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Tenemos derecho a la blasfemia?

varg.gabyPráctica o problema23 de Abril de 2015

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¿Tenemos derecho a la blasfemia?

La segunda fuente de discrepancia es acerca de los límites de la libertad de expresión. Tampoco he leído a nadie medianamente sensato arguyendo que los actos que enlutaron a Francia estuviesen justificados por el perfil ofensivo de Charlie Hebdo. Se han ocupado, sin embargo, expresiones más temperadas que en cierto modo pretenden que los caricaturistas muertos carguen con una cuota de responsabilidad en lo sucedido, una especie de “algo habrán hecho” para hacerse acreedores de tamaña carnicería. Confieso que me parece un razonamiento repugnante, similar al que usan los apologistas del abuso sexual cuando culpan a la ropa de las mujeres. Me interesa, nuevamente, una pregunta más precisa (que según ha trascendido dividió al propio equipo editorial de Al-Jazeera): ¿deben tener los individuos un derecho a la blasfemia, o en general un derecho a expresarse en términos que puedan resultar ofensivos para terceras personas?

Algunos creen que no debiera existir tal derecho. En esta posición suelen concurrir los representantes de los tres grandes monoteísmos de nuestro tiempo. No es sorpresivo: están defendiendo el mismo negocio. Las barreras de inmunidad que se levantan para una, se levantan también para las otras. Fuera de las comunidades religiosas también se escuchó este argumento: del “Yo soy Charlie” pasamos al “Yo no soy Charlie”. Estos últimos quisieron separarse de la manada, esgrimiendo que el tipo de periodismo que realizaba Charlie Hebdo era abusivo, degradante, opresivo, racista, imperialista, y una larga lista de etcéteras. Nada de lo cual enorgullecerse para enarbolar una bandera. Finalmente, aparecieron las “palomas” de la libertad de expresión, que como el ex ministro Rodrigo Hinzpeter, escribieron que ésta debe ejercerse “con delicadeza, sin derecho a burlarse majaderamente, con sentido de responsabilidad y con inteligencia”.

Una vez más, todas estas aproximaciones me parecen pobres o incorrectas. En primer lugar, el derecho a la blasfemia es fundamental en las sociedades seculares porque asume que la narrativa religiosa es igual de importante que cualquier otra narrativa política, social o cultural. Las ideas religiosas no están dotadas de una protección especial contra la crítica, la que muchas veces se articula en forma de sátira o parodia como vehículo de comunicación. Es justamente lo que hacía el Club de la Comedia con los sketches de Jesús, erróneamente sancionados por el CNTV. Así lo ha reconocido también el propio jefe de la Iglesia Católica en Francia, que ha defendido la libertad que le permitió a Charlie Hebdo ridiculizar –una y otra vez– los dogmas de su religión como síntoma de madurez.

Respecto de que quienes rechazan la etiqueta Je suis Charlie, tengo la impresión de que no han entendido el sentido del eslogan. Éste no busca la identificación con los contenidos de la revista, sino la defensa colectiva de un principio inspirado en la filosofía de Voltaire, otro francés: no estoy de acuerdo con lo que dices, pero daría mi vida para que tuvieses el derecho a decirlo. Es un principio que se ennoblece especialmente cuando desaprobamos el contenido de lo que se dice. La virtud política de la tolerancia exige que reconozcamos el derecho de los demás a profesar ideas que nos parecen repugnantes. Por eso también yerra Hinzpeter al exigir “delicadeza” en el ámbito de la libertad de expresión: ésta se pone a prueba justamente cuando es tosca, grosera y maloliente. Las palabras que no disgustan, turban o enrabian no son estándar para medir la robustez de nuestras democracias. He ahí una diferencia entre la derecha chilena que se dice liberal pero en el fondo es conservadora, y el liberalismo anglosajón de Nick Clegg, que sin medias tintas ha enfatizado que en las sociedades libres las personas pueden ofender las creencias del resto.

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