la causalidad o acudiendo solo a los recursos científicos.

El Concilio Vaticano II dice que «por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios»[13]. Encontramos una idea similar en las conocidas palabras de Galileo en su carta a Benedetto Castelli del 21 de diciembre de 1613: «procediendo ambas del Verbo divino la Sagrada Escritura y la naturaleza, aquella como dictado del Espíritu Santo, y esta como observantísima ejecutora de los órdenes de Dios».

Benedicto XVI recordó esta dimensión de fe de Galileo en el discurso que dirigió a la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias, el 31 de octubre de 2008. Decía el Papa: «Galileo veía la naturaleza como un libro cuyo autor es Dios, del mismo modo que lo es de la Escritura, (...) durante todo el tiempo, presupone la presencia fundamental del autor que en él ha querido revelarse a sí mismo».

Galileo es conocido por haber visto siempre la compatibilidad entre la ciencia y la fe. Para resolver las inquietudes de la madre del Gran Duque, la Gran Duquesa Cristina, sobre ciencia y religión, Galileo le escribió una carta magistral «en la cual dio inicio a lo que posteriormente se convirtió en la posición de la Iglesia acerca de ciencia y Fe»[14].

Autonomía de la ciencia

Hoy día cuando se habla de “autonomía de la ciencia”, se suele hacer para subrayar la separación de las ciencias naturales tanto de la filosofía como de la fe. Esta separación entre ciencias naturales y filosofía es un proceso que se inicia con el nacimiento del método científico, el cual implica una reducción del objeto de estudio a sus dimensiones empíricas, en primer lugar las que se pueden medir, recurriendo a modelos ideales y aproximados. Se hace énfasis en la causalidad eficiente, poniendo entre paréntesis la formal y la final[15].

Sin embargo las ciencias no pueden prescindir de una serie de nociones que son de naturaleza filosófica. Es labor de la filosofía juzgar y dirigir a las demás ciencias porque le compete juzgar de los primeros principios de todo conocimiento humano y el valor de los métodos científicos, de modo que es tarea suya determinar el objeto propio de cada ciencia y clasificar las ciencias en una jerarquía según la naturaleza de cada una[16].

Por otro lado, la razón sin la fe, cojea. La fe cristiana proporciona una gran ayuda a la razón en su tarea de plantear y resolver los problemas más profundos de la vida humana. Dejarla en el olvido implica graves riesgos de deshumanización. Como dice la Fides et ratio: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad»[17].

Por tanto la autonomía de las ciencias, correctamente entendida, no significa separación o independencia, sino distinción y operatividad metodológica[18].

La filosofía como puente entre ciencia y fe

El hombre es un ser que por una parte ve sus limitaciones pero por otro lado está abierto a sí mismo, a los demás, a la eternidad. Anhela la felicidad pero se da cuenta lo difícil que es alcanzarla. Ante su propia limitación, por un parte, y la maravilla de la creación, por otra, el hombre se pregunta por el sentido de todo. Es una pregunta para la que la ciencia experimental tiene solo una parte de la respuesta.

Ante esta apertura natural del hombre, y de frente al cientifismo que afirma que el método de las ciencias experimentales es el único válido para conocer la realidad[19], la filosofía puede hacer de puente entre la ciencia y la fe, ya que la filosofía, y en concreto la metafísica, estudia la experiencia mediante la razón, y de modo riguroso llega a la existencia de realidades que están fuera del alcance de los sentidos.

Este puente, sin embargo, se apoya sobre dos pilares que se tambalean y que requieren un ajuste. Por una parte, al interno de la filosofía se verifica una crisis y, por otra, desde la ciencia hay una gran desconfianza hacia la filosofía. Son dos problemas relacionados, que brevemente trataremos de analizar.

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