El Estudio
raul67812 de Junio de 2015
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"La cultura de la Argentina, en el sentido amplio, se jugó muy fuertemente en el sistema educativo, contra la escuela, a pesar de la escuela, dentro de la escuela, pero casi nada sin ella. Y mi libro Relatos de escuela da cuenta de esto. Cómo las mujeres lentamente van tomando la palabra y empiezan a plantear sus problemas; los pobres, los malos alumnos; las canciones de rock."
Pablo Pineau es el compilador del libro Relatos de escuela, una selección de setenta textos breves –algunos autobiográficos, muchos ficcionales– sobre la experiencia escolar en la Argentina.
El libro evoca nuestro paso por las aulas, y destaca la eficacia de la escuela en la conformación de las identidades y destinos de sus autores. Así pasan Miguel Cané, Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, David Viñas, Eva Giberti, Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Alejandro Dolina, María Elena Walsh, y también Charly García y Pipo Cipolatti, entre muchísimos otros.
Los relatos trascienden lo educativo y dejan al descubierto un entramado de relaciones sociales donde se cruzan múltiples variables: las anécdotas divertidas, los roles, el paso del pizarrón negro y la campana al pizarrón verde y el timbre, desde una escena de Jacinta Pichimahuida hasta un análisis crítico del escritor Ernesto Sábato.
Por Verónica Castro
—Su libro “Relatos de escuela” está dirigido a todo tipo de lector: todos hemos pasado por la escuela y estos textos llevan a esa emoción especial que produce el recuerdo. Pero además, en el último capítulo Ud. presenta “Itinerarios de lectura”, un análisis de corte más teórico sobre la experiencia escolar. ¿Cómo imagina que los docentes pueden utilizarlo para sus clases?
—En principio quiero rescatar que es un libro que espera tener muchas entradas y posibilidades; lo pensé tanto para un público general como para docentes. Yo quería que esta antología fuera lo más “antología” posible, en el sentido de que mi trabajo como compilador se limitara simplemente a presentar los textos, a ser un presentador. Pero efectivamente, ya sólo el hecho de compilar implica un cierto recorrido. Me fui dando cuenta de que si bien la compilación la hice yo, también se fue haciendo sola... hay viejas cuestiones de teoría literaria según las cuales los textos cobran vida, y doy fe que es verdad.
Creo que se pueden hacer muchísimos usos del libro, pero el mejor es leerlo por gusto: es un libo que está hecho más para ser leído por que dan ganas que para ser utilizado en clase. Pero eso también me pone muy contento, y que no se pierda la cuota de placer. Hay una idea de intentar recuperar la lectura por placer, de leer por leer y ejerciendo el derecho a leer, o sea un doble juego de lectura como placer y como derecho al mismo tiempo. Hay un derecho a la comprensión, una cuestión de la maquinaria escolar puesta en funcionamiento para que la gente pueda ejercer su derecho a tener un cierto placer vinculado con la lectura.
Una primera lectura obvia es la nostalgia –en el buen y el mal sentido–, o sea para repensar o para creer que “todo tiempo pasado fue mejor”. También hay muchos textos que hacen referencia a experiencias desagradables en la escuela, que van apareciendo –y no casualmente– a medida que avanza el libro. Tiene que ver con los cambios en la literatura, en la educación y en la cultura. En los primeros textos educativos nadie podía recordar mal a la escuela, o tal vez los que la recordaban mal no podían escribir. Hubo un avance en la lecto-escritura, nuevos grupos se apropiaron de ella y pudieron contar sus cosas. Entonces, con el paso de tiempo y como el gran efecto de la escuela –tal vez por muchos no deseado– hicieron uso de la palabra los que supuestamente no debían. Y así también fueron apareciendo los mecanismos de censura –que cada vez son más fuertes– porque los usos que la gente empieza a hacer de la lectura y escritura no son exactamente los que la escuela pretendía que hicieran.
Volviendo al libro, hay nostalgia, y muchas veces dolorosa. Myriam Southwell, en la presentación del libro, decía “no es casual que Eva Giberti recuerde una experiencia traumática de su escuela primaria, y que después se haya dedicado a lo que se dedicó. No es casual que el escritor Osvaldo Soriano recuerde que era zurdo y le ataron la mano. Yo sumo que María Elena Walsh cuenta que fue nombrada abanderada y después sacada de golpe, y de grande se dedicó a reescribir y pensar otro tipo de literatura infantil. Si uno se acerca a la biografía de los autores vislumbra qué fuertemente marcaron sus vidas los primeros recuerdos de infancia.
Una cosa que hago desde que salió el libro es tratar de tener siempre un ejemplar conmigo, porque dando clases siempre me acuerdo de algún texto. Es una herramienta que tengo a mano para ejemplificar algunos temas. Esa fue la idea: tratar de poner algo ahí que ayude a la gente a dar clases, a pensar, a divertirse.
—El libro vuelve la mirada sobre los “clásicos” de la literatura escolar, aquellos que muestran esas pequeñas cosas que trascienden el tiempo. Como las travesuras de los alumnos en Juvenilla, de Miguel Cané, que tallaban los pupitres con un plumín con sus iniciales, como lo siguen haciendo hoy los chicos... ¿Cuáles de entre los clásicos le despertaron mayor interés?
—Había libros inevitables, por ejemplo Juvenilla. También hay un inevitable, como me señaló Rubén Cucuzza, que no está en el libro: Sarmiento. Paradójicamente, Sarmiento no quedó incluido y creo que tiene que ver con que él en verdad estaba fundando la escuela y cuando habla de ella, por ejemplo en Facundo, no es la escuela que conocemos hoy, no estaba en funcionamiento el sistema escolar. Pero sí, creo que su importancia radica en que marca reglas de género, como también Juvenilla. Miguel Cané inventa la estudiantina y uno va a ver cómo después otros autores, en otras claves, van a repetir el género. En el libro hay un relato de Mario Binetti en clave nostálgica –para mi gusto no muy lindo–; y las memorias de Florencio Escardó, que sí son más lindas. O de Jennie E. Howard, una de las maestras norteamericanas, textos que marcan reglas de género para las futuras memorias de docentes. Son textos fundacionales, canónicos, que después van a repetirse en la literatura argentina. También es interesante ver que son textos menores –incluso Juvenilla–, no son grandes obras literarias, no son los grandes géneros literarios; la escuela produjo géneros como los juramentos, composiciones, recuerdos de maestros y memorias, libros de texto, en la lógica de una literatura menor. En definitiva, la función de la escuela masiva no era formar intelectuales ni escritores, sino en todo caso formar escribientes. Algunos de ellos fueron escritores y se consagraron, pero la mayoría era gente que tuvo ganas de escribir y dejó por escrito cosas sin pensar en que iba a quedar en la academia.
—Además del trabajo de investigación para recopilar estos relatos, Ud. tiene una enorme trayectoria en el estudio de la historia de la educación argentina y latinoamericana. ¿Cuáles identifica como los grandes cambios en la escuela argentina y cuáles sus grandes permanencias?
—Por un lado, advierto que, a pesar de los cambios, sigue siendo fuerte la impronta de la escuela. Claramente sigue dejando notables improntas en las generaciones. Las canciones de rock, por ejemplo, se hacen cargo de eso. La escuela no ha perdido su lugar de producir efectos, de dejar marcas en la gente. Aunque las marcan que deja son distintas, y además hay otros espacios que dejan marcas tanto o más fuertes que la escuela, la escuela sigue siendo un lugar donde algo del futuro se sigue jugando.
En cuanto a los cambios, son mucho más significativos. De a poquito en esta recopilación y en toda la literatura se va viendo cómo el mal alumno va tomando la palabra, empiezan a aparecer textos que hablan desde el mal alumno, que no es condenado moralmente sino un mal alumno que cuenta por qué es mal alumno. En los primeros textos siempre que se habla del mal alumno es en tercera persona, siempre es el bueno que habla del malo y quien marca cómo esa condición lo hace merecedor de castigos. Luego aparecen textos en primera persona del singular, y esto habla de que ese alumno está contando por qué en todo caso es un mal alumno. El primer ejemplo de esto que aparece en la compilación es el texto de Baldomero Fernández Moreno, que habla de un chico que va a dar examen y no sabe, y lo cuenta desde él. O el de Silvia Schujer, que cuenta qué le pasa a un chico cuyo padre está preso; o el de un chico pobre, de Haroldo Conti, que está yendo a la escuela porque el hermano antes de morir le dijo “vos tenés que ir a la escuela”. Este es uno de los cambios que a mí más me gustan de los que aparecen en la compilación.
También en los primeros textos los maestros son todos personas probas, nunca se equivocan, nunca dudan, nunca tienen una palabra fuera de lugar, siempre están perfectamente instalados, vestidos, y a medida que pasa el tiempo eso cambia: fuman, se equivocan, hacen cosas feas, se van humanizando. En general se pasa a un retrato más humanizado de los personajes. Eso fue acompañando
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