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PRÁCTICAS DEL LENGUAJE, 2DO AÑO


Enviado por   •  17 de Agosto de 2021  •  Apuntes  •  2.640 Palabras (11 Páginas)  •  69 Visitas

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ESCUELA TECNOLÓGICA UNIVERSITARIA

“WERNER VON SIEMENS”

MATERIA: PRÁCTICAS DEL LENGUAJE, 2DO AÑO

CICLO LECTIVO 2021

PROFESORA: ÉLIDA ULLÚA

Actividad sobre Clases de palabras

1. Lean el siguiente cuento:

La boda

Silvina Ocampo

 

  Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años.

  Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la ventana” o “pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera hecho en el acto.

  Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se encontraba la peluquería “Las ondas bonitas”. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar una vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.

  El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas, las peores de mi vida, en aquellos días.

  Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río.

- ¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias.

- No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.

 -  Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda-, mi peinado llamará la atención.

  Roberta reía y protestaba:

- Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.

- Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda-. Verás si no llamo la atención.

  Los preparativos de la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la abuela materna adornaba la bata. Un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de su casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mando hacer un rodete muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina, con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre, parecía una peluca.

  La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad. Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo de un color gris de plomo, nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé un palo de una escoba para matarla, pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó:

- Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza.

-  Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije.

  Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una cajita.

-  Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo.

- ¿Y si me pica?

- Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Sino les haces daño, no te harán a ti.

  Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que perforé con un alfiler.

- ¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta.

-  Guardarla.

-  No la pierdas –me respondió Roberta.

  Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.

-  Pareces un guerrero –le grité.

  Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía solo el vacío, mirando fijamente a alguien.

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