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Individualismo

Ananano23 de Septiembre de 2014

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Ayn Rand

EL MANANTIAL

D

EDITORIAL PLANETA

EDICIONES G.R

Titulo original:

THE FOUNTAINHEAD

Traducción de LUIS DE PAOLA

Portada de GRACIA

© Ayn Rand, 1958

© Editorial Planeta, 1975

Depósito Legal: B. 40.793-1975

ISBN: 84-0143976-6 (Obra completa)

ISBN: 84-01-43282-0 (Tomo I)

ISBN: 84-320-5407-0 (Publicado anteriormente por Editorial Planeta)

Difundido por PLAZA & JANES, S. A.

Esplugas de Llobregat: Virgen de Guadalupe, 21-33

Buenos Aires: Lambare, 893

México 5, D. F.: Amazonas, 44, 2.° piso

Bogotá: Carrera 8.a Núms. 17-41

LIBROS RENO son editados por

Ediciones G. P., Virgen de Guadalupe, 21-33

Esplugas de Llobregat (Barcelona)

e impreso por Gráficas Guada, S. A.,

Virgen de Guadalupe, 33

Esplugas de Llobregat (Barcelona) – ESPAÑA

PRIMERA PARTE

PETER KEATING

Howard Roark se echó a reír.

Estaba desnudo, al borde de un risco. Abajo, a mu-cha distancia, yacía el lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo sobre las aguas inmóviles, como una explosión de granito que se hubiese helado en su ascensión. El agua parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la piedra tenía la detención que se produce en ese breve momento de la lucha en que los antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol. El lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por la mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban y terminaban en el cielo. De manera que el mundo parecía suspendido en el espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del hombre que estaba sobre el risco.

Su cuerpo se recortaba contra el cielo. Era un cuerpo de líneas y ángulos largos y rectos, pues cada curva se quebraba en planos. Estaba de pie, rígido, con las manos colgándole a los costados y las palmas vueltas hacia fuera. Tenía la sensación de que sus omóplatos estaban estrechamente juntos, sentía la curva de su cuello y percibía el peso de la sangre en las manos. Sentía el viento atrás, en el hueco de la espina dorsal. El viento agitaba sus cabellos contra el cielo. Su cabello no era rubio ni rojo; tenía el color exacto de las naranjas maduras.

Reía de las cosas que le habían ocurrido aquella mañana y de las que después tenía que afrontar. Sabía que los días venideros serían difíciles, que tendría que enfrentarse con varios problemas y preparar un plan de acción. Pero también sabía que no necesitaría pensar, porque todo estaba ya suficientemente claro para él, porque hacía tiempo que había dispuesto el plan y por-que necesitaba reírse.

Trató de pensar en ello. Pero lo olvidó. Estaba con-templando el granito. Cuando sus ojos se detenían atentamente en el mundo que lo circundaba, no reía. Su rostro era como una ley de la Naturaleza, algo imposible de discutir, alterar o conmover. Tenía pómulos pronunciados que se levantaban sobre las mejillas, hundidas y descarnadas; ojos grises, fríos y fijos; boca despectiva, firmemente cerrada, boca de santo o de verdugo.

Miró el granito. "Hay que cortarlo —se dijo— y transformarlo en paredes." Miró un árbol: "Hay que partirlo y transformarlo en cabrias." Contempló una estría de herrumbre de la piedra y pensó en las vetas de hierro que existían debajo del suelo. "Hay que fundirlo en vigas —se dijo—; en vigas que se levanten hasta el cielo."

"Estas rocas están aquí para que yo haga uso de ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la dinamita, y que mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las corten, que las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les darán mis manos."

Después meneó la cabeza porque recordó lo sucedi-do por la mañana y pensó en las numerosas cosas que tenía que hacer. Avanzó hacia la orilla, levantó los bra-zos y se zambulló en el cielo que yacía abajo.

Cortó rectamente el lago en dirección a la parte opuesta de la costa, y llegó a las rocas donde había de-jado su ropa. Miró con pesadumbre en torno. Durante tres años, desde que vivía en Stanton y siempre que tenía momentos libres, lo que ocurría a menudo, iba allí para pasar el tiempo, para nadar, para descansar, para meditar y sentirse solo y animado. En su nueva libertad, lo primero que deseó fue ir allá, porque sabía que ya no podría volver a hacerlo. Aquella mañana había sido expulsado de la Escuela de Arquitectura del Instituto Tecnológico de Stanton.

Se puso la ropa: pantalones viejos de dril ordinario, sandalias, una camisa de manga corta a la que le falta-ban casi todos los botones. Descendió por una estrecha senda, entre cantos rodados, hacia un camino que a su vez conducía a la carretera por una verde cuesta.

Andaba rápidamente, con movimientos desenvueltos y descuidados. Descendía por el largo camino, bajo el sol. A lo lejos y al frente, en la costa de Massachussets, extendíase Stanton, ciudad pequeña que parecía no tener otra misión que alojar la joya de su existencia; el gran instituto, que se erguía más lejos, sobre una colina.

El término municipal de Stanton comenzaba con un basurero, un montículo gris de desperdicios que se le-vantaba sobre la hierba y humeaba débilmente. Envases de latas brillaban al sol. Yendo por la carretera, más allá de las primeras casas, se encontraba una iglesia. La iglesia era un monumento gótico de ripia pintada de color azul paloma, y tenía gruesos contrafuertes de madera que no sostenían nada, ventanales con vidrieras de colores y pesadas tracerías que imitaban la piedra.

A partir de allí comenzaban las largas calles orilla-das de césped. Más allá del césped se veían casas de madera que torturaban todas las formas: complicadas con gabletes, torrecillas y buhardillas; con porches so-bresalientes; aplastadas bajo enormes techos en declive. Blancas cortinas flotaban en las ventanas. Recipientes con basura, llenos hasta el tope, veíanse junto a las puertas. Un viejo perro pequinés estaba echado sobre una almohada, en el escalón de una puerta, soltando babas. Unos pañales tendidos revoloteaban al viento sobre las columnas de un pórtico.

Cuando Howard Roark pasaba, la gente se volvía para observarlo. Algunos clavaban la vista en él, con súbito resentimiento. No podían explicar por qué lo hacían; era una especie de instinto que su presencia despertaba en la mayoría de las personas. Howard Roark no veía a nadie. Las calles estaban desiertas para él. Hubiera podido caminar desnudo por ellas sin que le importase un bledo.

Cruzó el corazón de Stanton, un amplio espacio ver-de rodeado de los escaparates de las tiendas. En ellas exhibíanse nuevos carteles que anunciaban: "¡Bienvenido el curso del 22! ¡Felicidad, curso del 22!" Aquella tarde se realizaba la colación de grados del curso del 22 del Instituto Tecnológico de Stanton.

Roark tomó por una calle lateral donde, al final de una larga fila de casas, sobre una verde barranca, apa-recía la de la señora Keating. Él era huésped de ella desde hacía tres años.

La señora Keating se encontraba en el porche dando de comer a una pareja de canarios, encerrados en una jaula que pendía sobre la balaustrada. Su regordeta mano se detuvo en el aire apenas lo vio llegar. Lo observó con curiosidad y trató de dar a su boca una expresión de lástima, pero únicamente logró poner de manifiesto el esfuerzo que estaba haciendo.

Howard Roark cruzaba el porche sin advertir su pre-sencia. Ella lo detuvo.

—¡Señor Roark!

—¿Qué?

—Señor Roark, lamento lo... —dijo, titubeando con gazmoñería—, lo que pasó esta mañana.

—¿Qué pasó?

—Su expulsión del Instituto. No puedo decirle cuán-to lo lamento. Quisiera tan sólo que usted supiera que lo siento.

Se quedó mirándola, pero ella sabía que no la veía. "No —se dijo—, no es que no me vea. Él miraba siem-pre fijamente a las personas, y sus infames ojos nunca omitían nada; quería hacer sentir a todo el mundo que para él era como si no existiesen. De ese modo se quedó mirando, sin querer contestar.

—Lo que digo —continuó ella— es que si uno sufre en el mundo es siempre a causa de un error. Ahora, na-turalmente, usted tendrá que dejar la carrera de arquitecto. ¿No es verdad? Pero un hombre joven puede ganarse la vida decentemente siendo empleado, comerciante o cualquier otra cosa.

Él intentó irse.

—¡Ah, señor Roark! —volvió ella a llamarlo.

—¿Qué?

—El decano llamó por teléfono mientras usted esta-ba fuera.

Durante un momento la mujer tuvo esperanzas de que él demostrase una emoción, y una emoción equi-valdría a verlo derrotado. No sabía por qué razón siem-pre había sentido ganas de verlo derrotado.

—¿Sí? —preguntó.

—El decano —repitió con alguna vacilación, bus-cando el tono apropiado para producir efecto—, el de-cano mismo por intermedio de su secretaria.

—¿Sí?

—La secretaria rogó que le dijese que el decano ne-cesitaba verlo apenas usted llegase.

—Gracias.

—¿Para qué supone que

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