Un Dilema
Eyger25 de Noviembre de 2013
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Un dilema ético
Fuente: Blanchard, K. Peale, I. Grijalbo, 1988
Un dilema ético
Estaba en casa, sentado en mi sillón preferido, pero mi mente no descansaba. Eran las cuatro de la tarde. Por tercera noche consecutiva, me había despertado de madrugada, turbado y confuso por un problema laboral que me provocaba una angustia creciente.
El hecho de ser el jefe de división de una importante empresa de alta tecnología en un sector tan competitivo puede tener sus momentos difíciles. Las ventas andaban flojas desde hacía casi seis meses y mi jefe inmediato me acosaba constantemente en demanda de mejores resultados. Llevaba un mes buscando a un experto vendedor que añadir a mi equipo y había entrevistado hacía tres días a un candidato con muchas posibilidades.
En cuanto le vi entrar con paso seguro en mi despacho, comprendí que aquel hombre era la persona que necesitaba. A medida que proseguía la entrevista, mi interés se acrecentó y pensé que tendría mucha suerte si pudiera contratarlo. Su historial de ventas era extraordinario y conocía nuestra industria de cabo a rabo. Por si fuera poco acababa de dejar, tras seis años de éxitos ininterrumpidos, un puesto de responsabilidad en la empresa que era nuestra principal competidora.
Durante la entrevista me di cuenta de que aquel vendedor estaba muy por encima de todos los candidatos que había entrevistado hasta aquel momento. Ya casi había decidido contratarle -a reserva de hacer una o dos llamadas telefónicas para comprobar sus referencias-, cuando el hombre sonrió, tomó su cartera de documentos y extrajo un pequeño sobre cuadrado del que sacó un disco de computadora, mostrándomelo como si fuera una joya de valor incalculable.
-¿Adivina usted lo que contiene este disco? -me preguntó.
Sacudí la cabeza.
Sin dejar de sonreír, y hablando con gran suficiencia, el candidato al puesto de vendedor me explicó que el disco contenía una enorme cantidad de información confidencial sobre nuestro principal competidor y antiguo patrón suyo, incluyendo los perfiles de todos los clientes y los costos de un importante contrato de defensa por el cual competía también nuestra empresa. Al cerrar la entrevista, el candidato me prometió que, en caso de que le contratara, me facilitaría el disco y otros muchos datos de interés.
Cuando abandoné mi despacho, tuve dos reacciones inmediatas ante ese hecho. La primera fue de cólera. ¿Cómo podría hacer aquel hombre semejante cosa? Sabía que su proposición no estaba bien, y por eso aquel individuo no era la clase de persona que yo necesitaba en mi equipo. Mi segunda reacción no fue tan rápida ni tan emocional, sino que afloró poco a poco a la superficie y me hizo comprender que no podía rechazar el ofrecimiento sin pensarlo más. Cuando más pensaba en ello, más me daba cuenta de que aquel hombre nos ofrecía a mí y a nuestra empresa prácticamente una mina de oro. En caso de que lo contratara, no sólo conseguiría el gigantesco contrato de defensa sino también otras muchas cuentas importantes que yo intentaba captar desde hacía tres años. Lo tenía todo al alcance de la mano y comprendí que se trataba de una oportunidad de esas que sólo se presentan una vez en la vida. Y no podía dejarla escapar.
Uno de mis hijos ya estaba en la universidad, otros dos no tardarían en seguir su ejemplo, por lo que mi mujer y yo pasábamos ciertos apuros económicos. Sin un ascenso, la situación no tendría más remedio que empeorar. Aquella era la mejor ocasión para un ascenso porque el vicepresidente ejecutivo para ventas y mercadotecnia estaba a punto de jubilarse y mi jefe pasaría a otro cargo de mayor responsabilidad. Su sustitución era el tema de los más intensos rumores que jamás hubieran circulado en nuestra empresa desde mi incorporación a ella. Dado el escaso volumen de ventas de mi división, pensé que yo no tendría la menor oportunidad de ser elegido. Pero eso fue antes de mi entrevista con el vendedor de la otra empresa. Sería el mejor momento para conseguir un nuevo contrato de importancia.
Comprendí que me encontraba atrapado entre dos reacciones de cólera e interés, y decidí comentarle la situación a uno de nuestros gerentes más antiguos de la empresa, que había sido mi mentor desde mi incorporación a la compañía, hacía doce años. Tras referirle toda la historia, me sorprendió la brevedad y acierto de su respuesta.
-Contrata a este hombre antes de que otros lo hagan -me dijo-. Sé que es un riesgo, perro en este medio todos tratan de conseguir información fidedigna sobre la competencia, utilizando cualquier método a su alcance. Vamos a perder un ángulo competitivo si no te decides cuando aún es tiempo.
Comprendí que el empleo de la expresión "ángulo competitivo" era una limitación de nuestro jefe, quien insistía siempre en palabras de aquel tenor.
Al salir de su despacho, el gerente me dio una palmada en el hombro, me guiñó el ojo y me dijo que estaba seguro de que haría lo más conveniente.
Mientras me dirigía a mi despacho tropecé con mi principal colaboradora, una inteligente y decidida diplomada en administración de empresas.
-Te veo preocupado -me dijo-, ¿Ocurre algo?
Le pedí que me acompañara a mi despacho y, una vez allí, le expliqué toda la historia. Su respuesta fue exactamente la contraria de la de mi mentor.
-Oye -me dijo, mirándome directamente a los ojos-, yo te aconsejo que lo pienses bien. No sólo está mal la conducta de este hombre sino que, además, tú respaldarías su proceder si lo contrataras. Por si fuera poco, nunca sabrías en qué momento podría robarnos a nosotros y venderle los datos al mejor postor -asentí en silencio porque yo también lo había pensado-. Además -añadió-, si alguna vez se divulgara que le contrataste sabiendo que había robado información confidencial, el asunto podría estallar y ser un descrédito para nuestra empresa.
Cuando mi colaboradora se fue, me quedé sentado en mi despacho, pensando que mis dos amigos, lejos de ayudarme, me habían complicado la decisión. No sabía qué hacer, si contratarle o decirle: "Muchas gracias, pero no". También podía contratarle con la condición de que se reservara la información robada. "Pero, ¿podría fiarme de él cuando empezara a trabajar aquí? -me pregunté-. Quizá convendría que le rechazara y llamara a su antiguo jefe".
Aquella noche, las preguntas me impidieron dormir y me obligaron a practicar una difícil gimnasia mental. Sabía en mi fuero interno que el comportamiento de aquel hombre no era correcto y también que a veces hace falta mucho valor para defender lo que es justo. Pero, al mismo tiempo, no quería pecar de ingenuo. Puesto que otros lo hacían -los competidores se hubieran lanzado como fieras ante la oportunidad de conseguir de un solo tiro un vendedor de talento y una información confidencial fidedigna, tal vez debería contratarle.
No sabía a cuál otra persona pedir consejo. Mi jefe se encontraba en la sede central de Chicago y todo lo que salía de su boca o de sus comunicaciones por correo tenía que ver con el incremento de las ventas. El vicepresidente de nuestra división iba a retirarse y ya no se ocupaba demasiado de los asuntos de la empresa. El presidente era casi un desconocido para mí; raras veces le veía y no sabía nada sobre sus puntos de vista acerca de la ética empresarial.
Comprendí que necesitaba pedir consejo a alguien que no estuviera directamente relacionado con el caso. Tres noches seguidas de insomnio ya eran más que suficientes. Aún no había decidido si contratar o no aquel vendedor. "Menuda disyuntiva", pensé, sonriendo por primera vez en varios días.
La necesidad de consejo
Recordé a una antigua compañera mía de la universidad. Ambos habíamos sido dirigentes estudiantiles y nos habíamos mantenido en contacto a lo largo de los años. El año anterior, la empresa donde ella trabajaba se había visto envuelta en un tremendo escándalo a causa de unos ejecutivos que falsificaron las tarjetas de asistencia, para los empleados, cobrándole al Gobierno cantidades de más. A partir de entonces, se nombró un nuevo presidente, el cual decidió crear la figura del ombudsman (el defensor del pueblo) ético para que resolviera los asuntos de esta naturaleza, estableció un nuevo Código Etico y unas Pautas de Conducta, hizo imprimir en las tarjetas de asistencia la advertencia explícita de que los cobros de más eran un delito y puso en marcha un programa obligatorio de adiestramiento ético para el personal a todos los niveles de la organización. En esta reestructuración de la empresa, mi amiga recibió el encargo de trabajar durante dos años en el nuevo programa de adiestramiento ético. El nombramiento no me sorprendió, porque su honradez y su sentido del juego limpio eran más que evidentes.
El chequeo ético
Por suerte, mi amiga accedió a reunirse conmigo aquella noche. Escuchó mi relato y, al terminar, le pregunté:
-Si alguien de tu empresa te plantea este dilema, ¿qué le aconsejarías?
-Le haría un chequeo ético -me contestó, subrayando estas palabras.
-¿Un chequeo ético?
-Sí. el chequeo ético ayuda a las empresas a resolver sus dilemas, mostrándoles la forma de examinar el problema a distintos niveles. Contiene tres preguntas, cada una de las cuales sirven para aclarar un aspecto distinto de la decisión. El chequeo ético permite eliminar las zonas grises de las situaciones éticas.
"Parece ser -añadió- que las tensiones que afligen a muchas personas se deben a que tomaron deliberadamente decisiones poco éticas, de cuya inmoralidad eran básicamente conscientes.
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