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Textos Clásicos: Ensayo Sobre El Catolicismo, El Liberalismo Y El Socialismo

luispuebla31 de Agosto de 2011

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De cómo en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica

M. Proudhon ha escrito en sus Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología». Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas.

Todas ellas estuvieron antes de que fueran y están después de creadas en el entendimiento divino; porque, si Dios las hizo de la nada, las ajustó a un molde que está en Él eternamente Todas están allí por aquella altísima manera con que están los efectos en sus causas, las consecuencias en sus principios, los reflejos en la luz, las formas en sus eternos ejemplares. En Él están juntamente la anchura de la mar, la gala de los campos, las armonías de los globos, las pompas de los mundos, el esplendor de los astros, las magnificencias de los cielos. Allí está la medida, el peso y número de todas las cosas; y todas las cosas salieron de allí con número, peso y medida. Allí están las leyes inviolables y altísimas de todos los seres, y cada cual está bajo el imperio de la suya. Todo lo que vive, encuentra allí las leyes de la vida; todo lo que vegeta, las leyes de la vegetación; todo lo que se mueve, las leyes del movimiento; todo lo que tiene sentido, la ley de las sensaciones; todo el que tiene inteligencia, la ley de los entendimientos; todo el que tiene libertad, la ley de las voluntades. De esta manera puede afirmarse, sin caer en el panteísmo, que todas las cosas están en Dios y que Dios está en todas las cosas.

Esto sirve para explicar por qué causa, al compás mismo con que se disminuye la fe, se disminuyen las verdades en el mundo; y por qué causa la sociedad que vuelve la espalda a Dios ve ennegrecerse de súbito, con aterradora oscuridad, todos sus horizontes. Por esta razón, la religión ha sido considerada por todos los hombres y en todos los tiempos como el fundamento indestructible de las sociedades humanas: Omnis humanae societatis fundamentum convellit qui religionem convellit, dice Platón en el libro X de sus Leyes. Según Jenofonte (sobre Sócrates), «las ciudades y naciones más piadosas han sido siempre las más duraderas y más sabias». Plutarco afirma (contra Colotés) que «es cosa más fácil fundar una ciudad en el aire que constituir una sociedad sin la creencia de los dioses». Rousseau, en el Contrato social (1.4 c.8), observa que «jamás se fundó Estado ninguno sin que la religión le sirviese de fundamento». Voltaire dice (Tratado de la tolerancia c.20) que «allí donde hay una sociedad, la religión es de todo punto necesaria». Todas las legislaciones de los pueblos antiguos descansan en el temor de los dioses. Polibio declara que ese santo temor es todavía más necesario que en los otros en los pueblos libres. Numa, para que Roma fuese la ciudad eterna, hizo de ella la ciudad santa. Entre los pueblos de la antigüedad, el romano fue el más grande, cabalmente porque fue el más religioso. Como César hubiera pronunciado un día en pleno Senado ciertas palabras contra la existencia de los dioses, luego al punto Catón y Cicerón se levantaron de sus sillas para acusar al mozo irreverente de haber pronunciado una palabra funesta a la República. Cuéntase de Fabricio, capitán romano, que, como oyese al filósofo Cineas mofarse de la divinidad en presencia de Pirro, pronunció estas palabras memorables: «Plegue a los dioses que nuestros enemigos sigan esta doctrina cuando estén en guerra con la República».

La diminución de la fe, que produce la diminución de la verdad, no lleva consigo forzosamente la diminución, sino el extravío de la inteligencia humana. Misericordioso y justo a un tiempo mismo, Dios niega a las inteligencias culpables la verdad, pero no les niega la vida; las condena al error, mas no a la muerte. Por eso, todos hemos visto pasar delante de nuestros ojos esos siglos de prodigiosa incredulidad y de altísima cultura, que han dejado en pos de sí un surco, menos luminoso que inflamado, en la prolongación de los tiempos, y que han resplandecido con una luz fosfórica en la Historia. Poned, sin embargo, en ellos vuestros ojos; miradlos una vez y otra vez, y veréis que sus resplandores son incendios y que no iluminan sino porque relampaguean. Cualquiera diría que su iluminación procede de la explosión súbita de materias de suyo oscuras, pero inflamables, más bien que de las purísimas regiones donde se engendra aquella luz apacible, dilatada suavemente en las bóvedas del cielo, con soberano pincel, por un pintor soberano.

Y lo mismo que aquí se dice de las edades, puede decirse de los hombres. Negándoles o concediéndoles la fe, les niega Dios o les quita la verdad; ni les da ni les quita la inteligencia. La de los incrédulos puede ser altísima, y la de los creyentes humilde: la primera, empero, no es grande sino a la manera del abismo, mientras que la segunda es santa a la manera de un tabernáculo: en la primera habita el error, en la segunda la verdad. En el abismo está, con el error, la muerte; en el tabernáculo, con la verdad, la vida. Por esta razón, para aquellas sociedades que abandonan el culto austero de la verdad por la idolatría del ingenio, no hay esperanza ninguna. En pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos.

Posee la verdad política el que conoce las leyes a que están sujetos los gobiernos; posee la verdad social el que conoce las leyes a que están sujetas las sociedades humanas; conoce estas leyes el que conoce a Dios; conoce a Dios el que oye lo que Él afirma de sí y cree lo mismo que oye. La teología es la ciencia que tiene por objeto esas afirmaciones. De donde se sigue que toda afirmación relativa a Dios, o, lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica.

Si todo se explica en Dios y por Dios, y la teología es la ciencia de Dios, en quien y por quien todo se explica, la teología es la ciencia de todo. Si lo es, no hay nada fuera de esa ciencia, que no tiene plural; porque el todo, que es su asunto, no le tiene. La ciencia política, la ciencia social, no existen sino en calidad de clasificaciones arbitrarias del entendimiento humano. El hombre distingue en su flaqueza lo que está unido en Dios con una unidad simplicísima. De esta manera distingue las afirmaciones políticas de las afirmaciones sociales y de las afirmaciones religiosas, mientras que en Dios no hay sino una afirmación, única, indivisible y soberana. Aquel que, cuando habla explícitamente de cualquiera cosa, ignora que habla implícitamente de Dios, y que, cuando habla explícitamente de cualquier ciencia, ignora que habla implícitamente de teología, puede estar cierto de que no ha recibido de Dios sino la inteligencia absolutamente necesaria para ser hombre. La teología, pues, considerada en su acepción más general, es el asunto perpetuo de todas las ciencias, así como Dios es el asunto perpetuo de las especulaciones humanas. Toda palabra que sale de los labios del hombre es una afirmación de la divinidad, hasta aquella que la maldice o que la niega. El que, revolviéndose contra Dios, exclama frenético, diciendo: «Te aborrezco, tú no existes», expone un sistema completo de teología, de la misma manera que el que levanta a Él el corazón contrito y le dice: «Señor, hiere a tu siervo que te adora». El primero arroja a su rostro una blasfemia, el segundo pone a sus pies una oración; ambos, empero, le afirman, aunque cada cual a su manera, porque ambos pronuncian su nombre incomunicable.

En la manera de pronunciar ese nombre está la solución de los más temerosos enigmas: la vocación de las razas, el encargo providencial de los pueblos, las grandes vicisitudes de la Historia, los levantamientos y las caídas de los imperios más famosos, las conquistas y las guerras, los diversos temperamentos de las gentes, la fisonomía de las naciones y hasta su varia fortuna.

Allí donde Dios es la infinita sustancia, el hombre, entregado a una contemplación silenciosa, da la muerte a sus sentidos, y pasa la vida como un sueño, acariciado por brisas olorosas y enervantes. El adorador de la infinita sustancia está condenado a una esclavitud perpetua y a una indolencia infinita: el desierto tendrá para él algo de divino sobre la ciudad, porque es más silencioso, más solitario y más grande; y, sin embargo, no le adorará como a su dios, porque el desierto no es infinito; el océano sería su única divinidad, porque lo abarca todo, si no tuviera extrañas turbulencias y ruidos extraños; el sol, que todo lo alumbra, sería digno de su culto, si no abrazara con su vista su disco resplandeciente; el cielo sería su señor, si no hubiera lumbreras; y la noche, si no tuviera rumores; su dios es todas estas cosas juntas: inmensidad, oscuridad, inmovilidad, silencio. Allí se levantarán a lo alto, y de repente, por la secreta virtud de una vegetación poderosa, imperios colosales y bárbaros, que caerán con estrepito en un día, abrumados por la inmensa pesadumbre de otros más gigantescos y colosales, sin dejar rastro en la memoria de los hombres ni de su caída ni de su levantamiento; los ejércitos estarán sin disciplina, como los individuos sin inteligencia; el ejército será, ante todas cosas y principalmente, muchedumbre; la guerra tendrá menos por objeto averiguar cuál es la nación más heroica que cuál es el imperio más populoso; la victoria misma no será un titulo de legitimidad sino porque es el símbolo de la divinidad siéndolo de la fuerza. Como se ve, la teología y

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