El Amor De Un Conde
u71114314 de Noviembre de 2014
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Boda Indeseada
(The Unwanted Wedding)
A Honora le resultaba imposible apartar la mirada de los ojos del duque, mientras él observaba que el color subía a sus mejillas, y pensó que era lo más hermoso que había visto en su vida.
—Te amo, amor mío, pero temía decírtelo y provocar tu temor.
—Ya... no... temo —respondió Honora—. ¡Te amo! Pero no... sabía... que el amor... fuera así.
—¿Cómo? —preguntó el duque con sus labios muy próximos a los de ella.
—Es parte de la luz del sol... la música... la belleza de las flores y los árboles,.. y por supuesto... del cielo.
Los labios de él apresaron los de ella y el duque comprendió que esa suavidad, esa dulzura e inocencia, era algo que jamás había soñado encontrar....
Capítulo 1
LAS velas del salón del Palacio de Buckingham no brillaban tanto como los diamantes que lucían las damas que bailaban en él.
Con sus tiaras, brazaletes y collares, formaban una deslumbrante escena cuando giraban al compás de un vals vienés,
La reina, a pesar de que ya tenía tres hijos, bailaba con entusiasmo y la radiante mirada de sus ojos proclamaba su felicidad.
Desde su boda con el solemne y pomposo Príncipe Alberto, que le había robado el corazón, no había podido dedicarse a su amor por el baile tanto como antes.
Pero esa noche aun él parecía contagiado de la alegría de la música, que en algunos momentos resultaba difícil de escuchar por sobre la charla de los invitados.
Sólo un hombre parecía un tanto aburrido y observaba con expresión cínica a los bailarines. Sin embargo, los ojos de casi todas las mujeres presentes se volvían hacia él.
El Duque de Tynemouth no sólo era de tan elevada estatura que prácticamente resultaba imposible no notarlo aun en medio de una multitud, sino que además era en extremo apuesto y poseía una atracción irresistible.
Esa noche, con la Orden de la Jarretera sobre su pecho y las numerosas condecoraciones, muchas de ellas obtenidas por su gran valor, parecía un príncipe, o más bien todo un rey, mientras cumplía sus obligaciones de Lord Acompañante de Su Majestad, la reina.
No era un misterio para nadie que a la reina le agradaba rodearse de hombres apuestos.
Así como en la época de su ascenso al trono había estado entusiasmada con el encantador y atractivo Lord Melbourne, los murmuradores opinaban que, a pesar de su devoción por el Príncipe Alberto, ahora deseaba que el duque fuera su asiduo acompañante.
Esa noche hasta había bailado con él, favor que no pasó inadvertido para el resto de los cortesanos, aun cuando la mayoría de ellos sabía bien que para el duque eso no constituía precisamente un placer.
A él le disgustaba bailar y las damas que habían disfrutado de su veleidoso afecto sólo en contadas ocasiones habían logrado persuadirlo de que fuera su pareja en la pista.
En cuanto el baile terminó, el duque se dirigió hacia una esquina del salón y comenzó a charlar con un general que se quejaba de forma elocuente de los recortes del presupuesto para el ejército.
Por lo tanto, con alivio, el duque advirtió que la Condesa de Langstone se dirigía hacia ellos.
Era una de las mujeres más bellas de Inglaterra y esa noche, pensó el, duque, había excedido su propia reputación porque estaba más hermosa que nunca.
La amplia falda de su vestido hacía resaltar la esbeltez de su cintura y el corpiño de encaje bordado con diamantina tenía un escote casi exagerado para mostrar la perfección de sus blancos hombros.
Para asegurarse de que se fijaran en ellos, lucía un collar de enormes esmeraldas que resplandecían con el mismo misterio y encanto que sus ojos.
Cuando se detuvo junto a él, el duque recordó que unas pocas noches antes le había dicho que era como un tigre en la oscuridad, comparación muy adecuada para la fiereza de su romance y la forma en que la condesa lo había perseguido.
Durante algún tiempo había logrado evadirla, aunque no porque no la admirara. En realidad era imposible no percibir su magnetismo, pero no deseaba comprometerse con la esposa de un hombre a quien veía con mucha frecuencia, de hecho casi todos los días, en el Palacio de Buckingham.
El Conde de Langstone era Lord Chambelán y aunque al duque le parecía bastante aburrido y casi tan autoritario como el Príncipe Alberto, no deseaba contrariarlo.
Pero una vez que la condesa ponía los ojos en un hombre a éste le resultaba difícil ignorarlo y como era muy persistente, el duque terminó por sucumbir.
No lo lamentaba, pero insistía en que debían ser muy discretos.
Se percataba de que, con la reputación de él y la belleza de ella, era imposible que los chismosos no los observaran con ojos de halcón.
—Por amor de Dios, Aline —le había dicho la semana anterior—, no hables conmigo en público. ¡Esas chismosas no pierden detalle!
—Lo sé —contestó con petulancia—. Me detestan, pero si sospechan lo que significamos el uno para el otro, no es culpa mía.
—No importa de quién sea la culpa. El resultado será el mismo: se las arreglarán para hacerlo llegar a oídos de la reina y ya sabes cuál será su reacción.
—¡ Vaya si lo sé! —contestó cortante Aline—. Y George a veces es muy celoso.
De nuevo, el dique había pensado que había sido un error envolverse con la condesa. Pero ya era demasiado tarde. No podía retroceder y si era sincero, tampoco deseaba hacerlo.
Jamás había conocido a una mujer tan insaciable y, a la vez, capaz de mostrarse encantadora en cada ocasión y de mil maneras diferentes.
Se sentía divertido y fascinado por una nueva Circe, aunque antes había pensado con cinismo que todas las mujeres eran iguales.
Y si él se sentía intrigado por Aline Langstone, ella, a su vez, para su propia sorpresa, se había descubierto enamorada con locura de él.
Nunca había tenido un amante más ardiente y con su gran experiencia, esto era, sin duda, un gran cumplido para el duque.
A decir verdad, el duque lo merecía, ya que solía poner un interés especial en sus relaciones con las mujeres y el arte del amor. Cuando lo pensaba, le parecía que se debía a que se dedicaba a ellas con tanta pasión como a los caballos.
Jamás montaba un caballo sin saber todo acerca del animal, desde su linaje hasta sus preferencias especiales, mañas y las cosas que le disgustaban.
Con las mujeres era igual y se tomaba el trabajo de descubrir qué les agradaba, qué las hacía felices y cómo brindarles la mayor satisfacción.
“!Te amo, te amo!” le habían dicho numerosas mujeres millares de veces.
Pero ahora, con el ceño fruncido, pensaba que era una indiscreción de Aline dirigirse a él ante una concurrencia tan numerosa.
Parecía realmente interesada en lo que decía el general, pero él advertía que tenía plena consciencia de su presencia y de su cercanía.
Entonces una dama se acercó y distrajo la atención del general.
—Sir Alexander, lo buscaba —le reprochó—. Prometió acompañarme a cenar y si no vamos ahora después será difícil encontrar un buen lugar.
—Le pido disculpas por haberla hecho esperar, querida—respondió el general y le ofreció el brazo.
En cuanto se alejaron un poco, la condesa se volvió con rapidez hacia el duque.
—Tengo que verte, Ulric.
El estaba apunto de protestar por su indiscreción, cuando el tono urgente de su voz le hizo, preguntar:
—¿Sucede algo malo?
—No puedo decírtelo aquí, pero ven mañana a tomar el té. Te juro que es importante.
—No me parece conveniente —contestó él casi en un susurro,
—Es la única forma en que podemos hablar. Es un asunto de vital importancia para ti.
El duque la miró con sorpresa.
Y como si ella considerara esa mirada como una afirmación, se volvió para saludar a unos amigos que acababan de entrar en el salón.
Irritado, el duque pensó que lo mejor sería no ir a la casa de los Langstone y esperar a otra ocasión para enterarse de lo que ella tenía que decirle.
Durante el fin de semana los dos formarían parte de un grupo de invitados a la mansión de un amigo mutuo y sabía que si eran inteligentes tendrían ocasión de hablar sin que nadie los escuchara y hasta podrían besarse sin ser observados.
Pero como hasta el momento Aline había sido, cuidadosa y discreta, no pudo evitar la idea de que tal vez lo que tenía que decirle fuera realmente importante.
Sin embargo, con cinismo recordó con qué frecuencia “algo importante” para una mujer era sólo el deseo de estar en sus brazos y sentir sus labios sobre los de ella.
Y por atractiva que, fuera la condesa, él no tenía intenciones de provocar ningún escándalo.
La reina exigía un alto grado de moralidad a todos los que estaban a su servicio en palacio.
Con frecuencia, el duque pensaba con amargura que había nacido en una época equivocada y que la vida le habría sido mucho más sencilla y placentera bajo el reinado del tío de la reina, el finado Jorge IV.
Entonces las indiscreciones eran moneda corriente en la corte y quien aparentaba demasiada seriedad causaba sorpresa.
Sin embargo la reina, desde que ascendiera al trono cuando aún era una inocente jovencita, se mostró muy exigente en todo lo relativo a la moralidad.
Y ahora el Príncipe Alberto, con su estricta conformación alemana y moral luterana, hacía las cosas aún más difíciles para los jóvenes atractivos como el duque.
— ¡Demonios!
...