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Organización de Estados Iberoamericanos

leztihInforme19 de Agosto de 2012

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Organización de Estados Iberoamericanos

Para la Educación la Ciencia y la Cultura

Ciencia, Tecnología y Sociedad

CTS

¿Tienen política los artefactos?

Langdon Winner

Publicación original Do Artifacts have Politics? (1983)

en: D. MacKenzie et al.

(eds.) The Social Shaping of Technology, Philadelphia.

Open University Press 1985.

Versión castellana de Mario Francisco Villa.

En las controversias acerca de la tecnología y la sociedad no hay ninguna idea que sea

más provocativa que la noción de que los artefactos técnicos tienen cualidades políticas. Lo que

está en cuestión es la afirmación de que las máquinas, estructuras y sistemas de nuestra

moderna cultura material pueden ser correctamente juzgados no sólo por sus contribuciones a la

eficacia y la productividad ni simplemente por sus efectos ambientales colaterales sino también

por el modo en que pueden encarnar ciertas formas de poder y autoridad específicas. Dado que

algunas de estas ideas tienen una presencia persistente e inquietante en las discusiones sobre

el significado de la tecnología es necesario prestarles una atención explícita (2)

No resulta sorprendente descubrir que los sistemas técnicos se encuentran

profundamente entretejidos con las condiciones de la política moderna Las organizaciones

físicas de la producción industrial, la guerra, las comunicaciones, etc., han alterado de forma

esencial el ejercicio del poder y la experiencia de la ciudadanía.

Pero ir más allá de este hecho evidente y defender que ciertas tecnologías poseen en sí

mismas propiedades políticas parece, a primera vista, algo completamente erróneo. Todos

sabemos que los entes políticos son las personas, no las cosas. Descubrir virtudes o vicios en

las aleaciones de acero, los plásticos, los transistores, los circuitos integrados o los compuestos

químicos parece una absoluta y total equivocación, un modo de mistificar los artificios humanos y

de evitar plantar cara a las auténticas fuentes, las fuentes humanas de la libertad y la opresión,

la justicia y la injusticia. Echar la culpa al hardware parece incluso más estúpido que culpar a las

víctimas cuando se juzgan las condiciones de la vida pública.

Por tanto, el austero consejo que comúnmente se ofrece a aquéllos que coquetean con la

idea de que los aparatos técnicos poseen cualidades políticas es: lo que importa no es la

tecnología misma, sino el sistema social o económico en el que se encarna. Esta máxima, que

en sus muchas variantes es la premisa central de una teoría que puede denominarse

determinismo social de la tecnología expresa una obvia sabiduría. Sirve como correctivo

necesario para aquéllos que se ocupan de manera acrítica de asuntos tales como "el ordenador

y sus impactos sociales", pero no miran detrás de los aparatos técnicos para descubrir las

circunstancias sociales de su desarrollo, empleo y uso. Este enfoque proporciona un antídoto

contra el determinismo tecnológico ingenuo: la idea de que la tecnología se desarrolla

únicamente como resultado de su dinámica interna y, entonces, al no estar mediatizada por

ninguna otra influencia, moldea la sociedad para adecuarla a sus patrones. Aquéllos que no han

reconocido aún los modos en los que las fuerzas sociales y económicas dan forma a las

tecnologías no han ido mucho más allá de ese determinismo.

Sin embargo, este correctivo tiene sus propias limitaciones; entendido de forma literal,

sugiere que los aparatos técnicos no tienen ninguna importancia. Una vez que uno ha hecho el

trabajo detectivesco necesario para descubrir los orígenes sociales (la mano de los poderosos

tras un determinado ejemplo de cambio tecnológico) ya habría explicado todo lo que es

importante y merece explicarse. Esta conclusión proporciona comodidad a los científicos

sociales: da validez a lo que habían sospechado desde siempre, a saber, que no hay nada

distintivo en el estudio de la tecnología. Por consiguiente, pueden volver otra vez a sus modelos

tradicionales de poder social (modelos sobre la política de los colectivos sociales, políticas

burocráticas, modelos marxistas de lucha de clases y otros por el estilo) y tener todo lo que

necesitan. El determinismo social de la tecnología no difiere esencialmente del determinismo

social de, podríamos decir, la política del bienestar o los impuestos.

La tecnología, no obstante, tiene buenas razones para explicar la fascinación que

recientemente ha ejercido sobre historiadores, filósofos y científicos políticos; buenas razones

que los modelos tradicionales de las ciencias sociales sólo abarcan en parte en sus

explicaciones de lo más interesante y problemático del tema. Ya he intentado mostrar en otro

lugar por qué una gran parte del pensamiento social y político moderno contiene afirmaciones

recurrentes acerca de la que se puede denominar teoría de la política tecnológica, una

amalgama de nociones a menudo cruzadas con filosofías liberales ortodoxas, conservadoras y

socialistas (Winner, 1977).

La teoría de las políticas tecnológicas presta mucha atención al ímpetu de los sistemas

sociotécnicos a gran escala, a la respuesta de las sociedades modernas a ciertos imperativos

tecnológicos y a todos los signos habituales de la adaptación de los fines humanos a los medios

técnicos. Al hacer esto, ofrece un nuevo conjunto de explicaciones e interpretaciones para

algunos de los patrones más problemáticos y confusos que han tomado forma dentro de y en

torno al crecimiento de la cultura material moderna. Un punto a favor de esta concepción es que

toman a los artefactos técnicos en serio. Más que insistir en que reduzcamos todo a una mera

interrelación entre fuerzas sociales, sugiere que prestemos atención a las características de los

objetos técnicos y al significado de tales características. Siendo un complemento necesario para,

más que un sustituto de las teorías de la determinación social de la tecnología, esta perspectiva

identifica ciertas tecnologías como fenómenos políticos por si mismas. Nos conduce, tomando

prestada la expresión filosófica de Edmund Husserl, a las cosas en sí mismas.

A continuación esbozaré y ofreceré ejemplos de dos formas en las que los artefactos

pueden poseer propiedades políticas. En primer lugar, me ocupo de aquellos ejemplos en los

que la invención, diseño y preparativos de determinado instrumento o sistema técnico se

convierte en un medio para alcanzar un determinado fin dentro de una comunidad. Bien

enfocados, los ejemplos de este tipo resultan muy directos y fáciles de entender. En segundo

lugar, me ocuparé de casos de lo que se pueden denominar tecnologías inherentemente

políticas, sistemas ideados por humanos que parecen necesitar o ser fuertemente compatibles

con ciertos tipos de relaciones sociales. Los argumentos sobre este tipo de casos son mucho

más complejos y están más cerca del núcleo del tema que nos ocupa. Con el término "política"

me referiré a los acuerdos de poder y autoridad en las asociaciones humanas, así como a las

actividades que tienen lugar dentro de dichos acuerdos. Con el término "tecnología" haré

referencia a todo tipo de artefacto práctico moderno,(3) pero para evitar confusiones, prefiero

hablar de tecnologías, piezas o sistemas más o menos grandes de hardware de cierto tipo

especial. Mi intención aquí no es cerrar la discusión de una vez por todas, sino señalar sus

dimensiones y significados más generales.

Todo el que haya viajado alguna vez por las autopistas americanas y se haya

acostumbrado a la altura habitual de sus pasos elevados puede que encuentre algo anormal en

los puentes sobre las avenidas de Long Island, en Nueva York. Muchos de esos pasos elevados

son extraordinariamente bajos, hasta el punto de tener tan sólo nueve pies de altura en algunos

lugares. Incluso aquellos que perciban esta peculiaridad estructural no estarían inclinados a

otorgarle ningún significado especial. En nuestra forma habitual de observar cosas tales como

carreteras y puentes, vemos los detalles de forma como inocuos, y raramente pensamos

demasiado en ellos

Resulta, no obstante, que los cerca de doscientos pasos elevados de Long Island fueron

deliberadamente diseñados así para obtener un determinado efecto social. Robert Moses, el

gran constructor de carreteras, parques, puentes y otras obras públicas de Nueva York entre los

años veinte y setenta, construyó estos pasos elevados de tal modo que fuera imposible la

presencia de autobuses en sus avenidas De acuerdo con las evidencias presentadas por Robert

A. Caro en su biografía de Moses, las razones que el arquitecto ofrecía reflejaban su sesgo

clasista y sus prejuicios raciales. Los blancos de las clases "ricas" y "medias acomodadas", como

él los llamaba, propietarios de automóviles, podrían utilizar libremente los parques y playas de

Long Island para su ocio y diversión. La gente menos favorecida y los negros, que

...

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