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Lo Que Le Hace Falta A Colombia

PaulaRamirez1831 de Mayo de 2015

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Por William Ospina*

Una de las más indiscutibles verdades de nuestra tradición es que la sociedad colombiana se funda

en el ejemplo de la Revolución Francesa y en la Declaración de los Derechos del Hombre, lo

mismo que en sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Cuando recientemente se celebró el

segundo centenario de esa revolución, muchos nos recordaron cuán intensamente procedemos de

ella y somos hijos de su ejemplo. Sin embargo, yo creo que si algo demuestra la sociedad

colombiana y el aparato de sus instituciones es que nadie procede de una revolución distante y

nadie puede simplemente ser hijo de su ejemplo. Una revolución se vive o no se vive, y la

pretensión de heredar sus emblemas sin haber participado de la dinámica mental y social que le

dio vida, sin haber conquistado sus victorias ni padecido sus sufrimientos, no es más que una

sonora impostura. Nuestra historia suele caracterizarse por esa tendencia a pensar que basta repetir

con embeleso las palabras que expresaron una época para ya participar de ella. Basta que gritemos

Liberté, Egalité y Fraternité, para que reinen entre nosotros la luminosa libertad, la generosa

igualdad, la noble fraternidad, para que ya hayamos hecho nuestra revolución. Pero en realidad

nos apresuramos a proferir esos gritos para evitar que llegue esa revolución y para simular que ya

la hicimos.

Ciento ochenta años después de su independencia del Imperio Español, la colombiana es una

sociedad anterior a la Revolución Francesa, anterior a la Ilustración y anterior a la Reforma

Protestante. Bajo el ropaje de una república liberal es una sociedad señorial colonizada,

avergonzada de sí misma y vacilante en asumir el desafío de conocerse, de reconocerse, y de

intentar instituciones que nazcan de su propia composición social. Desde el Descubrimiento de

América, Colombia ha sido una sociedad incapaz de trazarse un destino propio, ha oficiado en los

altares de varias potencias planetarias, ha procurado imitar sus culturas, y la única cultura en que

se ha negado radicalmente a reconocerse es en la suya propia, en la de sus indígenas, de sus

criollos, de sus negros, de sus mulatajes y sus mestizajes crecientes.

También se ha negado, después de que fuera ahogada en sangre la experiencia magnífica de la

Expedición Botánica, a reconocerse en su naturaleza. Por ello ahora paga las consecuencias de su

inaudita falta de carácter. Ha permitido que sean otros pueblos los que le impongan una

interpretación social y ética de algunas de sus riquezas naturales. Ha asumido el pasivo y

miserable papel de testigo de cómo la lógica de la sociedad industrial transforma por ejemplo la

hoja de coca en cocaína, la consume frenéticamente, irriga con su comercio las venas de su

economía, y finalmente declara a los países que la cultivan, la procesan y la venden como los

verdaderos responsables del hecho y los únicos que deben corregirlo. Así, un problema que

compromete la crisis de la civilización, la incapacidad de las sociedades modernas para brindar

serenidad y felicidad a sus muchedumbres, el vacío ético propio de una edad que declina, y la

necesidad creciente de esta época por aturdirse con espectáculos y sustancias cada vez más

excitantes, es convertido por irresponsables gobiernos y por imperios inescrupulosos en un

problema de policía, y siempre son los serviles países periféricos que se involucran los que

terminan siendo satanizados por el dedo imperial. Ello porque es ley fundamental de todo poder

que la culpa siempre sea de los otros, y sobre todo de los débiles.

La razón por la cual a los seres humanos nos cuesta tanto trabajo encontrar las causas de los males,

es porque lo último que hacemos es mirar nuestro corazón. Siempre miramos el corazón del

vecino para encontrar al culpable, y nos aturdimos con la presunción infinita de nuestra propia

inocencia. Así obra el imperio. Incita, paga, consume, produce substancias procesadoras, pule

procedimientos, desarrolla métodos de mercadeo, sostiene inmensos aparatos estatales dedicados a

instigar el tráfico para conocerlo y poder reprimirlo, permite que legiones de funcionarios se

envilezcan y traicionen en nombre de la patria y de la comunidad, sacraliza prácticas degradantes

y repugnantes bajo la vieja enseña de que el fin justifica los medios, y finalmente se declara

inocente víctima de una conspiración y convoca a la cruzada de los puros contra los demonios.

Pero esto que ocurre en el campo de las relaciones internacionales, y que repite lo que ocurrió

siempre en las desiguales relaciones entre el país y los otros, es apenas uno de los marcos en los

cuales se mueve la increíble realidad de nuestro país.

¿Cómo se sostiene una sociedad en la que todos saben que prácticamente nada funciona? Desde

los teléfonos públicos que no sirven para hacer llamadas hasta los puentes que no sirven para ser

usados y los funcionarios públicos que no sirven para atender a las personas y las fuerzas armadas

que no sirven para defender la vida de los ciudadanos y los jueces que no sirven para juzgar y los

gobiernos que no sirven para gobernar y las leyes que no sirven para ser obedecidas, el

espectáculo que brindaría Colombia a un hipotético observador bienintencionado y sensato sería

divertido si no fuera por el charco de sangre en que reposa.

Cualquier colombiano lo sabe: aquí nada sirve a un propósito público. Aquí sólo existen intereses

particulares. El colombiano sólo concibe las relaciones personales, sólo concibe su reducido

interés personal o familiar, y a ese único fin subordina toda su actividad pública y privada.

Palabras como "patria" causan risa en Colombia, y los únicos seres que creen en ellas, los soldados

que marchan cantando hacia los campos de guerra, son inocentes víctimas que lo único que

pueden hacer por la patria es morir por ella. Todos los demás tienen montado un negocio

particular. Y lo más asombroso es que el Estado mismo es el negocio particular de quienes lo

administran a casi todos los niveles. ¡Ay del que pretenda llegar a moralizar o a dar ejemplo en

semejante sentina de apetitos! ¡Ay del funcionario que intente trabajar con eficiencia, cuando

todos los otros derivan su seguridad de una suerte de acuerdo tácito para entorpecerlo todo y para

permitir que el Estado no sea más que un organismo perpetuador del desorden y de la ineficiencia

social!

Del Estado colombiano se puede decir que presenta dos características absolutamente

contradictorias. Esto es: es un Estado que no existe en absoluto, y es un Estado que existe

infinitamente. Si se trata de cumplir con las funciones que universalmente les corresponden a los

Estados: brindar seguridad social, brindar protección al ciudadano, garantizar la salud, la

educación, el aseo público, la igualdad ante la ley, el trabajo, la dignidad de los individuos,

reconocer los méritos y castigar las culpas, el Estado no existe en absoluto. Pero si se trata de

cosas ruines: saquear el tesoro público, atropellar a la ciudadanía, perseguir a los vendedores

ambulantes, desalojar a los indigentes, lucrarse de los bienes de la comunidad y sobre todo

garantizar privilegios, el Estado existe infinitamente. Nunca se ha visto nada más servicial con los

poderosos y más crecido con los humildes que el Estado colombiano. ¿Y ello por qué? Porque

desde hace mucho tiempo el Estado en Colombia es simplemente un instrumento para permitir que

una estrecha franja de poderosos sea dueña del país, para abrirles todas las oportunidades y

allanarles todos los caminos, y al mismo tiempo para ser el muro que impida toda promoción

social, toda transformación, toda sensibilidad realmente generosa. El Estado colombiano es un

Estado absolutamente antipopular, señorial, opresivo y mezquino, hecho para mantener a las

grandes mayorías de la población en la postración y en la indignidad. No hay en él ni grandeza ni

verdadero espíritu nacional. Antes, para comprobar esto había que ir a ver cómo se mantienen en

el abandono los pueblos del litoral pacífico, los pueblos del interior de Bolívar, las regiones

agrícolas, las aldeas perdidas; ahora basta con recorrer las calles céntricas de la capital, ahora no

hay un solo campo de la realidad en el que podamos decir que el Estado está ayudando a la nación,

está formulando un propósito, está construyendo un país.

Pero ¿dónde están las autorrutas, dónde están los puentes, dónde están los ferrocarriles, dónde

están los astilleros, dónde están los puertos, dónde está la justicia, dónde está la seguridad social,

dónde está la agricultura, dónde está el empleo, dónde está la seguridad de los campos, dónde está

la labor del Estado? ¿Esta rapiña,

...

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