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Biografia De San Jeronimo


Enviado por   •  14 de Junio de 2014  •  2.464 Palabras (10 Páginas)  •  410 Visitas

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“Id por todo el mundo...”

De igual modo que no pueden ponerse diques al mar ni barreras al viento, lo mismo ocurre con el corazón de los santos: su amor no conoce fronteras. Y también en esto Jerónimo rompe moldes: no deja Venecia, como pudiera parecer, por un ansia natural de expansión de su obra, sin más; lo hace por pura obediencia a su confesor, a quien el obispo de Bérgamo -que quiere organizar las instituciones caritativas de su diócesis y considera que Emiliani es la persona más adecuada- le ha pedido, machaconamente, por cierto, que se lo mande. Y como él es hijo de la Iglesia -ésta es otra característica esencial de su santidad-, allá por la primavera de 1532 deja Venecia ‘sin cosa alguna de este mundo’, a pie, claro, y hospedándose en hospitales, ‘el sitio por él preferido para alojarse’ porque allí se hospedan los pobres. De camino por Verona organiza, también a requerimiento del obispo, el hospital, dando preferencia a los niños en él alojados, y prepara a seglares para que se responsabilicen de su cuidado. También su paso por Brescia deja una profunda huella; pero la meta es Bérgamo, el territorio más pobre y devastado de la República de Venecia.

E inmediatamente pone manos a la obra, con la ayuda del obispo y de otras personas de bien. Su labor consiste en organizar los hospitales de la ciudad y comarca al estilo de cómo lo ha hecho en Incurables y Bersaglio de Venecia, dando un trato preferencial al reparto que acoge a los niños de la calle. De éstos se encarga él personalmente; los forma en las verdades de la fe y cuando están a punto, recorre con ellos la campaña y los pueblecitos del entorno, ‘exhortando a sus habitantes a volver a la vida de piedad que se expone en el Santo Evangelio’. Con los chiquillos alineados de a dos y precedidos por la cruz, va por los pueblos y aldeas rezando y cantando letanías, de tal manera que atrae la atención de cuantos trabajan en el campo; además, ayudan en el trabajo de siembra o recogida de la mies, sin pedir nada a cambio. Luego, en los descansos, unas veces es el Padre -ya todos le llaman así- quien catequiza a los campesinos en las verdades de la fe, y otras, los mismos niños-catequistas, preparados por Jerónimo y sus colaboradores, exhiben sus conocimientos en amistosa competición, preguntando y respondiendo -así nace el estilo de los catecismos que todos conocemos, otra de sus genialidades- sobre temas fundamentales de la fe católica, con gran provecho para quienes los escuchan.

Bérgamo se convierte en cuartel general desde donde despega, en unión con sus chavales, una intensa tarea evangelizadora y de inculturación religiosa, a modo de misiones populares, para contribuir al bloqueo de la herejía protestante que tanto daño estaba haciendo por entonces a la Iglesia. “Dulce Padre nuestro... te rogamos por tu infinita bondad que devuelvas a todo el pueblo cristiano al estado de santidad que tuvo en tiempos de tus apóstoles”. Así reza él y así hace rezar a sus hermanos y a sus hijos. La santidad de la Iglesia, su amor por la Iglesia, a la que siente como Madre, es el motor de su obra de caridad: la reforma del pueblo cristiano, de la sociedad, comenzando por los más pequeños, los niños, combatiendo por todos los medios la ignorancia flagrante tanto del clero como del pueblo, es su obsesión.

Precisamente por amor a la Iglesia, porque siente que la obra es de Dios, el obispo de Bérgamo lo anima a que se abra con su actividad a otras ciudades, a otras necesidades, a otras gentes. En Bérgamo, igual que en Venecia, se le han unido algunos hombres, sacerdotes y seglares que, atraídos por el resplandor que destella su persona, quieren vivir en fraternidad con él, entregados a Dios al servicio de los pobres. A ellos, pues, encomienda las obras de la ciudad y de la comarca, y un día del mes de noviembre de 1533, acompañado de un grupo de treinta y cinco chiquillos, echa de nuevo a andar, cruza el Adda y se dirige a la industriosa Milán, en un viaje que resultará accidentado. Nada más cruzar el río, se da cuenta de que algunos de los chiquillos tienen fiebre; él mismo se siente atacado por frecuentes espasmos de tos y una fuerte calentura, que va en aumento y le obliga a detenerse en un viejo caserón abandonado al borde del camino. La escena es fácil de imaginar. Mientras un grupo de asustados chavales, sin saber qué hacer, permanece junto al Padre, que tirita de fiebre acostado sobre un poco de paja, y a varios de sus compañeros también enfermos, dos o tres están alerta fuera, pidiendo a Dios con todas sus fuerzas que pase pronto alguien que pueda socorrerlos. Y pasa a caballo un hombre en dirección a Milán, que se detiene ante los insistentes aspavientos de los muchachos para llamar su atención. Le explican y entra; y resulta ser un antiguo conocido de Jerónimo, por lo que le ofrece llevarlo inmediatamente en su cabalgadura a una casa que tiene no muy lejos de allí. A él sólo, eso sí. Jerónimo, a pesar de la fiebre, reacciona rápido -¡su decisión iba en serio!- ante un ofrecimiento así: ‘Hermano, Dios os pague vuestra caridad; pero de ninguna manera puedo yo dejar solos a estos pequeños: ¡quiero vivir y morir con ellos!’ El conocido, que no puede aceptar aquella condición, refiere a su llegada a Milán al Duque Francisco Sforza lo acontecido y éste envía rápidamente el auxilio oportuno para que los trasladen de inmediato a la ciudad.

Una vez repuesto, se dispone a realizar en Milán las Obras de Cristo. La ciudad presenta un aspecto aterrador como consecuencia de las catástrofes que acaba de padecer: guerras, saqueos, epidemias, carestía, peste y todo tipo de enfermedades. Pero no todo va a ser malo: hay ya grupos organizados de ciudadanos que asisten generosamente a los necesitados; Jerónimo aporta su especialidad, el cuidado de los huérfanos: los recoge y los lava, les da de comer y cura sus heridas como medida de choque, para después empezar con la instrucción religiosa y el aprendizaje de la lectura y la escritura o la iniciación a un trabajo, de acuerdo con las aptitudes de cada uno. Abre para ellos una institución, los 'Martinitt', aún hoy conocida y querida en Milán, porque continua acogiendo bajo su techo a menores en situación de desamparo. Y se ocupa, también, de las niñas, igual que había hecho en Bérgamo y en Verona, y hará más adelante en como, Brescia, Pavía y otras ciudades del norte de Italia. Para su cuidado se ofrecen, atraídas por su gancho, grupos de señoras, en muchos casos de la nobleza, que cuentan con el apoyo espiritual de los sacerdotes compañeros del Santo y el económico y de gestión de los cofrades -seglares comprometidos- de las Compañías de Huérfanos que se iban formando para respaldar cada una de las obras.

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