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Mitos Y Leyendas


Enviado por   •  12 de Octubre de 2014  •  1.328 Palabras (6 Páginas)  •  249 Visitas

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Los niveles y rumbos sagrados purépecha.

Como todas las culturas indígenas de nuestro país, el universo purépecha tiene un orden: los mundos sagrados, donde transcurre el acontecer de las divinidades y de los humanos. Los purépecha pensaban que el universo estaba formado de tres planos: en la parte alta se encontraba el mundo de los dioses, el Aúandarhu, situado en el Cielo. En la parte media se encontraba situado el Echerendu, el mundo donde habitaban los seres humanos, que los dioses habían creado. En la parte inferior, estaba localizado el mundo de los muertos, llamado el Cumánchecuaro. Estos mundos constituían los espacios verticales.

Por su parte, los rumbos sagrados, o puntos cardinales, espacios horizontales del universo, eran cinco, cada uno custodiado por un dios. Así pues, El Oriente, el lugar por donde nacía el Sol, estaba resguardado por el dios Tirépeme-Quarencha; su color era el rojo. El Occidente, por donde el Sol se metía, se regía por Tirépeme-Turupten, y su color era el blanco. En el Norte se encontraba el dios Tirépeme-Xungápeti, asociado con el color amarillo y la dirección del solsticio de invierno. En el Sur reinaba Tirépeme-Caheri, relacionado con color negro, y la entrada al paraíso. Finalmente, la dirección Centro, custodiada por Tirépeme-Chupi, se identificaba con el azul, y era el sitio donde renacía el Sol.

Cada uno de los dioses constituía una advocación del dios Curicaveri, Gran Hoguera, dios del fuego, y se les consideraba a todos ellos hermanos. Los rumbos sagrados representaban un momento del paso del Sol en su recorrido diario. Curicaveri, dios principal del panteón purépecha, llevaba el cuerpo pintado de negro; la parte inferior de la cara, las uñas de los pies y de las manos de color amarillo.

Las Nubes que simbolizaban las cuatro direcciones del universo, fueron cuatro de las advocaciones de la diosa Cuerahuáperi, “desatar el vientre”, creadora de la vida y de la muerte, ellas llevaban a los hombres las lluvias que permitían la germinación de las plantas, la renovación de la naturaleza, pero también podían ser destructoras y dañarla cuando llevaban en sus vientres terribles aguaceros y granizo que destruían las cosechas de los hombres.

El pequeño Cristo se convierte en Sol.

Cuentan los abuelos hña hñu, “los que hablan la lengua nasal”, del Valle del Mezquital, Hidalgo, que hace muchos miles de años el mundo era absolutamente diferente al que conocemos ahora. El Sol no existía, las personas no conocían el maíz ni el agua, y vivían diseminados por los montes junto con los animales, pues los pueblos tampoco existían. Zithú, el Diablo, “el devorador de nombre” y amo de la castración, era el rey de todo lo existente, era el propietario. En ese entonces Cristo, diosito el hijo de Dios, era muy pequeñito, era un niño al que habían puesto por nombre Ója. El Niño Dios estaba muy solito y triste, sentadito en una sillita de madera. Estaba triste porque el Diablo y toda su pandilla de seres malévolos, lo quería matar. Ója iba de casa en casa pidiendo a la gente que le diera refugio y lo salvaran de ser asesinado por Zithú. Sin embargo, todo fue inútil, la pandilla del Diablo lo encontró y le disparó flechas que lo pusieron a la muerte. Como estaba todo malherido pero no muerto, el Diablo le ordenó al Gallo que lo vigilara para que no se fuera a escapar. Pero el Gallo decidió que no era justo lo que le hacían al Niño Dios, y dejó que escapara y se subiera a un árbol que lo condujo hasta el Cielo. Cuando habían pasado cuatro días, el Gallo cantó, pero Cristo ya estaba al lado de su papá, y los diablos no pudieron hacer nada para recuperarlo Cuando Cristo subió al lado de su padre, el Dios todopoderoso, se convirtió en el Sol, en Hyádi. Al subir al árbol, como Ója estaba herido, de sus heridas brotaron treinta y seis gotas de sangre; diez y seis se convirtieron en hermosos granos de maíz, y

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