Extra de película de Jakie Chang
mfle99Resumen8 de Septiembre de 2014
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Hace tres años y medio, muy lejos de aquí, en Yokohama, este hombre con pinta de extra de película de Jakie Chang, llamaba la atención de los japoneses y alertaba a las autoridades de la isla, por reunir “sospechosamente” a demasiados jóvenes, como resultado de una rara competencia con su socio brasileño, Clayton Uehara, por ver quién “conseguía” más rápido 100 “amigos” en las calles de una ciudad donde, por tradición, nadie roza la soledad de nadie.
Su amigo, con el aire angelical de ‘Kaká’ y con su música carioca, cumpliría primero la meta. Ahí comenzaría todo para Kenji. Fue su primer gran intento por tocar el tema de la amistad y espantar, a su manera, esa sombra fría del suicidio entre los japoneses. Sombra que alcanzó a nublar también sus propios pensamientos.
En Bogotá seguiría recorriendo las calles de su infancia, en San Francisco, Ciudad Bolívar, con una idea fija en su cabeza: mostrarles a jóvenes orientales, y a sus vecinos de barrio, la riqueza de su sector como una gran razón para seguir viviendo, a través de un plan de turismo dirigido, de cursos, conferencias y servicio social dentro de su comunidad en la periferia. Y ya lleva siete años en esto.
Hasta aquí era el “chino” de Ciudad Bolívar, así le dicen en el vecindario. Sin embargo, a finales del año pasado, cuando apareció en un video, hablando en nombre de los jóvenes emprendedores en un evento de reconocimiento de la Cámara Junior Colombiana a su liderazgo, cambia de apodo y se convierte en el “chino del video”, uno de los más vistos por esta época en YouTube.
Un video que comienza con Kenji diciendo: “Mi padre es de una pequeña ciudad llamada Niigata, en Japón, muy conocida por su producción de arroz. Y yo hablo español porque mi mamá es del Tolima. Entonces, tengo arroz por los dos lados, nací predestinado a comer arroz. Tuve el honor de nacer en Colombia, viajé a los 10 años a Japón y estuve hasta los 24 y estando allá descubrí cosas grandes de Colombia...”. Ni su propia mamá, doña Martha Díaz, entiende qué es lo nuevo que hizo su hijo y lo llama desde Yokohama, donde vive con su marido Yokoi Toru, para preguntárselo: “¿¡Oiga, usted qué fue lo que dijo en el video que todo el mundo nos llama!?”. Pero no es nada más que lo mismo que ha hecho durante los últimos siete años, sino que ahora la noticia vuela en este video disparado por los cañones de internet.
Por todo este estrépito es que atravesamos toda la ciudad un sábado y esperamos a las dos de la tarde, en la sala de su pequeño apartamento, muy cerca del Parque El Tunal, a que aparezca. Está atrasado, viene de otra entrevista, esta vez en radio.
Cruza la puerta blanca metálica y automáticamente se quita sus zapatos deportivos y los pone sobre un estante bajo en una columna. Se ve acalorado. Tiene todavía el afán prendido en el gesto de su cara y en su cuerpo menudo tieso como una armadura, hasta que lo saluda su pequeño hijo, Keigo Daniel, de tres años, y su estrés se disuelve en un gran abrazo.
Al fondo se oye un murmullo de un televisor cargado de monos animados que delata la presencia de Kenji David, su otro hijo, el mayor, de nueve años. Aleisy Toro, su esposa paisa, le sirve un vaso de refresco muy amarillo. Por fin se sienta y vuelve y se para como un resorte cuando ve al fotógrafo, se vuelve a poner los zapatos, pero esta vez no los informales que traía, sino unos negros de cuero de amarrar. Al fondo, su amigo Clayton escucha en silencio.
El video es como un virus y eso multiplica su imagen y multiplica sus compromisos. ¿Esa es la ecuación?
Sí, bueno, pero lo del video es una parte de una conferencia de cosas muy interesantes que tiene el japonés, y cosas muy interesantes que tiene el colombiano.
¿Esa conferencia la está dando hace cuánto?
Como siete años. Para nosotros, para mi población en Ciudad Bolívar, es muy normal lo que yo digo.
¿Como interpreta este vitrinazo en internet?
Era la primera vez que subíamos algo a internet. No nos imaginamos que una parte de la conferencia fuera a causar tanto impacto. Parece que hay una necesidad muy grande en el país por esa identidad y ese sentido de pertenencia. Así interpretamos ese boom tan grande, aun fuera del país.
¿De que países lo están llamando para que vaya y les hable?
De Australia, Estados Unidos, Canadá, Noruega y bueno, por supuesto, de Japón.
Está condenado a repetir la conferencia.
Claro, porque, por ejemplo, Clayton –que me acompaña con la música en nuestras conferencias– ya no se ríe de mis chistes, porque está cansado de oírlos. Y yo tengo que decirlos y reírme.
Si tiene que poner un aviso clasificado en el periódico, de lo que hace en Ciudad Bolívar, ¿qué pondría en ese aviso?
Descubrir que somos ricos, afortunados. Que es una población maravillosa, que la mayoría, la gran mayoría, es una población que madruga muchísimo a trabajar, a andar largos trayectos para perseguir un sueño.
¿Ciudad Bolívar entra en su vida por sus abuelos maternos?
Sí, correcto. Yo nací en Bogotá, Ciudad Bolívar. Yo soy de Ciudad Bolívar. Lo que pasa es que crecí en Panamá y en Costa Rica por la empresa en que trabajaba mi padre. Él es ingeniero de la NEC y ahora está con todo el tema satelital. Sin embargo, a los diez años, por el secuestro de un japonés que hubo aquí, sacaron a los funcionarios, y a raíz de eso fue que yo me voy a Japón. Pero en mi infancia siempre hubo muchas marcas de la vida en Ciudad Bolívar. Y marcas muy positivas.
Una de esas marcas.
He ido a muchos centros de diversión en el mundo, pero nada como las canteras con un cartón, y bajar todo sucio lleno de tierra. A las que yo iba ya no están, se comieron gran parte de esa montaña, pero es del Juan José Rondón hacia arriba.
Kenji, ¿por qué equipo de fútbol va?
Por ninguno. ¡Ah!, bueno, me gusta mucho el Once Caldas porque fue a Japón y representó a Colombia, entonces nos llenó de orgullo y nos volvimos del Once. Era como una noticia positiva de Colombia, pero perdimos.
Kenji, ¿qué lo deprime?
Me deprime pensar que voy a pasar por la vida y no haber hecho algo, no de fama sino de legado para mis hijos. Para que ellos continúen con una herencia de principios.
Pero lo está haciendo. ¿Qué le falta?
No, esto no es nada todavía. Esperamos cambios muy grandes. Somos muy optimistas y ese es nuestro punto. Pero en realidad sabemos que el monstruo que enfrentamos, con 32.000 suicidios al año en Japón en 12 años consecutivos, es muy grande y le estamos haciendo cosquillas. Que el monstruo que enfrentamos con la justicia, con la pobreza y la pobreza mental que hay en mi sector, es muy grande.
Hoy ayuda a mucha gente, pero cuando usted necesita ayuda, ¿quién lo hace?
Cuando estaba en Japón y me sentía desesperado, llamaba a Colombia y me decían: “Tranquilo, mijo, cualquier cosa véngase. Aquí donde comemos tres comemos cuatro, esta es su casa”. Eso le daba a uno fuerza para continuar. Yo le debo mucho a Colombia. Los problemas que me agobiaban en Japón eran tontos en comparación con los problemas de mis amigos aquí y, sin embargo, sonreían. Yo decía: “No, éstos son unos duros, quiero ser así”.
¿Qué lo agobiaba en Japón?
Bueno, en Japón uno sufre de depresión. De soledad. Uno lo tiene todo porque es un país muy rico. Y uno está en las estaciones del tren y comienza hasta a hablar solo. Y como nadie habla con nadie, uno comienza a considerar el suicidio.
¿Pensó en suicidarse?
Sí. Hablo con mis amigos mucho de eso. Mis amigos que, aunque son latinos, crecieron en Japón, como Clayton. Les pregunto: “¿Pensaron en algún momento quitarse la vida?”. Y la mayoría me dice que sí. Es raro. No tenemos explicación pero es muy común en Japón.
¿A qué edad pensó en quitarse la vida?
Punto crítico a los 14 años, cuando estaba en un limbo académico, porque no había aprendido muy bien el español, y ahora estaba enfrentando un nuevo idioma, una nueva cultura una nueva escritura, todo. No me veía ningún tipo de futuro.
¿Y simplemente se piensa en la muerte, o hay una elaboración para llegar a eso?
No sé en los otros casos cómo será. En mi caso solo fue una simple consideración que me hacía llorar. Lloraba. Me sentía muy solo. Y comienza uno más que a pensar en el suicidio, a cuestionar la vida: “¿Yo qué estoy haciendo, para qué estoy viviendo, por qué estoy vivo?”. Entonces la conclusión es ¡muérase! No porque uno anhele la muerte sino porque tiene conflictos con la vida.
¡Qué paradoja, sentirse solo entre 130 millones de japoneses!
Bueno, el que visita Japón se da cuenta de por qué. En Japón si usted está en el tren, nadie atiende un teléfono, es prohibido, pero nadie habla con nadie. Hay un silencio, y hay una rutina, se logra escuchar la respiración de las personas y el sonido del tren. Y si uno intenta hablar, interactuar con alguien, es rarísimo. No le van a responder.
¿Y eso por qué?
El respeto al espacio, se dice en Japón. Cada persona tiene un espacio. Alguien se cae y todos se quedan mirando. No porque no les importe, sino porque hay tanto respeto por el espacio del otro que no ayudan a nadie. En Japón no se da el estrechón de mano. Es la venia, solamente.
¿Y qué encuentra aquí?
Uno llega agobiado de todas esas preocupaciones, con los últimos y mejores tenis, con todo lo mejor, y encuentro un pueblo mucho más feliz que yo. Y me aceptaban, a pesar de que yo fui un “pupi” que creció en Ciudad Bolívar, me amaban, decían: “Uy, lléveme a Japón,”
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