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Jurisdicción Penal Y Disfunciones Epistémicas

luisyo9012 de Mayo de 2013

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“Variaciones mexicanas sobre un tema de ordalías y cacerías de brujas”

Edgar Aguilera

SUMARIO: I. Introducción; II Las Ordalías; III. Procesos inquisitorios para perseguir y juzgar la herejía (con referencia especial a la brujería); IV. Un vistazo a los procedimientos penales común y federal mexicanos vigentes en la práctica; V. Discusión y conclusiones.

I. Introducción

1. Algunas aclaraciones terminológicas y notas teóricas

Para transmitir lo que quiero comunicar con la expresión “disfunción epistémica” (A) de un procedimiento penal (incluida claro está, la fase del proceso propiamente dicha), la contrastaré con la expresión “adecuado desempeño epistémico” (B) también predicable de un mecanismo jurisdiccional de tal naturaleza.

(B) denota a la capacidad genérica y dual del sistema procesal penal consistente, por un lado, en determinar con precisión (nunca absoluta, sin embargo, en grados racionalmente aceptables) lo que ocurrió en el plano empírico (que cobra relevancia jurídica a los efectos de la procedencia de las consecuencias de derecho pertinentes); y de otro, consistente en fundar sus decisiones finales (de condenar o absolver) sobre la base de la determinación fáctica previa.

(A) por su parte, denota al desempeño inadecuado de dicha capacidad dual referida anteriormente (que es atribuible a múltiples factores, entre ellos, al entramado jurídico-normativo o andamiaje regulatorio del proceso). Dicha disfunción(es) se manifiesta paradigmáticamente (o con más claridad) en sentencias condenatorias falsas (condenar a alguien materialmente inocente), o en sentencias absolutorias falsas (exonerar al materialmente culpable); ambas costosas (aunque no “igualmente costosas” comparativamente hablando) para los miembros de una sociedad y para ésta en su conjunto.

Estos errores de tipo epistémico (condenas y absoluciones falsas) suelen ser el resultado acumulativo de múltiples decisiones, conductas y prácticas precedentes que, a la manera de un efecto en cascada, los producen.

Dos notas de salvedad o advertencia:

La primera nota tiene que ver con la necesaria consideración de dos aspectos fundamentales en nuestra reflexión procesal:

A) La imperfección o incompletitud de la evidencia (también denominada “déficit de representatividad”); y

B) La falibilidad humana (que se manifiesta por ejemplo, en juicios inadecuados locales o individuales y globales o en conjunto, del peso probatorio de dicha evidencia, así como en saltos inferenciales no justificados).

De modo que, por ello, pese a nuestros mejores esfuerzos, la precisión de las determinaciones jurisdiccionales en este ámbito fáctico o empírico (referido a los hechos), no puede ser absoluta; la sombra del error acompaña y lo hará perpetuamente, a nuestras indagaciones institucionales sobre hechos pasados (independientemente de que ellas sean jurídicas, meramente históricas, científicas, etc.).

La segunda nota, en íntima relación con la primera, ya que asume la presencia de la sombra del error, tiene que ver con los costos usualmente atribuidos por las sociedades occidentales, a las diferentes clases de éste.

Suele considerarse que una condena falsa es mucho más costosa –muchos más grave si se quiere- que una absolución falsa (en estos tiempos convulsos y distorsionados del operar de nuestras instituciones jurisdiccionales penales, de violencia extrema y generalizada, etc., esto parece no ser tan claro. Sin embargo, esta consideración tiene sólidos basamentos históricos y constitucionales, por ejemplo, tómese en cuenta la famosa proporción atribuida a William Blackstone que sostiene que “estamos dispuestos a tolerar la comisión de hasta 10 absoluciones falsas si ha de admitirse una condena falsa”).

La consideración previa –el hecho de que las condenas falsas son en términos de política pública, tomadas como más graves que las absoluciones falsas- suele traducirse en modificaciones estructurales al procedimiento, precisamente con el propósito de intentar contener en lo posible a la “bestia”, materializada en la producción de condenas erróneas.

Proteger al acusado materialmente inocente de este riesgo es la lógica inmanente o subyacente (se realizan ajustes de modo que si y cuando se cometan errores epistémicos, éstos sean preponderantemente absoluciones falsas en contraste con la frecuencia en que se cometen condenas falsas).

En efecto, uno de los grandes retos de diseñar procesos jurisdiccionales penales apropiados consiste en encontrar el punto de balance contextualmente ajustado entre la convivencia (que muchas veces toma la forma de un conflicto) de los múltiples intereses y objetivos que informan el contenido de nuestras reglas procesales (como averiguar la verdad, proteger al acusado en el despliegue de dichos esfuerzos institucionales, mantener buenas relaciones diplomáticas con otros gobiernos, proteger la integridad de la familia, la de ciertas profesiones, rapidez, eficacia, eficiencia, etc.), los cuales deben hacerse concesiones recíprocas razonables (no se puede materializar al 100% toda esa panoplia de preocupaciones y objetivos).

Pese a que la cuestión de hallar el punto de balance permanece irresuelta, la búsqueda –falible- de la verdad (junto con otros objetivos claro está) figura ya de manera indispensable en nuestras consideraciones académicas y prácticas relativas a la fisonomía del derecho procesal penal, o al menos lo hace en el discurso oficial, incluso en materia de derecho internacional de los derechos humanos.

Sin embargo, en otros momentos de la historia, la búsqueda de la verdad en materia penal estuvo relegada a un segundo plano en lo que hace al diseño y operación de procesos y procedimientos jurídicos para la resolución de controversias en materia penal (digamos que otras funciones y objetivos eran comparativamente más apreciados que la verdad y que la depuración de las cuestiones probatorias).

Las desastrosas consecuencias de dichos procedimientos constituyeron un fuerte motivador de la evolución del pensamiento jurídico en torno a las garantías del procesado o acusado y en torno a los criterios y métodos probatorios más apropiados (es decir, de la paulatina conformación de la noción de “debido proceso penal”).

2. Objetivo

En esta ocasión dirigiremos nuestra atención a dos de esos procesos, las ordalías y los procesos inquisitorios contra la herejía y particularmente contra una modalidad de ésta, la brujería.

La conclusión general a la que intentaré llegar es que, pese a la evolución discursiva de la noción de debido proceso penal y al compromiso oficial con la obtención de la verdad, nuestro proceso penal anterior a la reforma de 2008, todavía vigente en la mayoría de las entidades federativas, y nuestro proceso federal igualmente vigente, se desempeñan en la práctica, de forma sugerentemente similar a los mencionados procesos jurídicos que abordaremos.

La pregunta que inmediatamente surge es: ¿Por qué pese a la evolución y supuesto respeto a la doctrina del debido proceso penal y al compromiso formal con la verdad a nivel nacional e internacional, subsisten estas prácticas?

La filosofía política y la sociología nos ofrecen una respuesta parcial a nuestro cuestionamiento, la cual es, al menos preocupante:

Zygmunt Bauman, el célebre sociólogo y politólogo polaco sostiene que el aspecto medular del problema radica en la obstinación neoliberal mundial por desmantelar o desarticular el denominado “estado de bienestar”, es decir, por incumplir la promesa -y por abdicar a la obligación estatal- de contener o mitigar, mediante una serie de instituciones políticas de carácter democrático y de políticas públicas sociales, los desequilibrios y desigualdades inherentes a la imposición de una economía de libre mercado.

En los objetivos y funciones del estado de bienestar radicaba uno de los argumentos más poderosos referidos a la legitimidad (y justificación filosófica) de un Estado que monopoliza la violencia por medio de mecanismos coercitivos y coactivos y que exige la obediencia de los destinatarios del ordenamiento jurídico.

La tendencia neoliberal actual intenta sustituir esta función legitimadora de la Función Pública, recargándose excesivamente en otro de los argumentos disponibles para fundar la tan anhelada legitimidad estatal: El de brindar protección a la integridad física de los ciudadanos.

La sustitución referida –el dar un peso preponderante a cuestiones de seguridad física desatendiendo las demandas de nivelación económica y social propias de la concepción positiva de la “igualdad” y de la “libertad” de las que deberían gozar los ciudadanos- se vale, en la práctica, de mecanismos sutiles, pero eficaces, esencialmente propagandísticos, los cuales crean o exacerban la presencia e intenciones de un enemigo común que para todo efecto, se le presenta al pueblo como la personificación misma de todo lo indeseado y no valorado por la sociedad.

El miedo –o mejor dicho, el terror- generalizado, constituye, en palabras del filósofo Jalil Gibrán, un narcótico social poderoso que entumece y paraliza. Habiéndose administrado dosis abundantes de dicho estupefaciente, por continuar la metáfora, la ciudadanía consiente cada vez más a las medidas agresivas que los gobiernos intentan implementar con progresivo escalamiento, mismas que apuntan a la consolidación de auténticos regímenes de excepción en los que la concesión de poderes discrecionales a los cuerpos policiacos y militares, y la alteración o distorsión de las funciones de estos últimos (extendiéndose al

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