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Ensayo Sobre La Ceguera

ladymoon13 de Septiembre de 2013

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José Saramago (1922) - Es uno de los novelistas portugueses modernos más

conocidos y apreciados en el mundo entero. En España la publicación en 1985 de

El año de la muerte de Ricardo Reís es el inicio de un éxito que ha ido creciendo

con cada novela. Otros títulos importantes son: Manual de pintura y caligrafía

(1977), Alzado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), La balsa de piedra

(1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991).

Vive actualmente -en Lanzarote, desde donde participa activamente en la vida

cultural española.

Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el

primer casó de una «ceguera blanca» que se expande de manera fulminante.

Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que

enfrentarse con lo que existe de más primitivo en la naturaleza humana: la

voluntad de sobrevivir a cualquier precio.

Ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre «la

responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». José Saramago traza

en este libro una imagen aterradora -y conmovedora- de los tiempos sombríos que

estamos viviendo, a la vera de un nuevo milenio. En un mundo así, ¿cabrá alguna

esperanza? El lector conocerá una experiencia imaginativa única. En un punto

donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a parar, cerrar

los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos propuestas

fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la ética del

amor y la solidaridad. « Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa

es lo que somos», declara uno de los personajes. Dicho con otras palabras: tal

vez el deseó más profundo del ser humano sea poder darse a sí mismo, un día, el

nombre que le falta.

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,

dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el

indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.

La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas

pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca

menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores,

impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los

coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos

nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya

de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los

automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien

sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada

por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios

sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de

los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la

expresión común.

Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron

bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían

arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un

problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se

le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el

sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito

eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina,

no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones

que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado

braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan

frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada,

dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.

Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está

dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve

que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una

palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando

alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.

Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen

sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca,

compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la

cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que

cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños

cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del

cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un

semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación

mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar,

tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos.

Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios,

dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos

transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá

atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo

que creían un accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un

guardabarros abollado, nada que justificara tanta confusión. Llamen a

la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor,

que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios

opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre

hombre al hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo

quería que lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía,

Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una

voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos

aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo

conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron

murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo,

Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse

en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de

seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame

dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del coche acechaban

caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos ante

los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una

niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la

ceguera no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo

lo veo todo blanco, A lo mejor tiene razón la mujer, será cosa de

nervios, los nervios son el diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una

desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo

tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como

si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una

dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro

respondió, Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana

por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir

a mí, cuando salí esta mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué

no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro,

Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no

sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.

Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las

aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no

encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a

buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era

tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba

a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la

angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del

cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo

que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que

se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le

agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso,

como si estuviera nadando en aquello que había llamado un mar de

leche, pero cuando se le abría la boca a punto de lanzar un grito de

socorro, en el último momento la mano del otro le tocó suavemente el

brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio, el

ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía

tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos

llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó,

Hay alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego

respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que

yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es

nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego

así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas,

nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas

miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan

...

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