Judas Iscariote: ¿Traidor o instrumento de Dios?
Mienbaba65Ensayo22 de Septiembre de 2025
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JUDAS ISCARIOTE: ¿TRAIDOR O INSTRUMENTO DE DIOS?
UN EXAMEN NECESARIO SOBRE LA FIGURA MÁS VILIPENDIADA DE LA CRISTIANDAD
A mi tío Ricardo Bayter Lissa, católico eminente y caballero de fe recia, cuya nobleza espiritual me excusará, sin duda de laya alguna, de toda sospecha de herejía….
Miguel Enrique Bayter.
Medellín, Antioquia, Agosto de 2023.
Introducción
Hay nombres que no son nombres, sino monumentos infames erigidos en la plaza pública de la conciencia colectiva, con sangre, saliva y superstición; nombres que no se pronuncian, se escupen; que no se recuerdan, se maldicen; que no se enseñan, se previenen como una peste. Son nombres que no tienen derecho a defensa, a tribunal, a presunción de inocencia ni a abogado del diablo, porque hasta el diablo se avergüenza de ellos, nombres que la Historia, esa matrona coja que arrastra los pies entre lápidas y mitos, ha condenado sin apelación, sin sumario, sin siquiera permitir el primer alegato. Y entre esa estirpe de parias eternos, ninguno ha sido más universalmente ultrajado, más litúrgicamente vapuleado, más teológicamente crucificado que Judas Iscariote, el hereje oficial de la cristiandad, el monstruo de barro moldeado por todos los púlpitos, el chivo expiatorio del Evangelio.
Judas: ese nombre es ya una sentencia, una lápida con epígrafe infame, una efigie sin ojos colgada del odio eterno. Pronunciarlo es invocar el oprobio de la humanidad entera, la ira de las beatas, la cruzada de los catequistas, el desprecio automático del feligrés semianalfabeto que jamás ha leído una sola línea de exégesis bíblica, pero que igual sabe, porque así se lo tatuaron en la lengua desde el primer Padrenuestro, que Judas fue el infeliz que vendió al mismísimo Hijo de Dios por treinta monedas de plata y un beso frío e hipócrita.
¡Ah, el beso! Ese símbolo de la traición que inmortalizó el barroquismo eclesial, que inspiró frescos, misales, autos sacramentales y hasta películas malas con música de sintetizador. Ese beso que la tradición convirtió en la rúbrica del crimen más abyecto, más imperdonable, más diabólico que puede cometer un mortal; no obstante, nadie se pregunta por qué besó Judas. Nadie pregunta por qué no gritó, por qué no señaló con el dedo, por qué no dijo simplemente “¡ése es!”. No, lo besó; y lo hizo, quizá, con ese cariño triste del que sabe que está cumpliendo un papel sin gloria en una obra sin aplausos.
Porque, no nos engañemos que ya somos lo bastante adultos para dejar la catequesis y entrar en la teología con dientes, si Cristo, como lo sostiene dogmáticamente la doctrina, era el Verbo hecho carne, el Cordero de Dios, el Logos preexistente, el Alfa y la Omega, entonces su pasión no fue una contingencia, ni un accidente jurídico, ni una emboscada del Sanedrín, sino un acto previsto desde la eternidad. El Gólgota no fue un imprevisto, fue un escenario. La cruz no fue un castigo, fue un altar. La sangre no fue un precio, fue un sacramento. ¿Y entonces? Entonces hacía falta un traidor. Un actor oscuro, una pieza incómoda en el ajedrez del sacrificio. Alguien tenía que accionar el gatillo divino. Alguien tenía que bajar el telón. Y ese alguien fue Judas.
¿Y qué culpa tiene un actor por leer bien su parlamento? ¿Qué culpa tiene el cuchillo por cortar, o el cáliz por contener vino? Judas fue necesario. No útil, no ocasional, era necesario. Sin él no hay prendimiento. Sin él no hay juicio. Sin él no hay cruz. Y sin cruz, no hay redención. Ergo, sin Judas no hay salvación. Así de escandaloso, así de herético, así de inevitable. Porque si todo estaba previsto, si todo era parte del plan divino, ¡y cómo se llenan la boca los teólogos con la palabra “plan”!, entonces Judas no traicionó, solo ejecutó. Judas no vendió, él obedeció. No mintió: cumplió.
Pero a Judas no se le permite esa defensa. No tiene defensor de oficio, ni comisión de la verdad, ni curules reservadas en el Reino. Tiene, en cambio, un linchamiento eterno, un anatema sin juicio, una condena sin prueba. A Judas se le niega todo, redención, arrepentimiento, piedad. ¡Ni siquiera se le reconoce el suicidio como gesto final de conciencia! Se le llama cobarde, se le acusa de avaro, se le endilga el epíteto que debería llevar media humanidad: “traidor”. Pero no se le concede una página en blanco. No se le permite la duda razonable. Se le despoja hasta del derecho a ser entendido.
Y sin embargo, el Evangelio, ese texto que leemos con ojos de bronce y corazón de yeso, no es tan severo con él como lo son los catequistas de barrio y los opinadores de Twitter.
Mateo, verbigracias, dice que se arrepintió, que devolvió el dinero, que reconoció su pecado. Por su parte Lucas calla mientras Juan lo odia, como odian los conversos. Marcos, el más sobrio, apenas lo nombra. Pero lo cierto es que ninguno lo maldice, ninguno lo llama demonio, ninguno le reserva el infierno. Eso lo hizo la tradición, lo hizo la Iglesia, lo hizo ese espíritu vengativo que todos llevamos dentro y que necesita señalar un monstruo para dormir tranquilo. Porque es más fácil odiar a Judas que entenderlo; siempre será más cómodo condenarlo que pensarlo.
Y es ahí donde este ensayo, con la arrogancia de los que aún creen en la justicia, se atreve a levantar la voz, a reabrir el expediente, a leer los folios amarillentos de la teología con la lupa del derecho y la sospecha del filósofo. Porque no hay crimen sin contexto, ni culpa sin voluntad, ni traición sin alternativa. ¿Qué opciones tenía Judas? ¿Negarse? ¿Huir? ¿Cambiar la historia? Pero entonces habría desobedecido a Dios; habría impedido el sacrificio; habría abortado la redención; habría sido, ¡paradoja suprema!, un verdadero traidor.
Así que, señores del jurado, si es que todavía queda algo de justicia en el mundo, presento mi caso; no para canonizar a Judas, que bastante tiene con su eternidad oscura, sino para devolverle algo infinitamente más valioso, restituirle su humanidad. Porque Judas fue solo un hombre, no un mito. Porque tuvo miedo, culpa y remordimiento. Porque lloró. Porque se ahorcó. Porque quizá creyó que, al morir, también él redimiría su parte del pecado original. Porque, y aquí me permito una blasfemia con ribetes de verdad, quizá Judas fue más semejante a Cristo que todos los apóstoles juntos. El cargó con una culpa que no era suya, murió por el bien de otros y lo hizo solo, sin gloria, sin incienso, sin resurrección.
¿No fue, acaso, eso mismo lo que hizo el Redentor? ¿Y si el sacrificio de Judas, imperfecto, anónimo, maldito, fue también parte del misterio de la fe? ¿Y si su beso fue tan sagrado como la sangre que lo siguió? ¿Y si, en el fondo, fuimos nosotros los verdaderos traidores al no permitirle jamás ser otra cosa que un espantajo moral, una advertencia con nombre propio, un villano sin voz?
Este juicio no pretende absolverlo, porque eso le corresponde al Dios del cristianismo. Solo se exige que se le escuche; que se le entienda; que se le devuelva la dignidad del proceso. No podemos dudas que si la historia de la humanidad puede ser resumida en la lucha entre la justicia y la venganza, entonces Judas es su capítulo más doloroso, más tergiversado y más injusto.
Y ahora que la toga está manchada de siglos y el mazo judicial ha sido reemplazado por el dogma, permítaseme terminar con esta pregunta, incómoda y final: si el traidor era necesario para que Cristo cumpliera su destino… ¿no será Judas el apóstol más fiel de todos?
I. Judas en los Evangelios: El relato del traidor necesario
Los Evangelios canónicos, sociedad de exégetas sin concordato entre ellos, pero con vocación de infalibilidad colectiva, nos ofrecen una pintura tosca, casi caricaturesca, de Judas Iscariote. Lo delinean con brocha gorda, lo reducen a silueta tenebrosa, lo inflan de infamia, sin permitirse la decencia de la duda. Lo retratan como el arquetipo del mal doméstico, del enemigo que cena contigo, del traidor que no llega desde las sombras del Imperio, sino desde el fondo del alma apostólica. Y lo hacen, claro está, con la solemnidad de quien ya decidió el veredicto antes de abrir el juicio, como lo hacen los tiranos de toga y los jueces de sacristía.
Judas es presentado como uno de los Doce. No uno de tantos, no un discípulo marginal, no un colado de última hora; no, uno de los Doce. De ese selecto club espiritual que fue convocado personalmente por el verbo encarnado, no mediante examen meritocrático, ni por recomendación episcopal, ni mucho menos por encuesta de opinión, sino por el llamado directo del mismísimo Hijo de Dios. Un llamado que, no lo olvidemos, presuponía omnisciencia, clarividencia y una pizca de providencial estrategia. Es decir, Jesús no elegía a ciegas; sabía a quién llamaba, por qué lo llamaba y para qué lo llamaba. Y, sin embargo, lo llamó.
Así pues, Judas no era un espía disfrazado de apóstol, ni un caballo de Troya del Sanedrín, ni un agente secreto de Pilato disfrazado de pescador. Judas era del círculo íntimo, del grupo cerrado, del cenáculo doctrinal. Compartía el pan, el vino, las parábolas, las caminatas, las noches sin techo, los milagros y las miserias. Era de los que sabían dónde dormía el Maestro, cuándo lloraba a solas, qué pensaba en sus silencios y qué temía cuando el mundo callaba. Judas era, en palabras menos divinas y más humanas, del círculo duro. Y es precisamente por eso que su presunta traición tiene sabor a montaje, a libreto litúrgico, a necesidad teológica camuflada de escándalo moral.
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