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¿me entiende usted?, ningún hombre tiene aquí el mismo privilegio”


Enviado por   •  6 de Febrero de 2012  •  1.800 Palabras (8 Páginas)  •  466 Visitas

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¿me entiende usted?, ningún hombre tiene aquí el mismo privilegio”, dijo. Permaneció un momento a la luz de la luna con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a grandes zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente confuso, lo que me hizo alentar mayores esperanzas de las que había abrigado en los días anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel tipo para volver a mi influyente amigo, el roto, torcido, arruinado, desfondado barco de vapor. Subí a bordo. Crujió bajo mis pies como una lata de bizcochos Hunley & Palmer vacía que hubiera recibido un puntapié en un escalón. No era sólido, mucho menos bonito, pero había invertido en él demasiado trabajo como para no quererlo. Ningún amigo influyente me hubiera servido mejor. Me había dado la oportunidad de moverme un poco y descubrir lo que podía hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas cosas que pueden hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a sí mismo. La propia realidad, eso que sólo uno conoce y no los demás, que ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólo pueden ver el espectáculo, y nunca pueden decir lo que realmente significa.

»No me sorprendió ver a una persona sentada en la cubierta, con las piernas colgantes sobre el barro. Mirad, mis relaciones eran buenas con los pocos mecánicos que había en la estación, y a los que los otros peregrinos naturalmente despreciaban; me imagino que por la rudeza de sus modales. Era el capataz, un fabricante de marmitas, buen trabajador, un individuo seco, huesudo, de rostro macilento, con ojos grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto preocupado. Su cabeza era tan calva como la palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer, se le habían pegado a la barbilla y que habían prosperado en aquella nueva localidad, pues la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con seis hijos (los había dejado a cargo de una hermana suya al emprender el viaje) y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un conocedor. Deliraba por las palomas. Después del horario de trabajo acostumbraba ir a veces al barco a conversar sobre sus hijos, y sobre las palomas. En el trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajo la quilla del vapor, recogía su barba en una especie de servilleta blanca que llevaba para ese propósito, con unas cintas que ataba tras las orejas. Por las noches se le podía ver inclinado sobre el río, lavando con sumo cuidado esa envoltura en la corriente, y tendiéndola después solemnemente sobre una mata para que se secara.

»Le di una palmada en la espalda y exclamé: “Vamos a tener remaches.” Se puso de pie y exclamó: “¿No? ¡Remaches!”, como si no pudiera creer a sus oídos. Luego, añadió en voz baja: “Usted... ¿Eh?” No sé por qué nos comportábamos como lunáticos. Me lleve un dedo a la nariz inclinando la cabeza misteriosamente. “¡Bravo por usted!”, exclamó, chasqueando sus dedos sobre la cabeza y levantando un pie. Comencé a bailotear. Saltábamos sobre la cubierta de hierro. Un ruido horroroso salió de aquel casco arrumbado y el bosque virgen desde la otra margen del río lo envió de vuelta en un eco atronador a la estación dormida. Aquello debió hacer levantar a algunos peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura apareció en el portal de la cabaña del director, desapareció, y luego, un segundo o dos después, también la puerta desapareció. Nos detuvimos y el silencio interrumpido por nuestro zapateo volvió de nuevo a nosotros desde los lugares más remotos de la tierra. El gran muro de vegetación, una masa exuberante y confusa de troncos, ramas, hojas, guirnaldas, inmóviles a la luz de la luna, era como una tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolladora de plantas, apiladas, con penachos, dispuestas a derrumbarse sobre el río, a barrer la pequeña existencia de todos los pequeños hombres que, como nosotros, estábamos en su seno. Y no se movía. Una explosión sorda de grandiosas salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, como si un ictiosaurio se estuviera bañando en el resplandor del gran río. “Después de todo”, dijo el fabricante de marmitas, en tono razonable, “¿por qué no iban a darnos los remaches?” ¡En efecto, por qué no! No conocía ninguna razón para que no los tuviésemos. “Llegarán dentro de unas tres semanas”, le dije en tono confidencial.

»Pero no fue así. En lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una visita. Llegó en secciones durante las tres semanas siguientes; cada sección encabezada por un burro en el que iba montado un blanco con traje nuevo y zapatos relucientes, un blanco que saludaba desde aquella altura a derecha e izquierda a los impresionados peregrinos. Una banda pendenciera de negros descalzos y desarrapados marchaba tras el burro; un equipaje de tiendas, sillas de campaña, cajas de lata, cajones blancos y fardos grises eran depositados en el patio, y el aire de misterio parecía espesarse sobre el desorden de la estación. Llegaron cinco expediciones semejantes, con el aire absurdo de una huida desordenada, con el botín de innumerables almacenes y abundante acopio de provisiones que uno podría pensar habían sido arrancadas de la selva para ser repartidas

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