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El Reino De Este Mundo


Enviado por   •  24 de Mayo de 2015  •  27.775 Palabras (112 Páginas)  •  251 Visitas

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EL REINO DE ESTE MUNDO

I

DEMONIO

Licencia de entrar demando.

PROVIDENCIA

¿Quién es?

DEMONIO

El rey de Occidente.

PROVIDENCIA

Ya se quién eres, maldito. Entra.

(Entra ahora).

DEMONIO

¡Oh tribunal bendito, Providencia eternamente! ¿Dónde envías a Colón para renovar mis daños? ¿No sabes que ha muchos años que tengo allí posesión?

LOPE DE VEGA

1 LAS CABEZAS DE CERA

Entre los veinte garañones traídos al Cabo Francés por el capitán de barco que andaba de media madrina con un criador normando, Ti Noel había elegido sin vacilación aquel semental cuadralbo, de grupa redonda, bueno para la remonta de yeguas que parían potros cada vez más pequeños. Monsieur Lenormand de Mezy, conocedor de la pericia del esclavo en materia de caballos, sin reconsiderar el fallo, había pagado en sonantes luises. Después de hacerle una cabezada con sogas, Tí Noel se gozaba de todo el ancho de la sólida bestia moteada, sintiendo en sus muslos la enjabonadura de un sudor que pronto era espuma ácida sobre la espesa pelambre percherona. Siguiendo al amo, que jineteaba un alazán de patas más livianas, había atravesado el barrio de la gente marítima, con sus almacenes olientes a salmuera, sus lonas atiesadas por la humedad, sus galletas que habría que romper con el puño, antes de desembarcar en la Calle Mayor, tornasolada, en esa hora mañanera, por los pañuelos a cuadros de colores vivos de las negras domésticas que volvían del mercado. El paso de la carroza del gobernador, recargada de rocallas doradas, desprendió un amplio saludo a Monsieur Lenormand de Mezy. Luego, el colono y el esclavo amarraron sus cabalgaduras frente a la frente a la tienda del peluquero que recibía La Gaceta de Leyde para solaz de sus parroquianos cultos.

Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse, en un remanso de bucles, sobre el tapete encarnado. Aquellas cabezas parecían tan reales —aunque tan muertas, por la fijeza de los ojos— como la cabeza parlante que un charlatán de paso había traído al Cabo, años atrás, para ayudarlo a vender un elixir contra el dolor de muelas y el reumatismo. Por una graciosa casualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua, que tenían la misma calidad cerosa, como adormecidas entre rabos escarlatas, patas en gelatina, y ollas que contenían tripas guisadas a la moda de Caen. Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se adornaba a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un banquete, un cocinero experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus mejor acondicionadas pelucas. No les faltaba más que una orla de hojas de lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis. Por lo demás, los potes de espuma arábiga, las botellas de agua de lavanda y las cajas de polvos de arroz, vecinas de las cazuelas de mondongo y de las bandejas de riñones, completaban, con singulares coincidencias de frascos y recipientes, aquel cuadro de un abominable convite.

Había abundancia de cabezas aquella mañana, ya que, al lado de la tripería, el librero había colgado de un alambre, con grapas de lavandera, las últimas estampas recibidas de París. En cuatro de ellas, por lo menos, ostentábase el rostro del rey de Francia, en marco de soles, espadas y laureles. Pero había otras muchas cabezas empelucadas, que eran probablemente las de altos personajes de la Corte. Los guerreros eran identifícables por sus ademanes de partir al asalto. Los magistrados, por su ceño de meter miedo. Los ingenios, porque sonreían sobre dos plumas aspadas en lo alto de versos que nada decían a Ti Noel, pues los esclavos no entendían de letras. También había grabados en colores, de una factura más ligera, en que se veían los fuegos artificiales dados para festejar la toma de una ciudad, bailables con médicos armados de grandes jeringas, una partida de gallina ciega en un parque, jóvenes libertinos hundiendo la mano en el escote de una camarista, o la inevitable astucia del amante recostado en el césped, que descubre, arrobado, los íntimos escorzos de la dama que se mece inocentemente en un columpio. Pero Ti Noel fue atraído, en aquel momento por un grabado en cobre, último de la serie. que se diferenciaba de los demás por el asunto y la ejecución. Representaba algo así como un almirante o un embajador francés recibido por un negro rodeado de plumas y sentado sobre un trono adornado de figuras de monos y de lagartos.

– ¿Qué gente es ésta? —preguntó atrevidamente al librero, que encendía una larga pipa de barro en el umbral de su tienda.

– —Ese es un rey de tu país.

No hubiera sido necesaria la confirmación de lo que ya pensaba, porque el joven esclavo había recordado, de pronto, aquellos relatos que Mackandal salmodiaba en el molino de cañas, en horas en que el caballo más viejo de la hacienda de Lenormand de Mezy hacía girar los cilindros. Con voz fingidamente cansada para preparar mejor ciertos remates, el mandinga solía referir hechos que habían ocurrido en los grandes reinos de Popo, de Arada, de los Nagós, de los Fulas. Hablaba de vastas migraciones de pueblos, de guerras seculares, de prodigiosas batallas en que los animales habían ayudado a los hombres. Conocía la historia de Adonhueso, del Rey de Angola, del Rey Da, encarnación de la Serpiente, que es eterno principio, nunca acabar, y que se holgaba místicamente con una reina que era el Arco Iris, señora del agua y de todo parto. Pero sobre todo se hacia prolijo con la gesta de Kankán Muza, el fiero Muza, hacedor del invencible imperio de los mandinga, cuyos caballos se adornaban con monedas de plata y gualdrapas bordadas, y relinchaban más arriba del fragor de los hierros, llevando el trueno en los parches de dos tambores colgados de la cruz. Aquellos reyes, además, cargaban con la lanza a la cabeza de sus hordas, hechos invulnerables por la ciencia de los Preparadores, y sólo caían heridos si de alguna manera hubieran ofendido

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