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LOS CHISMES


Enviado por   •  26 de Octubre de 2012  •  2.337 Palabras (10 Páginas)  •  388 Visitas

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Thomas S. Monson, "La caridad nunca deja de ser", Liahona, Noviembre de 2010, 122

En vez de ser prejuiciosos y críticos los unos con los otros, ruego que tengamos el amor puro de Cristo hacia nuestros compañeros de viaje en esta jornada por la vida.

Nuestra alma se ha regocijado esta noche y se ha elevado hacia el cielo. Se nos ha bendecido con música hermosa y mensajes inspirados. El Espíritu del Señor está aquí. Ruego que Su inspiración esté conmigo al compartir con ustedes algunos de mis pensamientos y sentimientos.

Comienzo con una breve anécdota que ilustra un punto que quisiera exponer.

Lisa y John, una pareja joven, se mudaron a un nuevo vecindario. Una mañana, mientras desayunaban, Lisa miró por la ventana y observó cómo la vecina de al lado colgaba la ropa lavada.

“¡Esa ropa no está limpia!”, exclamó Lisa. “¡Nuestra vecina no sabe cómo lavar la ropa!”

John continuó observando pero permaneció en silencio.

Cada vez que su vecina colgaba la ropa lavada para que se secara, Lisa hacía los mismos comentarios.

Algunas semanas después, Lisa se sorprendió al mirar por la ventana y ver ropa lavada, prolija y limpia, que colgaba en el patio de la vecina. Le dijo a su esposo: “¡Mira, John, finalmente ha aprendido a lavarla bien! Me pregunto cómo lo hizo”.

John respondió: “Bien, yo te contestaré, querida. Quizás te interese saber que esta mañana me levanté temprano y lavé nuestras ventanas”.

Esta noche quisiera compartir con ustedes algunas ideas concernientes a cómo nos vemos los unos a los otros. ¿Miramos por una ventana que debe limpiarse? ¿Juzgamos a pesar de no conocer todos los hechos? ¿Qué vemos cuando miramos a otras personas? ¿Qué juicios emitimos sobre ellas?

Dijo el Salvador: “No juzguéis” 1 . Continuó: “Y ¿por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, mas no te fijas en la viga que está en tu propio ojo?” 2 . Parafraseando: ¿Por qué miras lo que crees que es ropa mal lavada en la casa de tu vecina, mas no te fijas en la ventana sucia de tu propia casa?

Ninguno de nosotros es perfecto. No sé de nadie que profesaría serlo. Y sin embargo, por alguna razón, a pesar de nuestras propias imperfecciones, tenemos la tendencia de hacer notar las de otras personas. Emitimos juicios concernientes a sus acciones o inacciones.

En verdad no hay modo en que podamos conocer el corazón, las intenciones o las circunstancias de alguien que podría decir o hacer algo para lo cual hallemos razones para criticar. Por ello el mandamiento: “No juzguéis”.

En esta conferencia general se cumplen cuarenta y siete años de que se me llamó al Quórum de los Doce Apóstoles. En ese momento, prestaba servicio en uno de los comités generales del sacerdocio de la Iglesia así que, antes de que se presentara mi nombre, me senté con los otros miembros de dicho comité del sacerdocio, como se esperaba que hiciera. Mi esposa, no obstante, no tenía idea de adónde ir ni nadie con quien sentarse; de hecho, no podía hallar asiento en ninguna parte del Tabernáculo. Una querida amiga nuestra, quien era miembro de una de las mesas de organizaciones auxiliares y estaba sentada en el área designada para los integrantes de éstas, le pidió a la hermana Monson que se sentara con ella. Esta mujer no sabía nada sobre mi llamamiento, el cual se anunciaría en breve; pero vio a la hermana Monson, reconoció su consternación y le ofreció gentilmente un asiento. Mi querida esposa se sintió aliviada y agradecida por este amable gesto. Al sentarse, sin embargo, oyó un fuerte murmullo detrás de sí conforme una de las miembros de la mesa expresaba su desagrado a quienes le rodeaban porque una de sus compañeras tuviera la audacia de invitar a una “extraña” a sentarse en el área reservada sólo para ellas. No había excusa para su conducta desconsiderada, sin importar a quién se hubiera invitado a sentarse allí. Sin embargo, me imagino cómo se habrá sentido esa mujer cuando se enteró que la “intrusa” era la esposa del apóstol más nuevo.

No sólo tendemos a juzgar las acciones y palabras de los demás, sino que muchos de nosotros juzgamos las apariencias: la ropa, el cabello, el tamaño. La lista podría ser interminable.

Hace muchos años se publicó en una revista nacional un clásico relato sobre el juzgar por las apariencias. Es una historia verdadera; quizás la hayan escuchado, pero vale la pena repetirla.

Una mujer llamada Mary Bartels tenía una casa directamente enfrente de la entrada de un hospital clínico. Su familia vivía en la planta principal y rentaba los cuartos de los pisos superiores a los pacientes de la clínica.

Una tarde, un hombre mayor de aspecto verdaderamente horrible llegó a la puerta y preguntó si había algún lugar para que él pasara la noche. Estaba encorvado y arrugado, y su rostro, más grande de un lado a causa de una inflamación, estaba rojizo y sin piel. Dijo que había estado buscando un cuarto desde el mediodía, aunque sin éxito. “Supongo que es por mi rostro”, dijo. “Sé que se ve terrible, pero mi doctor dice que es posible que mejore después de más tratamientos”. El hombre indicó que estaba dispuesto a dormir en la mecedora del porche. Al conversar con él, Mary comprendió que el pequeño anciano tenía un corazón enorme atrapado dentro de ese diminuto cuerpo. Aunque los cuartos estaban ocupados, le dijo que aguardara en la mecedora, y que ella le hallaría un lugar donde dormir.

A la hora de acostarse, el esposo de Mary colocó un catre de campaña para el hombre. Cuando Mary fue a ver por la mañana, la ropa de cama estaba cuidadosamente doblada y él estaba fuera, en el porche. Declinó el desayuno, pero antes de partir para tomar el autobús preguntó si podía regresar la próxima vez que recibiera tratamiento. “No le molestaré en lo más mínimo”, prometió. “Puedo dormir bien en una silla”. Mary le aseguró que estaba invitado a venir otra vez.

Durante los varios años que viajó para recibir tratamiento y se quedó en casa de Mary, el anciano, que era pescador de profesión, llevaba siempre mariscos o verduras de su jardín como presentes. Otras veces enviaba encomiendas por correo.

Cuando Mary recibía estos considerados presentes, a menudo pensaba en un comentario que su vecina de al lado le había hecho después de que el desfigurado y encorvado anciano se había retirado de su hogar esa primera mañana. “¿Anoche le diste lugar a ese hombre de aspecto tan feo? Yo le dije que se fuera. Uno puede perder clientes con esa clase de personas”.

Mary sabía que quizás

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