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El Ser Humano

ekala2328 de Enero de 2013

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Por

William Ospina*

A la memoria de

Héctor Abad Gómez,

Luis Fernando Vélez Vélez,

Leonardo Betancur

y Pedro Luis Valencia

Revista Debates UdeA. Edicion No. 47. Mayo Agosto 2007.

“Qué obra maestra es el hombre! –dicen al comienzo de la obra los labios de Hamlet– Cuán noble por su razón! Cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos, cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, qué parecido a un ángel! En su inteligencia, qué semejante a un dios! La maravilla del mundo! El arquetipo de los seres!” Esta frase basta para que percibamos la imagen que el hombre tuvo de sí mismo a partir del Renacimiento europeo. Hamlet describe a todo ser humano como si estuviera describiendo a Leonardo da Vinci o a León Batista Alberti, los más altos ejemplares de nuestra especie que pudo mostrar aquella época. La razón, los talentos, la forma, los movimientos, las acciones, todo hacía de nosotros la expresión superior de la naturaleza y la más alta forma de existencia. No es que no hubiera por entonces monstruos entre los hombres. La misma Italia de Leonardo fue la de César Borgia, tenebroso asesino; la misma época fue la de los conquistadores de América, brutales genocidas, la de los funcionarios de la Santa Inquisición, devotos depravados.

Pero con el espíritu renovador habíamos llegado a un alto aprecio de nuestra condición humana. A la plenitud de la idea de individuo, madurada por las meditaciones de Descartes, por las imaginaciones de Francis Bacon y de Tomás Moro, por el arte del retrato, se añadirían con el tiempo la invención de la novela, el ejemplar diálogo leal y persistente entre dos seres casi incompatibles, los personajes de Cervantes, y la galería de criaturas de Shakespeare, que parece abarcar y fijar todo el espectro de lo humano.

Qué sobrecogedor es evocar después el siglo XVIII europeo, del que salió casi todo lo que somos hoy en occidente. Ese siglo que esplende y se envanece bajo la inteligencia de Luis XIV, que investiga y se aplica a la innovación con Pedro el grande, que concibe en el arduo latín de Swedenborg, el ingeniero que hablaba con los ángeles, una ética aliada con la estética, que arrebata con Franklin el rayo a los cielos, que traza con Montesquieu el plano inteligible del estado democrático, que pretende abarcar con Bouffon la temporalidad de la naturaleza, que examina con Condillac el origen de los conocimientos humanos, que compara en la prosa espléndida de Voltaire la diversidad de las culturas y zahiere los dogmas, que discurre con Fontenelle sobre la pluralidad de los mundos, que traza en la obra de Gibbon todo un modelo de análisis panorámico de las épocas en el fresco desmesurado de la Decadencia de Roma, que convierte las matemáticas en sentimiento en los ríos de Bach, que lleva con Tiépolo la perspectiva hasta los altos pozos del cielo, que recorre con Casanova toda la escala de las clases sociales, que abarca con Johnson todos los matices de la gramática y de la moral de su cultura, que entrega el alma por el conocimiento en la ávida obra de Goethe, que siente ebullir la rebelión de los pueblos en los versos de Schiller, que piensa con pinceles en Goya, que llena de luz el universo con el pensamiento de Inmanuel Kant, que diviniza la naturaleza en la obra de Rousseau, que enlaza la razón con la inspiración en la obra de Novalis y que avizora los infiernos y los cielos del porvenir en los cantos proféticos de Hölderlin.

Ese siglo logró cumplir la gran sustitución histórica: el cosmopolitismo, el debate, la crítica y la pasión por la instrucción eran las puntas de lanza de la burguesía comercial e industrial expansiva, en ascenso, combativa e innovadora, contra el localismo, el dogmatismo, el autoritarismo y la pasión por el adoctrinamiento que caracterizaban a la nobleza agrícola arraigada, imperiosa, tradicionalista y repetitiva. Y el gran instrumento de esa rebelión fue la Enciclopedia, esos 17 volúmenes a medias clandestinos que Diderot y D’alambert desarrollaron a partir del árbol de los conocimientos humanos de Francis Bacon y del Discurso del Método de Descartes. Todo venía allí: el paso de las monarquías a las constituciones, la comparación entre las distintas civilizaciones, la lucha contra la inquisición y el esclavismo, la crítica de la fe y de las iglesias, el nuevo culto de la instrucción contra las inercias de la doctrina, la exaltación de la Naturaleza en gran paradigma del orden, la formulación de la felicidad terrena como gran objetivo de la especie, y la exaltación del progreso como el camino ideal para la consecución de ese objetivo. No es de extrañar que concluido el trabajo básico de la Enciclopedia en 1775 sólo haya tardado 14 años en desencadenarse la Revolución. La Revolución política era apenas una consecuencia de la tremenda, de la desmesurada Revolución del espíritu que acababan de vivir las naciones. Y los Diez Mandamientos de Moisés, antiquísima declaración de deberes, fue sustituida por la Declaración del Buen Pueblo de Virginia, por la novísima Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el instrumento fundamental en la búsqueda de la República. Fue preciso para ello que los grandes rebeldes se propusieran arrebatar a las sociedades a la inercia de las repeticiones históricas e imponerle unos rumbos trazados por la voluntad humana. No es casual que en el siglo de la Ilustración y de la Revolución, Voltaire haya acuñado finalmente el término optimismo para describir a quienes seguían mirando al hombre como la maravilla de los seres.

Las preocupaciones de la humanidad han cambiado dramáticamente en los últimos tiempos. Bastó un siglo para que Mark Twain pronunciara aquella frase abrumadora que Borges todavía repetía en las discusiones con los antisemitas: “Yo no pregunto de dónde es un hombre ni cuál es su religión ni su raza. Me basta con que sea un ser humano. Nadie puede ser nada peor”. El siglo XIX nos dejó sembrado el ideal del progreso, pero el siglo XX, casi desde sus inicios, nos puso a dudar de las virtudes de ese progreso científico y tecnológico. Con respecto al modelo político, Carlyle llamó a la democracia “El caos provisto de urnas electorales”, y en muchos lugares del mundo, incluidos algunos de nuestros países latinoamericanos la descripción es exacta. Borges la llamó “ese curioso abuso de la estadística” y es difícil estar en desacuerdo. El crecimiento irrestricto de las ciudades, que ha llevado al mundo a tener hoy varias megalópolis de más de 20 millones de habitantes y centenares de ciudades de varios millones, nos ha reformulado muchas preguntas, no sólo sobre la cultura y la política, sino sobre nuestra relación con la naturaleza. El auge avasallador del espíritu de lucro y el cumplimiento del anuncio de Marx según el cual todo tendería a convertirse en mercancía, nos formula preguntas nuevas y cada vez más urgentes sobre el dinero, sobre el trueque, sobre la gratuidad, y sobre un cúmulo de viejas virtudes olvidadas como la solidaridad y la generosidad. Hay pueblos que se resisten a la idea de que todo deba tener un precio, hay quien argumenta que la especie humana perecerá si no es capaz de recuperar las virtudes de dadivosidad, de la hospitalidad y de la gratuidad.

Tal vez el mejor ejemplo que podemos poner es el de las simientes. Como se sabe la principal característica de la naturaleza es su prodigalidad: la naturaleza derrocha el polen, derrocha las semillas, derrocha el semen, porque su principal propósito es evidentemente la perpetuación y la multiplicación de la vida. El hombre ha sido capaz de llevar su tremendo poder científico y tecnológico hasta el diminuto corazón de las semillas, donde está oculto el secreto, ha sido capaz de alterarlas con el fin de potenciar la productividad y de mejorar, desde su perspectiva parcial, las especies, pero en el fondo lo que quiere es hacerse dueño del secreto de la reproducción y la multiplicación de los bienes de la tierra, ponerles un precio, y para poder traficar con ellos amparado en los derechos ilimitados del conocimiento y escudado por la lógica de las patentes. El debate sobre la modificación del patrimonio genético de las especies nos compete a todos y debería ser más amplio, pero lo que aquí nos encontramos es una dramática disparidad en el acceso a la información y al conocimiento, que hace que las conquistas de la ciencia y de la industria caigan en manos de los traficantes mucho antes de ser debatidas por la humanidad. La privatización de los tesoros de la naturaleza, la oposición de un cálculo mezquino a la divina prodigalidad del mundo, es lo más parecido a un pecado que yo puedo concebir en nuestra época. Y tendría que encontrar alguna oposición y algún límite, incluso en términos jurídicos.

Ello nos lleva a plantearnos el tema de las limitaciones de la democracia. Cuando ésta fue concebida, en la Grecia clásica, se pensaba que era compatible con fenómenos como la esclavitud. En realidad Grecia no vivió jamás una democracia sino apenas una oligocracia, o una aristocracia; y el país que más proclamó el imperio de la igualdad en occidente, los Estados Unidos de América, llamó democracia inicialmente sólo a una etnocracia que toleraba en su seno una esclavitud más alarmante que la griega. Pues en Grecia ser esclavo era un accidente, era fruto de una derrota en la guerra, en tanto que en América desde el siglo XVI ser esclavo era una condena fatal debida al origen y a la raza. Muchos esfuerzos se han hecho en la historia por hacer a la democracia más verosímil, por ampliarla a las minorías étnicas, religiosas, sexuales, pero la entronización del poder económico como principal factor en la lucha política, y la escandalosa

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