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Ensayo PN7 Carnage


Enviado por   •  26 de Noviembre de 2013  •  8.843 Palabras (36 Páginas)  •  204 Visitas

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SEGUNDA PARTE
SEIS MANERAS DE AGRADAR A LOS DEMÁS

1
HAGA ESTO Y SERÁ BIENVENIDO EN TODAS PARTES

¿Por qué hay que leer este libro para saber cómo ganar amigos? ¿Por qué no estudiar la técnica del más grande conquistador de amigos que ha conocido jamás el mundo? ¿Quién es? Tal vez lo encuentre usted mañana por la calle. Cuando esté a cinco metros de él le verá agitar la cola. Si se detiene usted a acariciarlo, saltará como enloquecido para mostrarle lo mucho que lo quiere. Y usted sabe que detrás de esa muestra de afecto no hay motivos ulteriores: no quiere venderle un terreno, ni una póliza de seguro, ni quiere casarse con usted.

¿Se ha detenido usted alguna vez a pensar que el perro es el único animal que no tiene que trabajar para ganarse el sustento? La gallina tiene que poner huevos: la vaca dar leche y el canario cantar. Pero el perro se gana la vida sólo con demostrar su cariño por el dueño. Cuando yo tenía cinco años, mi padre compró un cachorrito de pelo amarillo por cincuenta centavos. Fue la alegría y la luz de mi niñez. Todas las tardes a las cuatro y media se sentaba frente a mi casa, mirando fijamente al camino con sus hermosos ojos, y tan pronto como oía mi voz o me veía venir agitando mi lata de comida entre los árboles, salía disparando como una bala, corría sin aliento colina arriba para recibirme con brincos de júbilo y ladridos de puro éxtasis.

Tippy fue mi constante compañero durante cinco años. Por fin, una noche trágica -jamás la olvidaré-, murió a tres metros de mi cabeza, murió alcanzado por un rayo. La muerte de Tippy fue la tragedia de mi niñez.

Tippy nunca leyó un libro de psicología. No lo necesitaba. Sabía, por algún instinto divino, que usted puede ganar más amigos en dos meses interesándose de verdad en los demás, que los que se pueden ganar en dos años cuando se trata de interesar a los demás en uno mismo. Permítaseme repetir la idea. Se pueden ganar más amigos en dos meses si se interesa uno en los demás, que los que se ganarían en dos años si se hace que los demás se interesen por uno.

Pero usted y yo conocemos personas que van a los tumbos por la vida porque tratan de forzar a los demás a que se interesen por ellas.

Es claro que eso no rinde resultado. Los demás no se interesan en usted. No se interesan en mí. Se interesan en sí mismas, mañana, tarde y noche.

La Compañía Telefónica de Nueva York realizó un detallado estudio de las conversaciones por teléfono y comprobó cuál es la palabra que se usa con mayor frecuencia en ellas. Sí, ya ha adivinado usted: es el pronombre personal "yo". Fue empleado 3.990 veces en quinientas conversaciones telefónicas. Yo. Yo. Yo. Yo. Yo.

Cuando usted mira la fotografía de un grupo en que está usted, ¿a quién mira primero?

Si nos limitamos a tratar de impresionar a la gente y de hacer que se interese por nosotros, no tendremos jamás amigos verdaderos, sinceros. Los amigos, los amigos leales, no se logran de esa manera.

Napoleón lo intentó, y en su último encuentro con Josefina dijo: "Josefina, he tenido tanta fortuna como cualquiera en este mundo; y sin embargo, en esta hora, eres tú la única persona de la tierra en quien puedo confiar". Y los historiadores dudan que pudiera confiar aun en ella.

Alfred Adler, el famoso psicólogo vienés, escribió un libro titulado: Qué debe significar la vida para usted. En ese libro dice así: "El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los fracasos humanos".

Es posible leer veintenas de eruditos tomos sobre psicología sin llegar a una declaración más significativa, para usted o para mí. No me agradan las repeticiones, pero esta afirmación de Adler está tan rica de significado que voy a repetirla en bastardilla:

El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los fracasos humanos.

Yo seguí cierta vez en la Universidad de Nueva York un curso sobre redacción de cuentos cortos, y durante ese curso el director de una importante revista habló ante nuestra clase. Dijo que era capaz de tomar cualquiera de las docenas de cuentos que cruzaban por su escritorio todos los días y, después de leer unos párrafos, decir si su autor gustaba o no de la gente. "Si el autor gusta de la gente -añadió-, la gente gustará de sus cuentos."

27

Este director, acostumbrado a tratar con la vida, se detuvo dos veces en el curso de su conferencia sobre la forma de escribir, y pidió excusas por predicarnos un sermón. "Les estoy diciendo -expresó- las mismas cosas que diría un predicador. Pero recuerden que deben tener interés por la gente si quieren atraer interés como cuentistas."

Si así ocurre con los cuentistas, puede tenerse la seguridad de que lo mismo es triplemente cierto en cuanto a las relaciones con la gente.

Yo pasé una noche en el camarín de Howard Thurston la última vez que se presentó en Broadway: Thurston, el decano de los magos; Thurston, el rey de la prestidigitación. Durante cuarenta años viajó por el mundo entero una y otra vez, creando ilusiones, engañando con sus tretas al público, y haciendo que la gente quedara boquiabierta de asombro. Más de sesenta millones de personas pagaron entrada por verlo actuar, y así consiguió ganar casi dos millones de dólares.

En esa ocasión pedí al Sr. Thurston que me confiara el secreto de sus triunfos. Su instrucción no tenía nada que ver con ellos, porque huyó de su casa siendo niño, fue vagabundo por los caminos, viajó en trenes de carga, durmió en pajares, pidió comida de puerta en puerta, y aprendió a leer gracias a los carteles que desde un vagón de carga veía junto al ferrocarril.

¿Tenía extraordinarios conocimientos como prestidigitador? No: me dijo que se han escrito centenares de libros sobre pruebas de magia, y que muchísimas personas saben tanto como él. Pero Thurston tenía dos cosas de que carecían los demás. Primero, la capacidad necesaria para que su personalidad llegara al otro lado de las candilejas. Conocía la naturaleza humana. Todo lo que hacía, cada gesto, cada entonación de la voz, cada elevación de una ceja había sido cuidadosamente ensayado con anterioridad, y sus actos respondían a una perfecta noción del tiempo. Pero, además, Thurston tenía verdadero interés

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