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Contra La Discriminación

fabian753 de Junio de 2014

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Lugares comunes y recetas simplistas

Olivia Gall tiene razón al subrayar repetidamente, y con vigor, que

sobre los temas del prejuicio, discriminación y racismo existe mucha

hipocresía (véase supra). Norberto Bobbio repetía con frecuencia:

“quien esté libre de prejuicios que arroje la primera piedra. Debemos

ser muy cautos al combatir los prejuicios ajenos. Con frecuencia combatimos

el prejuicio con otro prejuicio” (Bobbio, 1994a: 143). Y poco

más adelante, refiriéndose a los peores efectos de este fenómeno,

agregaba:

No existe nada más irritante que un antirracismo prejuicioso, que se

resiste a considerar las verdaderas razones del racismo. Para parafrasear

una idea que se ha hecho célebre, triste pero injustamente, de Sciascia,2

invitaría a desconfiar de los profesionales del antirracismo [...]. Es necesario,

en cambio, intentar entenderlo, porque si por “racismo” se entiende,

en una primera aproximación, una actitud de desconfianza hacia el

diferente, en especial hacia el diferente que aparece inesperadamente en

nuestra vida, hay un poco de racismo en cada uno de nosotros, y no hay

nada peor que el moralismo barato, porque generalmente cuando es

barato también es hipócrita (Bobbio, 1994a: 144).

Y la hipocresía no sólo es irritante: también genera mucha confusión.

Con frecuencia, en el lenguaje común términos como “prejuicio”,

“discriminación” y “racismo” se utilizan o se perciben como sinónimos

y, por lo tanto, sin las distinciones necesarias. A menudo,

quien pretende expresar una dura condena considera cualquier tipo de

prejuicio o de discriminación inmediatamente como una forma de racismo,

ya que esa acusación resulta socialmente infamante. Por otro

1 Traducción de Pedro Salazar Ugarte.

2 El escritor Leonardo Sciascia (1921-1989) era un observador agudo de la sociedad

italiana y de los temas relacionados con la mafia.

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lado, hoy nadie se considera racista y, por lo mismo, nadie quiere ser

considerado como tal. Por este motivo, las manifestaciones indiscutibles

de racismo se presentan, en nombre de la diferencia, como formas

oportunas de protección y conservación de la identidad o cultura

de los que las practican, las aprueban o sienten el deber de justificarlas,

por lo menos parcialmente. En Italia, cada tanto, los presuntos

responsables, por más evidente que sea el caso, rechazan con indignación

la idea de que se les atribuya un comportamiento racista. Una

maestra musulmana de nivel preescolar es alejada de una escuela privada

en la que debería trabajar como profesora. “Mire –responde

avergonzado el director de la escuela al entrevistador– no es un asunto

de raza o de religión, pero el chador que lleva puesto podría haber espantado

a nuestros niños, que no están acostumbrados”. Como si los

niños italianos no estuvieran acostumbrados a ver monjas que desde

siempre han estado presentes en la educación de la primera infancia.

Una muchacha de color es rechazada de un hotel de lujo en el que

aspiraba a trabajar como recepcionista. “Mire –explica con falsa desenvoltura

el gerente– el color de la piel no tiene nada que ver, pero

nuestra clientela podría sentirse incómoda, usted sabe, se esperan cierto

tipo de personas”. Blancas, posiblemente con los cabellos rubios y

los ojos azules.

En Italia existe un partido político que es, sin duda, racista y xenófobo,

la Lega Nord, que ha pasado del odio hacia los migrantes internos

que provenían de las regiones meridionales del país, al odio a

los inmigrantes extranjeros que provienen de las regiones más pobres

del mundo. Y bien, a pesar de haber propuesto más de una vez que se

disparen cañonazos en contra de las balsas en las que llegan estas personas

a las costas italianas, dicho partido se considera profundamente

democrático y respetuoso de los derechos humanos. Los modos rudos

se invocan como necesarios, como medidas preventivas ante el riesgo

de una invasión, de corte particularmente islámico, que amenazaría

nuestras raíces cristianas y, más en general, nuestras costumbres (más)

civilizadas. Y aunque afortunadamente la Lega es un partido pequeño,

sus palabras de orden son consideradas en seriedad por un número

bastante considerable de ciudadanos, que simplemente consideran

excesivo utilizar el cañón. Acontece algo parecido a lo que sucedía (y

todavía hoy sucede) en relación con los judíos. Cuántas veces he escuchado

decir: “por caridad, yo no soy antisemita, pero...” Precisamente,

en ese “pero” reside el antisemitismo profundo y su hipocresía, su ficción

de vergüenza pública. De la misma manera escuchamos: “No es

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Contra la discriminación: los derechos fundamentales

un asunto de racismo, para mí todos los hombres son iguales, blancos,

negros, cristianos o musulmanes, pero...”

En suma, sobre todo si el caso nos toca de cerca, en estos discursos

las pasiones parecen derrotar cualquier intento de argumentación

racional. Y, lo reitero, la abundante hipocresía con la que, en nuestros

días, se enfrenta el argumento, no ayuda a despejar el campo de confusión.

En todos los Estados democráticos de derecho los ordenamientos

jurídicos prohíben cualquier forma de discriminación, comenzando

por la racial. Las instituciones escolares y los programas de educación a

la ciudadanía hacen campañas para combatir la discriminación y promover

una convivencia civilizada basada en el respeto de los principios

constitucionales. Y, sin embargo, precisamente la necesidad de insistir

en el punto nos debe llevar a pensar que, en lo profundo de nosotros

mismos y, por lo tanto, en lo profundo de la opinión pública que

en su mayoría se considera inmune de prejuicios y de actitudes discriminatorias,

tales ideas y tales actitudes persisten. La tentación de limitarse

a esconder el polvo debajo del tapete es fortísima. Precisamente,

dado que se condenan con desprecio, como expresiones de incivilidad

cuando se refieren a los otros –otros pueblos, otros grupos, otras personas–,

es muy difícil admitir que podemos ser portadores de prejuicios

y potenciales autores de discriminación.

Profesar que se está en contra del prejuicio, de la discriminación

y del racismo como si se tratara de un credo, sin intentar entender las

razones que subyacen en su fondo, suele ser inútil, en ocasiones incluso

dañino. Agrego un par de experiencias personales. En 1980, muy

joven e ingenuo, me enfrenté por primera vez a la tarea de enseñar en

la escuela media inferior (con estudiantes de entre 11 y 14 años) y

consideré que era mi deber civil hacer profesión de antirracismo,

incluso porque en la Italia septentrional era común un sentimiento de

intolerancia y hostilidad hacia los ciudadanos que migraban desde las

regiones meridionales en busca de trabajo. Estos últimos, en su mayoría

campesinos, eran denominados con desprecio terrones.3 No pudiendo

encarar de frente el argumento y partiendo del programa previsto

para las clases de historia pensé en profundizar con detenimiento

en la discriminación racial hacia los negros, discriminación que en

Estados Unidos sobrevivió hasta más allá de 1865 –año en el que se

aprobó la decimotercera enmienda– y que, en cierta medida, aún

sobrevive en nuestros días. Después de un mes de trabajo realicé una

3 En italiano “terroni” de “terra”; en castellano “tierra” (nota del traductor).

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evaluación e invité a un jovencillo muy despierto, que había hecho la

mejor tarea, a que leyera su texto en voz alta. Al final de la lectura

cometí un error fatal y, al mismo tiempo, revelador: le pedí que agregara

un breve comentario concluyente sobre los conceptos que había

demostrado haber comprendido tan bien. Se detuvo a pensar un poco

y me respondió con seguridad: “Mire, profesor, usted me ha enseñado

que no debemos despreciar ni odiar a las personas de color pero,

en lo personal, en efecto nunca he sentido ni desprecio ni odio en

contra de ellos: ¡a los que no soporto son a los terrones que viven aquí

entre nosotros! Y usted, ¿está seguro de que no tiene prejuicios? No,

sólo que aquí no puede decirlo”. En el fondo tenía razón: mi trabajo

había sido inútil.

Más recientemente, una amiga mía –ciudadana de Estados Unidos

con una sólida cultura liberal, que vino a Europa con la finalidad

específica de visitar los campos de exterminio de los judíos– se declaraba

impresionada por el antisemitismo que condujo a la barbarie

nazi pero, poco más adelante, manifestaba tranquilamente sus prejuicios

hacia los afroamericanos (“esa sí, gente dudosa, que habla un

idioma extraño para que los demás no los entiendan”). Naturalmente,

apenas intenté insinuar que probablemente ella también era prisionera

de

...

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