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El Aroma De La Amistad


Enviado por   •  18 de Septiembre de 2013  •  971 Palabras (4 Páginas)  •  242 Visitas

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El aroma de la amistad

La instrucción continuó.

Durante las semanas siguientes y el verano, la clase de medianoche comenzaba después de las pesadillas. Liesel mojó la cama en dos ocasiones más, pero Hans Hubermann se limitó a repetir su heroica colada, y luego se puso manos a la obra con la lectura, el garabateado y el repaso. A altas horas de la noche, los susurros eran escandalosos.

Un jueves, hacia las tres del mediodía, Rosa le dijo a Liesel que se preparara para acompañarla a entregar la ropa planchada. Sin embargo, Hans tenía otros planes.

—Lo siento, mamá, pero hoy no puede acompañarte —repuso el padre, entrando en la cocina.

Rosa ni se molestó en apartar la vista de la bolsa de la colada.

—¿Y a ti quién te ha preguntado, Arschloch? Vamos, Liesel.

—Tiene que leer —insistió. Hans dedicó a Liesel una sonrisa resuelta y un guiño—. Conmigo. Le estoy enseñando. Vamos a ir al Amper, río arriba, donde suelo ensayar con el acordeón.

Ahora sí había captado su atención.

Rosa dejó la colada sobre la mesa y adoptó el grado conveniente de cinismo.

—¿Qué has dicho?

—Creo que ya me has oído, Rosa.

Rosa rió.

—¿Qué diablos vas a enseñarle tú? —Una sonrisa de cartulina. Un gancho directo de palabras—. Como si tú leyeras tan bien, Saukerl.

La cocina estaba a la expectativa. Hans lanzó un contragolpe.

—Ya llevaremos nosotros la plancha.

—Serás... —Se contuvo. Las palabras se agolparon en su boca mientras consideraba la situación—. Volved antes de que oscurezca.

—No podemos leer en la oscuridad, mamá —intervino Liesel.

—¿Qué has dicho, Saumensch?

—Nada, mamá.

Hans sonrió de oreja a oreja a la niña.

—El libro, la lija, el lapicero —ordenó— ¡y el acordeón! —gritó cuando ya había salido de la cocina.

Al cabo de unos minutos estaban en Himmelstrasse con las palabras, la música y la colada.

A medida que se acercaban a la tienda de frau Diller, iban volviendo la cabeza para ver si Rosa seguía vigilándolos junto a la cancela. Allí estaba.

—¡Liesel, lleva derecha esa ropa planchada! —le avisó desde lejos—. ¡No me la vayas a arrugar!

—¡Sí, mamá!

Unos pasos después:

—Liesel, ¿no vas a tener frío?

—¿Qué dices?

—¡Saumensch dreckiges, tú nunca oyes nada! Que si no vas a tener frío. ¡Puede que luego refresque!

Al volver la esquina, Hans se agachó para atarse un zapato.

—Liesel, ¿te importaría liarme un cigarrillo? —le pidió.

Nada podría haberla hecho más feliz.

Una vez que entregaron la ropa planchada, se dirigieron hacia el río Amper, que bordeaba la ciudad y seguía su camino en dirección a Dachau, el campo de concentración.

Había un puente de tablones.

Se sentaron sobre la hierba a unos treinta metros del puente, escribieron las palabras y las leyeron en voz alta, y cuando empezó a oscurecer Hans sacó el acordeón. Liesel

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