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La Mujer


Enviado por   •  24 de Febrero de 2015  •  1.488 Palabras (6 Páginas)  •  113 Visitas

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Creo ser acreedor a que se me tenga por todo un hombre célebre, aunque no sea el autor de Junius, ni el hombre de la máscara de hierro. Me llamo, según afirman, Robert Jones, y nací no sé en qué barrio de la ciudad de Fum-Fodge.

El primer acto de mi vida consistió en agarrarme las narices con ambas manos. Mi excelente madre, al verlo, auguró que sería un genio; mi padre lloró de alegría y me premió regalándome un tratado de nasología. Fui un sabio en esta ciencia antes de calzar bragas.

Este hecho decidió mi orientación en el camino de la ciencia; por él comprendí que todo hombre, con tal que tenga unas narices suficientemente desarrolladas puede, sin más, que dejarse arrastrar por su propio instinto, llegar a ser una notabilidad. No me entretuve en divagaciones teóricas, sino que, acudiendo a la práctica, todas las mañanas de todos los días de Dios, me tiraba dos veces de la punta de mi trompa, finalizando esta maniobra, como medio indispensable para el buen resultado de mis intentos, con media docena de copitas que a continuación me endosaba.

Un día, cuando fui mayor de edad, invitóme mi padre a seguirle a su gabinete, y haciéndome sentar frente a él, me preguntó:

—Hijo mío, ¿en qué te ocupas, cuál es tu porvenir, cuál es tu misión?

—Padre —le respondí—, me dedico al estudio de la nasología.

—¿Y qué significa eso de nasología, Robert?

—Señor, la ciencia que estudia las narices.

—¿Y puedes decirme, hijo, cuál es el significado de la palabra narices?

—Padre, las narices —contesté bajando algo la voz— las han definido de muy diverso modo millares de sabios —y al decir esto, saqué el reloj, miré la hora y proseguí—: aún no es mediodía, y hasta las doce de la noche tendremos tiempo de pasar revista de todas estas definiciones. Empecemos, pues. La nariz, según Bartholius, es esta protuberancia, esta giba, esta excrecencia, esta...

—Todo eso está muy bien, Robert —interrumpió mi padre—, me confieso anonadado por lo profundo de tus conocimientos, te lo juro —dijo, cerrando los ojos y poniéndose la mano derecha sobre el corazón—. ¡Acércate! —añadió, tomándome del brazo—: tu educación está concluida; creo que ya es tiempo de que hagas tu entrada en el mundo, para caminar por él, lo mejor que debes hacer es seguir sencillamente a tu nariz. Así, pues, márchate, y que Dios te proteja —gritóme, acompañando sus palabras con formidables puntapiés, que yo fui recibiendo hasta llegar a la puerta de la calle.

A pesar de todo, acepté el consejo paternal, y resolví seguir a mis narices. Con mayor fuerza que de ordinario, me di de ella tres tirones mayúsculos, de los cuales brotó un folleto sobre la nasología.

Todo Fum-Fodge quedóse estupefacto al leer mi primer obra.

—¡Soberbio ingenio! —dijo el Quarterly.

—¡Estupenda fisiología! —dijo el Westminster.

—¡No está mal, tuno! —dijo el Foreign.

—¡Excelente escritor! —dijo el Edimburgo.

—¡Profundo pensador! —dijo el Dublín.

—¡Ilustre hombre! —dijo el Bentley.

—¡Alma divina! —dijo Fraser.

—¡Uno de los nuestros! —dijo Blackwood.

—¿Quién será? —dijo una señora literata.

—¿Qué será? —dijo una señorita literata.

No hice caso de cuanto dijeron de mí estas gacetillas, y, despreciándolas, fuíme derecho al estudio de un artista.

Estaba éste haciendo un retrato a la duquesa de Tal; el marqués de Cual tenía el perrito de aguas de la duquesa; el conde de Esto-y-lo-otro jugueteaba con el pomo de sales de dicha dama y Su Alteza Real de Noli me-tangere se mecía en su butaca.

—¡Oh, bellísimas! —suspiró Su Excelencia.

—¡Oh, socorro! —gritó el marqués.

—¡Oh, espantosas! —murmuró el conde.

—¡Oh, abominables! Gritó Su Alteza Real.

—¿Cuánto quiere usted? —me preguntó el artista.

—¿Por las narices? —exclamó Su Excelencia.

—Mil libras —contesté, tomando asiento.

—¿Mil libras? —me dijo el artista, pensativo.

—Mil libras —respondí.

—Muy buenas son —me dijo con entusiasmo.

—Pues valen mil libras —repetí.

—¿Las garantiza usted? —preguntó, volviéndome las narices hacia la luz para examinar las medias tintas.

—Las garantizo —dije, sonándolas con estruendo.

—¿Son reales, verdaderas? —repitió palpándolas con algún temor.

—¡Vaya! —dije, cogiéndomelas y retorciéndomelas bruscamente.

—¿No son copia? —tórnome a preguntar, examinándomelas con una lente.

—Absolutamente originales —le respondí, hinchándolas.

—¡Admirable! —gritó entusiasmado por la maniobra.

—Mil libras —volví a repetirle.

—¿Mil libras? —observóme.

—Exactamente —dije.

—Justas y cabales —contesté.

—Las tendrá usted —respondió—; ¡vaya un mandado!

Me entregó un billete de mil libras y sacó una copia de mis narices. Alquilé un piso en Jeremyn-Street, y dediqué a Su Majestad la nonagésima novena edición de mi Nasología, adornada con el retrato de mi trompa.

El príncipe

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