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Las Preguntas De La Vida

xanty9412 de Noviembre de 2013

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Capítulo Primero

LA MUERTE PARA EMPEZAR

Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme.

Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado.

Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación

contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que

dejaría sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo

también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había

escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de

mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan

peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.

A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores:

repentinamente se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin

duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después

de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por

tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte

ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese

mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte

seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de

la verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más

que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la

muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no

me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo-

también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba

Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando

comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente

mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la

bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo

podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con

el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible

pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no

me parecieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi

primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la

iglesia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical.

Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la di-

ferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo

incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará

en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor

estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que

habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los

espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la

padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.

Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo

dedicado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar

hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi

propia experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo

que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le

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vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los

niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su

alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenazados

por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego

crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la

muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos

«humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.

Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que

morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte.

Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que

ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro

de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo

vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales,

porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los

dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha

llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como

Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia

de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte.

Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir

mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte

también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates

en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede

significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la

certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para

mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos

ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo

que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a

favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho

tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.

Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con

Todos los hombres son mortales;

Sócrates es hombre

luego

Sócrates es mortal.

No deja de ser interesante que

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