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Democracia


Enviado por   •  21 de Noviembre de 2013  •  13.266 Palabras (54 Páginas)  •  229 Visitas

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Democracia ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?

José Nun, "Democracia", año 2000 primera edición

Atenas y Esparta

Que la noción de democracia fue problemática desde un principio lo sugiere el propio doble significado original de demos en griego: por una parte, el término designaba al conjunto de ciudadanos; pero, por la otra, nombraba a la multitud, a los pobres y a los malvados. ¿Hace falta decir cuál era la acepción que preferían los enemigos de la democracia ateniense?

Vale recordar, en este sentido, que el famoso "sólo sé que no sé nada" de Sócrates no quiso ser una expresión de modestia sino una burla dirigida a las ambiciones de esa heterogénea multitud que pretendía gobernar Atenas cuando era tan inculta que , a diferencia del filósofo, ni siquiera tenía conciencia de su ignorancia. Eco moderno del empleo peyorativo del término, por lo menos hasta 1830 en los Estados Unidos y hasta las revoluciones de 1848 en Europa, pocos se atrevían a proclamarse partidarios de la democracia.

Pero cualquiera sea el valor que se le atribuya y la definición que se emplee, si algo enseñan aquellos 400 años de historia que mencioné antes es que cuando se utiliza el término democracia se da siempre por supuesto, como mínimo, que el poder estatal tiene como fundamento último el consentimiento libremente expresado de todos los ciudadanos. Ésta es la convención básica, que comparten tanto los críticos como los defensores de las diferentes formas de democracia, sean ellas antiguas o modernas, directas o representativas.

¿Nos habríamos equivocado, entonces? ¿Sería ésta la propiedad común que estábamos buscando? La dificultad radica en que tal convención básica se halla muy lejos de proporcionarnos un criterio simple y unívoco de inclusión puesto que remite inevitablemente a una serie compleja y controvertida de cuestiones previas, encargadas de establecer en qué consiste la libre expresión del consentimiento, cuáles deben ser sus alcances y a quiénes corresponde denominar ciudadanos. (Es como si nos contentáramos con definir la palabra juego diciendo que se trata de una actividad de diversión y esparcimiento)..

Para avanzar, propongo que hagamos en este punto una distinción muy importante, sobre la cual volveremos varias veces: una cosa es la idea de la democracia como autogobierno colectivo (eso que llamo la convención básica) y otra, sus manifestaciones históricas concretas. Constituiría un paralogismo flagrante imaginar que éstas últimas pueden ser encarnaciones directas y puras de esa idea. En cada lugar incorporan y combinan de manera desigual tradiciones, costumbres, instituciones, creencias y estilos locales, a la vez que vehiculizan interpretaciones diversas acerca de la viabilidad práctica de aquella convención general. De ahí que sea en relación a tales manifestaciones históricas concretas que operan (o no) los parecidos de familia a los cuales me refiero.

Más aún que, esquemáticamente y en una primera aproximación al tema, importa diferenciar entre dos grandes interpretaciones de la participación de los ciudadanos en el espacio de lo público, ambas de larga prosapia. Una es precisamente la de la democracia entendida como expresión efectiva de la voluntad general, es decir, como gobierno del pueblo. La otra, en cambio, concibe principalmente a la participación popular como soporte del gobierno de los políticos. Y es desde ya significativo que fuera la segunda visión (defendida por los Federalistas) y no la primera (sustentada por los anti-Federalistas) la que nutriese la Constitución de los Estados Unidos, en la cual iban a inspirarse luego la mayoría de las constituciones latinoamericanas.

Desde un punto de vista histórico, la democracia ateniense es, sin duda, la experiencia que mejor simboliza aquella primera visión y por eso los estudiosos del tema acostumbran volver una y otra vez sobre ella. Evoca una imagen poderosa aunque no totalmente verdadera: la del conjunto de los ciudadanos reunidos en asamblea para decidir sobre los asuntos colectivos de manera directa y sin mediaciones. Como se sabe, ni las mujeres, ni los metecos, ni los esclavos contaban entre los ciudadanos; aun así, el número de estos últimos varió, según las épocas, entre 30 mil y 60 mil, mientras que en el ágora no cabían muchos más de los 6 mil que constituían el quórum de la asamblea. Por otra parte, existían paralelamente instituciones representativas, si bien sus miembros eran elegidos al azar y por períodos que no superaban el año. (Los atenienses no consideraban democrático el voto pues, decían, era un método que favorecía inevitablemente a los ricos, a los de buena cuna y a los exitosos). En todo caso -y por aleccionadoras que sean también sus limitaciones- , la polis ateniense queda como uno de los máximos ejemplos conocidos de gobierno del pueblo y sigue siendo válido adoptarla como punto de referencia de esta perspectiva.

Pero la Grecia antigua nos proporciona además un antecedente admitidamente rudimentario de eso que denomino, en forma genérica, el gobierno de los políticos, por más que esto ocurriese en un contexto que no era ni pretendía ser democrático. Es que, en Esparta, el poder estaba en manos de una elite pero los miembros del Consejo de la ciudad eran nombrados mediante un procedimiento que anticipaba en laguna medida lo que después sería la elección de representantes a través del sufragio en muchas democracias modernas. Los candidatos desfilaban ante los ciudadanos reunidos en asamblea (cuyo número total no pasó nunca de unos 9 mil) y éstos los vivaban o no según sus preferencias. En un recinto adyacente, evaluadores imparciales registraban en tabletas escritas la intensidad de los aplausos y de los gritos que recibían los postulantes y por este método (que Aristóteles consideraba decididamente infantil pero nos es menos remoto de lo que aparenta) determinaban quiénes eran los ganadores.

Atenas y Esparta, entonces, puntos de arranque simbólicos de dos grandes visiones que, en ciertas épocas y lugares, promovieron la formación de familias distintas. Sin embargo, en este siglo, y especialmente desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, ambas han terminado por confluir en una sola gran familia, la de las democracias occidentales, pese a que la convivencia entre esas perspectivas no siempre haya sido, ni sea, pacífica o armoniosa. Por ello, debido a razones de espacio pero sin mayor daño a mis propósitos, haré comenzar en los años cuarenta del siglo XX el recorrido que las páginas que siguen se ocuparán de registrar.

Datan de ese momento dos elaboraciones fundamentales de una y otra corriente que, explícitamente o no, han

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