Capacidad procesal del menor.
augusto jjTrabajo1 de Febrero de 2016
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I. La audición en la Convención sobre los Derechos del Niño y en la ley 26.061
El art. 12.1 de la Convención sobre los Derechos del Niño (Adla, L-D, 3693) establece que "los Estados partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio del derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño".
Si nos guiamos entonces por la letra del Tratado surgiría que el derecho del niño a expresar su opinión estaría subordinado a que se encuentre "en condiciones de formarse un juicio propio"; de manera que no abarcaría a cualquier niño sino sólo a aquellos que se encuentren con esa posibilidad; vale decir, que se hallen con aptitudes psíquicas de razonar; que puedan entender la información que se les brinda y, a la par, valorar su significado. Que, como se dijo, estén habilitados para distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso. (1) La norma, pues, parecería comprender únicamente a los niños que —al menos— cuenten con una aceptable madurez. En consecuencia, a la luz estricta de la prescripción que comentamos, quedarían por de pronto excluidos del derecho a ser oídos los bebés y todos los que transitan por la primera etapa de la niñez y que, por ende, no se expresan mediante un lenguaje oral inteligible para el adulto. Ahora bien, si son así las cosas y se insistiera en la interpretación literal de la disposición, indudablemente no quedarían satisfechas en su integridad las necesidades de los niños en todas las etapas de su desarrollo; por lo que en este punto la Convención se exhibiría como insuficiente.
Sin embargo, conforme a nuestro derecho positivo, se advertirá que hoy carecería de interés prioritario seguir profundizando en la exégesis del art. 12 de la Convención: esto es, estimamos innecesario continuar evaluando si mediante una interpretación armónica y en conjunto de sus disposiciones sería posible ir más allá del texto exacto del artículo y tornarlo comprensivo de otras situaciones. Y ello es así porque en el ámbito de nuestro país contamos con terminantes dispositivos que superan sin vacilaciones aquella previsión y neutralizan los inconvenientes que pueda exhibir la norma internacional. La cuestión no tendría que generar complicaciones porque deberá tenerse presente que la citada Convención es una plataforma de mínima que —por su jerarquía constitucional— no podrá ser restringida ni limitada por los ordenamientos de los países signatarios. Empero, la referida premisa no ha de impedir un mayor avance en el reconocimiento de los derechos de los niños, con el consiguiente deber de los jueces de atenerse a las ampliaciones, reconocimientos y mayores especificaciones que contenga una ley interna.
El caso referido es el de la ley 26.061, de los derechos del niño y adolescente. En efecto, conforme a los arts. 2°, 3°, inc. b., 24, incs. a. y b., 27, inc. a. y 41, inc. a., del mencionado ordenamiento legal, todo niño de cualquier edad tiene derecho a ser oído sin que, bajo ningún concepto, se limite la escucha a los que pueden "formarse el juicio propio". Repárese que la mención a la "madurez y desarrollo" —contenida en el art. 24, inc. b., de la ley citada— no es un requisito de exclusión con base en el cual el juez podría resolver si se procede o no a recibir la opinión del niño, sino que esa madurez sólo debe ser considerada para graduar en qué medida dichas opiniones han de ser "tenidas en cuenta" por el magistrado a la hora de su decisión.
Por lo tanto, la conclusión en nuestro derecho vigente es que existe un derecho de los niños, sin distinciones de edades, a ser oídos en los procesos que los afectan. No obstante lo expuesto, queda por dilucidar —desde varias perspectivas— cuál es el alcance del correlativo deber de los jueces.
II. Límites en la audición de los niños
La escucha a los niños debe tener sus límites. Así, el deber judicial de oírlos se lo puede tener por debidamente satisfecho cuando ya fue escuchado en una determinada instancia del proceso; lo que significa decir que —en principio— no se verifica el compromiso judicial de audición ante la Alzada en los supuestos en que en primera instancia se cumplió acabadamente con dicho recaudo. Conforme a ese lineamiento, se ha denegado el pedido de una parte adulta involucrada en el proceso para que la Cámara oiga al niño en cuestión. Para decidir de esa manera, se sostuvo que el mentado niño había sido oído en tres oportunidades; en el caso, con la Asistente Social de la Defensoría de Menores de primera instancia; con la Defensora de Menores e Incapaces de la misma instancia; y, en fin, con la Defensora de Menores de la Cámara. (2) En otro juicio —en el que también los adolescentes habían sido escuchados a lo largo del proceso— se denegó el pedido adulto de convocar a nuevas entrevistas. Se tuvo en cuenta en la resolución que los profesionales especializados que intervinieron en la causa habían aconsejado evitarles a los jóvenes, por las vivencias acaecidas desde su nacimiento, que tengan nuevos contactos susceptibles de ocasionarles situaciones de angustia, miedo o inseguridad; y ello en la convicción de que en ese supuesto particular era necesario preservarlos de tanta injerencia que a la postre pudiere entorpecer o dificultar su recuperación. (3)
Distinta ha de ser la situación cuando el pedido de ser oído emane del propio niño o adolescente y no de su representante legal. Es que, dado ese evento, el juez deberá atender el requerimiento en cumplimiento del art. 27, inc. a), de la ley 26.061 (Adla, LXV-E, 4635).
III. Naturaleza de los juicios en los que el niño debe ser oído
Parece obvio que el niño debe ser oído en todos los juicios en los que se encuentre involucrado directamente; tales como los casos de tenencia y régimen de visitas; supuestos de autorización judicial supletoria vinculados a los hijos menores; causas en la que se reclama la exclusión o reintegro al hogar de alguno de los padres; denuncias de violencia familiar; adopción y filiación; restitución internacional de niños; etcétera. Esto es, los asuntos en que los conflictos se plantean entre los miembros de una o más familias y donde la acción se dirige de un modo preciso a la persona del niño. También se comprende en este ámbito las acciones judiciales que incumben de manera directa a éste y que puede promover contra terceros.
Empero, los casos mencionados deben ser cuidadosamente deslindados de otros en los que interviene un tercero ajeno (sea un particular; sea la sociedad organizada toda) y que despliega su accionar no contra el niño, sino contra una persona adulta, a la sazón padre o encargado del cuidado de niños; como sucede en las causas judiciales donde se reclama el desalojo de un inmueble; o cuando se remata una finca habitada por el ejecutado y sus hijos; también las hipótesis en que se ordena la extradición de un adulto padre de un niño; o, en fin, todas las eventualidades en que se encarcela a personas que cometieron delitos y que viven con sus descendientes menores a quienes cuidan y atienden.
En esta segunda serie de juicios que se acaban de mencionar —en los que el niño, indirectamente, resulta afectado por la medida dispuesta contra su padre, progenitor o guardador— el planteo de que el juez debe oír a los hijos del adulto involucrado importa una evidente desnaturalización del proceso; ello dicho más allá que en el momento de ejecución de la sentencia, como después se dirá, intervengan los organismos pertinentes para que el niño no quede en una situación de desprotección jurídica.
Es que no debe admitirse que se desvirtúe el contenido de las sentencias dictadas contra las personas mayores porque se invoque los derechos que asisten a los niños eventualmente afectados con la ejecución de aquéllas; se trate de un desalojo ordenado; de la pena privativa de libertad dispuesta contra el delincuente adulto; de la extradición de un sujeto; etcétera, sin perjuicio de que el cumplimiento en sí de la orden judicial pueda sujetarse a las modalidades que el caso exija a los fines de no causar a los niños afectados perjuicios innecesarios. Entiéndase bien, no es cuestión de que tales niños o adolescentes queden a la deriva vulnerados en sus derechos esenciales (como es nada menos el derecho a contar con una vivienda digna, o a ser cuidados y atendidos por sus familiares idóneos), sino de evitar que se produzcan sustituciones inaceptables respecto de las personas a quienes incumbe satisfacer necesidades vitales de aquéllos; y ello a tenor de normas fundamentales, como son el art. 14 bis de la Constitución Nacional, la Convención sobre los Derechos del Niño, y la misma ley 26.061. Lo que queremos expresar, para decirlo en buen romance, es que constituye primordialmente un deber del Estado (y no del particular tercero que acciona), resguardar los derechos de los niños; deber que no puede ser descargado por la comunidad en las espaldas de unos pocos particulares que promueven acciones judiciales contra otros adultos.
En el sentido referido, constituye un error de los Defensores de Menores cuando, por ejemplo, piden al Tribunal que se revoque una sentencia de desalojo —dictada de acuerdo a derecho— sólo por la circunstancia de que en el inmueble sobre el cual se hará efectivo el fallo se encuentra también habitado por niños. Tal accionar, como bien se ha decidido, carece de lógica, ya que no responde a la equidad concebir que los propietarios de los inmuebles ocupados, o cualquiera que posea un interés legítimo para reclamar el desalojo, tengan el deber de proporcionarle a los niños la protección y el amparo que incumbe prestar a quienes ostentan la patria potestad y, en su defecto, a los organismos sociales pertinentes que dependen de la comunidad toda. No es posible que se pretenda descargar injustamente sobre unos pocos lo que es un deber primordial de la sociedad en su conjunto. (4)
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