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EL PELIGRO DE UNA SOLA HISTORIA

Memaestrer23 de Marzo de 2012

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La escritora nigeriana Chimamanda Adichie

Bicentenario

Se supone que la celebración del Bicentenario de la

Independencia es una oportunidad para recordar o

aprender la historia del país. Pero ¿a cuál historia nos

referimos? ¿Puede existir una sola historia? ¿Debe

exisitir una sola historia? En este emotivo testimonio la

escritora nigeriana da su respuesta.*

Por: Chimamanda Adichie (TED Global Talk).

Cuento historias y me gustaría contarles algunas historias personales sobre lo que llamo “el

peligro de una sola historia”. Crecí en un campus universitario al este de Nigeria. Mi madre

dice que empecé a leer a los dos años, pero a decir verdad yo creo que fue a los cuatro. Fui

una lectora precoz y leía literatura infantil inglesa y estadounidense. También fui una

escritora precoz y cuando empecé a escribir a los siete años, cuentos a lápiz con

ilustraciones de crayón que mi pobre madre tenía que leer, escribía el mismo tipo de

historias que leía. Todos mis personajes eran blancos y de ojos azules. Jugaban en la nieve,

comían manzanas y hablaban todo el tiempo sobre el clima, sobre lo encantador que era que

saliera el sol. Esto a pesar de que vivía en Nigeria y de que nunca había salido de allí: no

teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos del clima porque no había

necesidad. Mis personajes bebían cerveza de jengibre porque los personajes de mis libros

también lo hacían. Y ni siquiera importaba que yo no supiera qué era la cerveza de jengibre.

Muchos años después, sentí un gran deseo de probarla, pero esa es otra historia. Lo que esto

demuestra es cuán vulnerables somos ante una historia, especialmente cuando somos niños.

Porque yo solo leía libros donde los personajes eran extranjeros, estaba convencida de que

los libros, por naturaleza, debían tener extranjeros y narrar cosas con las que yo no podía

identificarme.

Todo cambió cuando conocí los libros africanos. No había muchos disponibles y no era tan

fácil encontrarlos. Gracias a autores como Chinua Achebe y Camra Laye mi percepción de

la literatura cambió. Me di cuenta de que personas como yo, niñas con piel color chocolate

y pelo rizado que no se puede atar en colas de caballo, también podían existir en la

literatura. Comencé a escribir sobre cosas que reconocía. Yo amaba los libros ingleses y

estadounidenses que leía, avivaron mi imaginación y me abrieron nuevos mundos. Pero la

consecuencia involuntaria fue que no supe que personas como yo podían existir en la

literatura. Descubrir a los escritores africanos me salvó de conocer una sola historia sobre

qué son los libros.

Vengo de una familia de clase media convencional. Mi padre era profesor; mi madre,

administradora. Y teníamos, como era costumbre, criados provenientes de pueblos

cercanos. Cuando cumplí ocho años, llegó uno nuevo a la casa. Su nombre era Fide. Lo

único que mi mamá nos contaba sobre él era que su familia era muy pobre. Mi madre le

enviaba a su familia batatas, arroz y nuestra ropa vieja. Y cuando no terminaba mi comida,

mi mamá me gritaba “¡come!, ¿acaso no sabes que hay gente como la familia de Fide que

no tiene nada?”. Entonces sentía mucha lástima por la familia de Fide. Un sábado fuimos a

visitarlo a su pueblo y su mamá nos mostró una cesta bellísima de rafia teñida hecha por su

hermano. Quedé sorprendida. Nunca pensé que alguien de su familia pudiera ser capaz de

hacer algo. Lo único que sabía de ellos es que eran muy pobres y para mí era imposible

verlos como algo más que eso. Su pobreza era mi única historia sobre ellos.

Años después pensé sobre esto cuando me fui de Nigeria a estudiar en Estados Unidos.

Tenía 19 años. Mi compañera de cuarto estaba sorprendida. Me preguntó dónde había

aprendido a hablar tan bien inglés y quedó confundida cuando le dije que ese era el idioma

oficial en Nigeria. Me preguntó si podía escuchar mi ‘música tribal’ y quedó muy

desilusionada cuando le mostré un casete de Mariah Carey. Pensaba que yo no sabía usar

una estufa. Me impresionó que me tuviera lástima incluso antes de conocerme. Su visión de

mí, como africana, se reducía a una lástima condescendiente. Mi compañera conocía una

sola historia de África; una única historia de catástrofe en la que no era posible que los

africanos se parecieran a ella de ninguna forma. No había posibilidad de que existieran

sentimientos más complejos que la lástima ni de conexión como iguales.

Debo decir que antes de viajar a Estados Unidos yo no me identificaba conscientemente

como africana. Pero estando allí, cada vez que mencionaban África la gente me hacía

preguntas, sin importar que yo no supiera nada sobre países como Namibia. Sin embargo,

llegué a abrazar esa nueva identidad y ahora pienso en mí misma como africana.

Así que después de vivir unos años en Estados Unidos como africana, empecé a entender la

actitud de mi compañera. Si yo no hubiera crecido en Nigeria y si todo lo que conociera de

África fueran imágenes populares, también creería que es un lugar de hermosos paisajes y

gente incomprensible que libra guerras sin sentido y muere de pobreza y de sida, incapaz de

hablar por sí misma, esperando a ser salvada por un extranjero blanco y gentil. Yo vería a

África del mismo modo en que, cuando era niña, veía a la familia de Fide.

Creo que esta única historia de África procede de la literatura occidental. John Locke, un

comerciante londinense que zarpó hacia África occidental en 1561, escribió un relato

fascinante sobre su viaje, en el que después de referirse a los africanos como “bestias sin

casa”, escribió “tampoco tienen cabezas. La boca y los ojos les nacen del torso”. Hay que

admirar la imaginación de John Locke. Pero lo verdaderamente importante de su escritura

es que representa el comienzo de una tradición de historias sobre africanos en Occidente,

una tradición donde el África subsahariana es lugar de negativos, de indiferencia, de

oscuridad, de personas que, en palabras del poeta Rudyard Kipling, “son mitad demonios,

mitad niños”.

Y entonces empecé a entender que mi compañera durante su vida tuvo que ver y escuchar

diferentes versiones de esta única historia. Al igual que un profesor que una vez me dijo

que mi novela no era “auténticamente africana”. Yo sabía que la novela tenía defectos, que

había fallado en algunas partes, pero no me imaginaba que había fracasado en lograr algo

llamado “autenticidad africana”. De hecho, yo no sabía qué significaba esa expresión. El

profesor me dijo que mis personajes se parecían demasiado a él, un hombre educado de

clase media. Mis personajes conducían carros y no morían de hambre. Por lo tanto, no eran

auténticamente africanos.

Debo añadir que yo también soy cómplice de esta cuestión de la única historia. Hace unos

años viajé de Estados Unidos a México. En ese entonces el clima político estaba tenso.

Había debates sobre la inmigración y, como suele ocurrir en Estados Unidos, la

inmigración se convirtió en sinónimo de mexicanos. Había historias sobre mexicanos que

eran arrestados en la frontera. Recuerdo una caminata en mi primer día en Guadalajara,

mirando a la gente ir al trabajo, amasando tortillas en el mercado, fumando, riendo.

Recuerdo que primero me sentí un poco sorprendida y luego me embargó la vergüenza. Me

di cuenta de que había estado tan inmersa en la cobertura mediática sobre los mexicanos

que se habían convertido en una sola cosa en mi cabeza: el inmigrante abyecto. Había

creído en una única historia sobre los mexicanos y no podía estar más avergonzada de mí.

Es así como creamos una sola historia. Mostramos a un pueblo como una sola cosa, una y

otra vez, hasta que se convierte en eso. Es imposible hablar sobre la única historia sin

hablar del poder. Nkali es una palabra del idioma igbo que recuerdo cada vez

...

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