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LA MAQUINA PRECURSORA

DUMANYOMAR28 de Febrero de 2013

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LA MÁQUINA PRESERVADORA

LA MÁQUINA PRESERVADORA

(The preserving machine). Fantasy & Scíence Fiction, junio de 1953.

Philip K. Dick

Y pensó también que de estas importantes cosas bellas, la que más rápidamente se olvidaría sería la música.

Ciertamente que la música es lo más perecedero, frágil y delicado; y puede ser rápidamente destruida.

Labyrinth se preocupaba mucho. Amaba la música y no podía acostumbrarse a que un día no existieran Brahms ni Mozart, que no se pudiera disfrutar de la música de cámara, suave y refinada, que hace pensar en las pelucas, en los arcos frotados con resma, en las velas que se derretían en la semioscuridad.

El mundo sería seco y lamentable sin la música. Árido e inaguantable. De esta forma comenzó a concebir la idea de la Máquina Preservadora.

Una noche, sentado cómodamente en su butaca escuchando el suave sonido de su tocadiscos, se le presentó una extraña visión. Vio, con los ojos de la mente, la última copia de un trío de Schubert, estropeada y casi ilegible, abandonada en un lugar oscuro, probablemente un museo.

Un bombardero sobrevolaba. Las bombas caían, convirtiendo al edificio en ruinas, derrumbando las paredes, que se desmoronaban, dejando sólo escombros. En el desastre, la última copia desaparecía perdida entre las ruinas, para pudrirse y desaparecer.

Y luego, siempre en la imaginación de Doc Labyrinth, observó cómo la partitura surgía de entre las ruinas como lo haría un animal enterrado, con garras y dientes aguzados, con furiosa energía.

—¡Ah, si la música pudiera tener esa facultad, el instinto de supervivencia de ciertos insectos y otros animales! ¡Cómo cambiarían las cosas si la música se pudiera transformar en seres vivos, animales con garras y dientes! Entonces podría sobrevivir.

Si sólo se pudiera inventar una Máquina, una Máquina que procesara las partituras musicales, convirtiéndolas en cosas vivas.

Pero Doc Labyrinth no era mecánico. Logró unos pocos bosquejos aproximativos que envió a varios laboratorios de investigación. La mayoría estaban demasiado atareados con los contratos para el ejército, por supuesto. Pero al fin logró algo de lo que deseaba. Una pequeña universidad del Medio Oeste quedó encantada con sus planes e inmediatamente comenzaron a trabajar en la construcción de la Máquina.

Las semanas pasaron. Al fin Labyrinth recibió una postal de la universidad. La Máquina estaba saliendo bien. La habían probado haciendo procesar dos canciones populares. ¿Cuáles fueron los resultados? Surgieron dos pequeños animales, del tamaño de ratones, que corrieron por el laboratorio hasta que el gato se los comió. Pero la Máquina había trabajado a la perfección.

Se la enviaron poco después, cuidadosamente embalada en un armazón de madera, sujeta con alambres y con un seguro que cubría todos los riesgos.

Estaba muy nervioso cuando comenzó a trabajar, quitándole las tablillas. Muchas ideas debieron de haber pasado por su mente cuando ajustó los controles y se preparó para la primera transformación. Había seleccionado una partitura maravillosa para comenzar, la del Quinteto en sol menor, de Mozart.

Durante un rato estuvo hojeándola, absorto en sus pensamientos. Luego se dirigió a la Máquina y la echó dentro.

Pasó el tiempo. Labyrinth se mantuvo parado muy cerca, esperando nervioso y aprensivo, sin saber qué seria lo que hallaría al abrir el compartimiento. Estaba realizando una gran labor, según su idea, al preservar la música de los grandes compositores para la eternidad. ¿Cómo sería gratificado? ¿Qué hallaría? ¿Qué forma adoptaría esto antes de que todo hubiera pasado?

Muchas preguntas no tenían aún respuesta. Mientras meditaba, la luz roja de la Máquina centelleaba. El proceso había concluido, la transformación se había efectuado. Abrió la portezuela.

—¡Dios mío! —fue su exclamación— ¡Esto es verdaderamente extraño!

De la máquina salió un pájaro, no un animal. El pájaro mozart era pequeño, bello y esbelto, con el magnífico plumaje de un pavo real. Voló un poco alrededor del cuarto y se volvió hacia él, curiosamente amistoso. Temblando, Labyrinth se inclinó, extendiendo la mano. El pájaro mozart se acercó. Entonces, súbitamente, remontó el vuelo.

—Sorprendente —murmuró. Llamó dulcemente al pájaro, esperando pacientemente hasta que revoloteó hasta él. Labyrinth lo acarició durante un largo rato.

¿Cómo sería el resto? No podía adivinarlo. Cuidadosamente levantó al pájaro mozart y lo colocó en una caja.

Al día siguiente se sorprendió aún más al ver salir al escarabajo beethoven, serio y digno. Era el escarabajo que había visto trepar por la manta, concienzudo y reservado, ocupado en sus cosas.

Después vino el animal schubert. Era un animalito tontuelo y adolescente, que iba de uno a otro lado, manso y juguetón.

Labyrinth interrumpió su trabajo para dedicarse a pensar.

¿Cuáles eran los factores de la supervivencia? ¿Eran las plumas mejores que las garras y los dientes? Labyrinth estaba sumamente asombrado. Había esperado obtener un ejército de criaturas recias y peleadoras, equipadas con garras y duros carapachos, listas a morder y patear. ¿Las cosas le estaban saliendo bien? Y, sin embargo, ¿quién podía decir que era lo mejor para la supervivencia? Los dinosaurios habían sido poderosos, pero ninguno estaba vivo.

De todas formas, la Máquina se había construido. Era demasiado tarde para plantearse otros problemas.

Labyrinth prosiguió dándole a la Máquina la música de muchos compositores, uno tras otro, hasta que los bosques que se hallaban cerca de su casa se llenaron de criaturas que se arrastraban y balaban, gritando y haciendo todo tipo de ruidos.

Muchas rarezas fueron saliendo, criaturas todas que lo asombraron y llenaron de estupefacción. El insecto brahms tenía muchas patas que salían en todas direcciones; era un miriápodo grande y de forma aplanada. Bajo y achatado, estaba cubierto de una pelambre uniforme. Al insecto brahms le gustaba andar solo, y prontamente se alejó de su vista, preocupándose por eludir al animal Wagner, que había salido unos instantes antes.

Este era grande, y tenía muchos colores profundos. Parecía tener un humor de mil diablos, y Labyrinth se atemorizó un poco, tal como les sucedió a los insectos bach. Estos eran animalitos redondos, una gran cantidad de ellos, que se obtuvieron al procesar los cuarenta y ocho preludios y fugas. También estaba el pájaro stravinsky, compuesto por curiosos fragmentos, y muchos otros.

Los dejó sueltos, para que se acercaran a los bosques, y allí se fueron. saltando, brincando y rodando. Pero un extraño presentimiento de fracaso le atenazaba. Cada una de estas extrañas criaturas le maravillaba más y más. Parecía no tener ningún control sobre los resultados. Todo esto estaba fuera de su dominio, sujeto a alguna extraña e invisible ley que se había enseñoreado sutilmente de la situación, y esto le preocupaba sobremanera. Las criaturas mutaban a raíz de la acción de una extraña fuerza impersonal, fuerza que Labyrinth no podía ver ni comprender. Y que le daba mucho miedo.

Labyrinth dejó de hablar. Esperé un rato, pero no parecía tener deseos de continuar. Me volví a mirarlo. Me estaba contemplando en una forma extraña y melancólica.

—Realmente no sé mucho más. No he vuelto a ir allí desde hace mucho tiempo. Tengo miedo de ver lo que sucede en el bosque. Sé que está pasando algo, pero...

—¿Por qué no vamos juntos a ver qué pasa?

Sonrió aliviado.

—¿Realmente piensas así? Imaginé que tal vez lo sugerirías, puesto que todo me está comenzando a resultar demasiado duro de afrontar —echó a un lado la manta, sacudiéndose—. Vamos, entonces.

Bordeamos la casa, y seguimos un estrecho sendero que nos llevó hacia el bosque. Tenía un aspecto salvaje y caótico, con malezas demasiado crecidas y una vegetación que no había recibido cuidados en largo tiempo.

Labyrinth fue hacia adelante, apartando las ramas, saltando y retorciéndose para abrirse camino.

—¡Qué lugar! —comenté.

Seguimos andando durante un rato bastante largo. El bosque estaba oscuro y húmedo; ahora era casi la hora del crepúsculo y sobre nosotros caía una fina niebla que se desprendía de las hojas situadas sobre nuestras cabezas.

—Nadie viene aquí —El doctor se quedó súbitamente de pie, mirando a su alrededor. —Tal vez sea mejor que vayamos a buscar mi escopeta. No quiero que suceda nada irreparable.

—Pareces estar muy seguro de que las cosas han escapado a tu control —me llegué hasta donde estaba y nos quedamos parados hombro con hombro. —Tal vez las cosas no estén tan mal como piensas.

Labyrinth miró alrededor. Movió la hojarasca con su pie.

—Están cerca de nosotros, por todos lados. Observándonos. ¿No lo sientes?

Asentí, en forma casi casual.

—¿Qué es esto?

Levanté un extraño montículo, del cual se desprendían restos de hongos. Lo dejé caer y lo aparté con el pie. Quedó en el suelo, un montoncito informe y difícil de distinguir, casi enterrado en la tierra blanda.

—Pero, ¿qué es? —pregunté nuevamente. Labyrinth se quedó mirándolo, con una expresión tensa en el rostro.

Comenzó a golpearlo suavemente con el pie. Me sentí súbitamente incómodo.

—¿Qué es, por amor de Dios? —dije—. ¿Sabes tú?

Labyrinth volvió lentamente los ojos hacia mí.

—Es el animal schubert

...

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