Resumen de la lectura “El maestro ignorante (Capitulo I y II)”
alejandrarubio17 de Septiembre de 2013
3.532 Palabras (15 Páginas)645 Visitas
UNIVERSIDAD PEDAGOGÍCA NACIONAL
UNIDAD 152 ATIZAPAN
“DEBATES ACTUALES DE LA DOCENCIA”
PROFESOR
MARCO ANTONIO ORTIZ PONCE
ALUMNA
• RUBIO VIDAL ALEJANDRA DEL ROCIO
PRESENTA
RESUMEN DE LA LECTURA “EL MAESTRO IGNORANTE (CAPITULO I Y II)”
LIC. PEDAGOGÍA GRUPO: 7.2
UNA AVENTURA INTELECTUAL
(CAPÍTULO I)
En el año 1818, Joseph Jacotot, lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, tuvo una aventura intelectual.
Una carrera larga y accidentada le tendría que haber puesto, a pesar de todo, lejos de las sorpresas: celebró sus diecinueve años en 1789. Enseñaba retórica en Dijon y se preparaba para el oficio de abogado. En 1792 sirvió como artillero en el ejército de la República. Después, la Convención lo nombró sucesivamente instructor militar en la Oficina de las Pólvoras, secretario del ministro de la Guerra y sustituto del director de la Escuela Politécnica. De regreso a Dijon, enseñó análisis, ideología y lenguas antiguas, matemáticas puras y transcendentes y derecho. En marzo de 1815, se convirtió en diputado. El regreso de los Borbones le obligó al exilio y así obtuvo, de la generosidad del rey de los Países Bajos, ese puesto de profesor a medio sueldo.
El azar decidió de otra manera. Las lecciones del modesto lector fueron rápidamente apreciadas por los estudiantes. Entre aquellos que quisieron sacar provecho, un buen número ignoraba el francés. Joseph Jacotot, por su parte, ignoraba totalmente el holandés. No existía pues un punto de referencia lingüístico mediante el cual pudiera instruirles en lo que le pedían. Sin embargo, él quería responder a los deseos de ellos. Por eso hacía falta establecer, entre ellos y él, el lazo mínimo de una cosa común. En ese momento, se publicó en Bruselas una edición bilingüe de Telémaco. La cosa en común estaba encontrada y, de este modo, Telémaco entró en la vida de Joseph Jacotot. Hizo enviar el libro a los estudiantes a través de un intérprete y les pidió que aprendieran el texto francés ayudándose de la traducción. A medida que fueron llegando a la mitad del primer libro, les hizo repetir una y otra vez lo que habían aprendido y les dijo que se contentasen con leer el resto al menos para poderlo contar. Había ahí una solución afortunada, pero también, a pequeña escala, una experiencia filosófica al estilo de las que se apreciaban en el siglo de la Ilustración.
Y Joseph Jacotot, en 1818, era todavía un hombre del siglo pasado.
La experiencia sobrepasó sus expectativas. Pidió a los estudiantes así preparados que escribiesen en francés lo que pensaban de todo lo que habían leído.¿Cómo todos esos jóvenes privados de explicaciones podrían comprender y resolver de forma efectiva las dificultades de una lengua nueva para ellos? Era necesario ver dónde les había conducido este trayecto abierto al azar, cuáles eran los resultados de este empirismo desesperado. Cuál no fue su sorpresa al descubrir que sus alumnos, entregados a sí mismos, habían realizado este difícil paso tan bien como lo habrían hecho muchos franceses. Entonces, ¿no hace falta más que querer para poder? ¿Eran pues todos los hombres virtualmente capaces de comprender lo que otros habían hecho y comprendido?»
Tal fue la revolución que esta experiencia azarosa provocó en su interior. Hasta ese momento, había creído lo que creían todos los profesores concienzudos: que gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus discípulos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia.
En definitiva, sabía que el acto esencial del maestro era explicar, poner en evidencia los elementos simples de los conocimientos y hacer concordar su simplicidad de principio con la simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e ignorantes.
Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir conocimientos y formar los espíritus, conduciéndolos, según un orden progresivo, de lo más simple a lo más complejo. De este modo el discípulo se educaba, mediante la apropiación razonada del saber y a través de la formación del juicio y del gusto, en tan alto grado como su destinación social lo requería y se le preparaba para funcionar según este destino: enseñar, pleitear o gobernar para las elites letradas; concebir, diseñar o fabricar instrumentos y máquinas para las vanguardias nuevas que se buscaba ahora descubrir entre la elite del pueblo; hacer, en la carrera científica, descubrimientos nuevos para los espíritus dotados de ese genio particular.
No había dado a sus alumnos ninguna explicación sobre los primeros elementos de la lengua. No les había explicado ni la ortografía ni las conjugaciones. Ellos solos buscaron las palabras francesas que correspondían a las palabras que conocían y las justificaciones de sus desinencias. Ellos solos aprendieron cómo combinarlas para hacer, en su momento, oraciones francesas: frases cuya ortografía y gramática eran cada vez más exactas a medida que avanzaban en el libro; pero sobretodo eran frases de escritores y no de escolares. Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del maestro? O, si no lo eran, ¿a quiénes y para qué eran entonces útiles esas explicaciones?
El orden explicador
Nadie conoce realmente más que lo que ha comprendido. Y, para que comprenda, es necesario que le hayan dado una explicación, que la palabra del maestro haya roto el mutismo de la materia enseñada.
El secreto del maestro es saber reconocer la distancia entre el material enseñado y el sujeto a instruir, la distancia entre aprender y comprender.
El explicador es quien pone y suprime la distancia, quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su palabra.
En el orden explicador, de hecho, hace falta generalmente una explicación oral para explicar la explicación escrita. Eso supone que los razonamientos están más claros, se graban mejor en el espíritu del alumno, cuando están dirigidos por la palabra del maestro, la cual se disipa en el instante, que cuando están inscritos en el libro con caracteres imborrables.
¿Cómo hay que entender este privilegio paradójico de la palabra sobre el escrito, del oído sobre la vista? ¿Qué relación hay entonces entre el poder de la palabra y el poder del maestro?
Esta paradoja se encuentra enseguida con otra: las palabras que el niño aprende mejor, aquellas de las que absorbe mejor el sentido, de las que se apropia mejor para su propio uso, son aquellas que aprende sin maestro explicador, con anterioridad a cualquier maestro explicador. En el rendimiento desigual de los diversos aprendizajes intelectuales, lo que todos los niños aprenden mejor es lo que ningún maestro puede explicarles, la lengua materna. Ellos oyen y retienen, imitan y repiten, se equivocan y se corrigen, tienen éxito por suerte y vuelven a empezar por método, y, a una edad demasiado temprana para que los explicadores puedan empezar sus instrucciones, son prácticamente todos capaces de comprender y hablar la lengua de sus padres. Ahora bien, este niño que ha aprendido a hablar a través de su propia inteligencia y aprendiendo de aquellos maestros que no le explicaban la lengua, empieza ya su instrucción propiamente dicha. A partir de ahora, todo sucederá como si ya no pudiese aprender más con ayuda de la misma inteligencia que le ha servido hasta entonces, como si la relación autónoma del aprendizaje con la verificación le fuese a partir de ahora ajena. Se trata de comprender y sólo esta palabra lanza un velo sobre cualquier cosa: comprender es eso que el niño no puede hacer sin las explicaciones de un maestro. Y pronto tendrá tantos maestros como materias para comprender, impartidas en un cierto orden progresivo. Se añade la circunstancia extraña de que estas explicaciones, desde que comenzó la era del progreso, no dejan de perfeccionarse para explicar mejor, para hacer comprender mejor, para aprender mejor a aprender, sin que podamos medir nunca un perfeccionamiento correspondiente en la susodicha comprensión.
El maestro emancipador
Se llamará emancipación a la diferencia conocida y mantenida de las dos relaciones, al acto de una inteligencia que sólo obedece a sí misma, aunque la voluntad obedezca a otra voluntad.
Esta experiencia pedagógica llevaba así a una ruptura con la lógica de todas las pedagogías. La práctica de los pedagogos se sustenta sobre la oposición entre la ciencia y la ignorancia. Los pedagogos se distinguen por los medios elegidos para convertir en sabio al ignorante: métodos duros o blandos, tradicionales o modernos, pasivos o activos, de los cuales se puede comparar el rendimiento.
Desde este punto de vista, se podría, en un primer enfoque, comparar la rapidez de los alumnos de Jacotot con la lentitud de los métodos tradicionales. Pero, en realidad, no había nada que comparar. La confrontación de los métodos supone un acuerdo mínimo sobre los fines del acto pedagógico: transmitir los conocimientos del maestro al alumno. Ahora bien Jacotot no había transmitido nada. No había utilizado ningún método.
El método era puramente el del alumno. Y aprender más o menos rápido el francés es, en sí mismo, una cosa de poca transcendencia. La comparación no se establecía ya entre métodos sino entre dos usos de la inteligencia y entre dos concepciones del orden intelectual.
El circulo de la potencia
La experiencia le pareció suficiente para entenderlo: se puede enseñar lo que se ignora si se emancipa al alumno, es decir, si se le obliga a usar su propia inteligencia. Maestro es el que encierra a una inteligencia en el círculo arbitrario
...