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La Quema De Judas

Dianita_vera1528 de Agosto de 2014

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LA QUEMA DE JUDAS

Novela de MARIO HALLEY MORA

(Enlace a datos biográficos y obras

en la GALERÍA DE LETRAS del

www.portalguarani.com )

Enlace a la edición digital:

LA QUEMA DE JUDAS

Edición digital:

Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original:

Edición digital basada en la 4ª ed. de Asunción (Paraguay),

Editorial Comuneros, 1990.

LA QUEMA DE JUDAS

Por fin sonó la campanilla.

Las doce. Los ordenanzas con ese entusiasmo con que todos los ordenanzas dan por terminado el trabajo, cerraron las pesadas puertas del Banco.

Quedaban algunos clientes rezagados, pero a Dios gracias, no en su ventanilla.

Con gesto mecánico corrió la puertecilla corrediza, y arrojó, como si fueran un manojo de basuras, los billetes del último depósito que había recibido.

Miró el cesto, estaba lleno hasta los bordes.

Calculó que le llevaría una hora, y puso manos a la obra.

Lo de todos los días. El balance de Caja. La entrega del dinero y los comprobantes, la firma de las planillas. El conforme del Tesorero. Y a casa.

Mirando el montón de dinero, pensó con cierta esperanza que bien se merecía una diferencia a favor. Como la que saliera en febrero del año pasado.

Treinta mil guaraníes.

Fue una locura callárselo. Pero se calló.

Un reclamo en estos casos es cosa seria. Por eso hay que curarse en salud como quien dice, e incluir la diferencia en el parte diario.

Pero él se había callado, barajando bien las posibilidades. De haber reclamo, las cosas se pondrían peligrosas. El negaría, claro. Y sería su palabra contra la del depositante idiota que había traído su dinero mal contado.

Lo malo es que la palabra del depositante tenía una seriedad en razón directa a su importancia como cliente. Así son los Bancos.

No le hubiera costado el puesto, desde luego, pero sí una observación negativa en su carpeta de la Sección Personal, después de entregar la diferencia reclamada, y arreglar la forma en que él iría pagándola en cuotas al Banco.

Él no quería aquella observación negativa.

Pero treinta mil guaraníes abandonados ahí por alguien tan tonto como para no darse por enterado. Valía el riesgo. Y se calló.

La primera semana pasó pendiente de un hilo. A la segunda ya respiró mejor. Y al mes cerró los ojos y se lanzó al agua. Gastó los treinta mil guaraníes.

Mientras apilaba los billetes de mil guaraníes, imaginó lo que hubiera hecho un cajero de película del dinero, y lo que había hecho él. Sonreía para sí. Un cajero de película lo hubiera gastado todo en una rubia. El no. Le gustaban las rubias, desde luego, pero estaban catalogadas en su casillero mental como «Artículos en los que es mejor soñar y nada más».

De modo que se compró un combinado. Telefunken. Su sueño de años. Y los discos de Gardel. Toda una colección de discos de Gardel.

Naturalmente, le gustaba el otro tipo de música. Pero eso sí, que fuera accesible. Había oído hablar de Mozart y de Chopín y de las Sinfonías de Beethoven. Y con toda buena voluntad se compró unos discos, los escuchó y trató de entender aquello, pero le daba sueño y se dormía, y los discos resultaron plata malgastada.

Pero Gardel era otra cosa. Sabía decir aquellas historias de amores grises, de regresos tristes a la luz de un farolito que arranca destellos de plata a los cabellos encanecidos. Y estaban también las heroínas de aquellos tangos, pecadores, sensuales, mujeres de otro mundo que emergían de la cadencia de la música con un vaivén de caderas, tomaban forma, nombre y presencia, y se acostaban con él, en un inofensivo acto de masturbación sentimental.

Había comprado aquellos discos, como quien compra un trozo de existencia nunca vivida pero intensamente deseada siempre. Gardel producía en él algo así como un milagro. Escuchándole tenía recuerdos de lejanos pasados. No los recuerdos reales de un pasado real, sino de días y noches, de amores y dolores que estaban envasados ahí, en esos discos que había comprado.

Entonces, en la soledad de su cuarto, con la sola iluminación del dial del aparato, era él quien regresaba después de veinte años, bajo la llovizna, con los zapatos rotos y el sombrero embozado, buscando la novia antigua, que al fin hallaría bajo la losa humilde de una tumba en el cementerio.

Vivía intensamente aquello, hasta el punto de sentir los ojos húmedos de lágrimas.

No hacía mal a nadie. Ni a sí mismo. Había leído en alguna parte sobre la rebeldía expresada en un millón de formas. Pues bien, la suya era vivir el drama envasado en los discos de Gardel. Era una forma de dar intensidad a lo vacío y un poco de colorido a lo monótono. Era su protesta contra el encasillamiento de su vida, con punto de partida en una infancia en que trataron de convencerle que la cima de la felicidad era la Primera Comunión, y él sabía, pero callaba, que sería más bien una Legnano de carreras.

Y era también su forma de rebeldía contra una juventud ahogada en la preocupación de recibirse de contador público, apenas endulzada después por un noviazgo desoladoramente formal, y un casamiento donde todos decidieron todo, y él se conformó con cumplir su papel.

Su esposa había muerto veinte años atrás después de darle un hijo varón. Al principio, trató de encontrar en su viudez un elemento de tragedia con el cual romper la monotonía. Pero todo había sido prosaico y corriente. La peritonitis fulminante, el entierro, su soledad inicial violada por un íntimo y culpable sentimiento de liberación.

Cierto es que a veces, especialmente en los primeros años, lloraba al recordarla, pero sabía, o adivinaba, que su llanto no era un tributo a ella, sino una concesión a sí mismo, o una forma de madurar artificialmente un dolor que deseaba protagonizar. Pero no se hacía presente realmente.

Por fin los billetes estaban contados y apilados. El balance final le dio una exacta equivalencia entre números y numerarios, y volvió a cargar el cesto, pero esta vez poniendo el dinero en orden, como disciplinados escolares que regresan a clase del recreo y se enfrentan a la maestra severa.

El tesorero le dio el conforme, firmó el recibo y se marchó con el dinero a las profundidades de la Caja General. Y allí terminaba todo por ese día, para repetirse mañana, y pasado, y siempre.

Se deshizo de la blusa de trabajo y vistió el saco. Cuando salía, notó que don Roberto, el de la Caja Nº 11, apenas iba por la mitad de su arqueo.

-¿Dificultades, don Roberto...?

-No. No, un atraso. Nada más.

Trataba de quitarle importancia, aunque sudaba a pesar del aire acondicionado. Deseó ayudarle, pero pensó que aquello no le incumbía y se marchó, con la imagen de don Roberto flotando en una leve inquietud.

El viejo estaba cambiando. Algo le pasaba. Ganaba bien, desde luego. Y hasta mejor que él, porque don Roberto era mucho más antiguo, tanto que parecía haber nacido en el Banco.

Tal vez estuviera enfermo. O tendría dificultades con la esposa, a quien recordaba bastante grosera e insatisfecha.

La conoció un domingo. Hacía muchos años. Don Roberto, vaya a saber por qué razón, le había invitado a comer tallarines en su casa. El fue, desde luego, un poco por los tallarines y otro por curiosidad. Durante años había visto al hombre pegado a su ventanilla, formando casi una sola unidad, y nunca se le ocurrió que don Roberto pudiera estar sentado a la sombra de una parralera, leyendo un libro, o escuchando música, o jugando con un amigo al ajedrez. Cuando pensaba en él y en su casa, la costumbre le jugaba una mala pasada y lo veía, allá también, detrás de una ventanilla.

Le había invitado a comer tallarines. Quizás porque el pobre era un hombre sin amigos y trataba de conquistar uno, el más cercano, el compañero de la Caja Nº 10.

Fue a la casa de Don Roberto. Y conoció a la mujer. No era fea por aquel entonces, o mejor dicho, conservaba algo de cierta belleza juvenil, pero era agria por donde se la mirara.

Desde el principio deseó no haber ido, porque se olía en el aire que aquella invitación era una de esas que los maridos no formulan con el beneplácito conyugal, sino las arrancan a la fuerza. «¿¡Cómo!? ¿Y desde cuándo se te ocurre traer a desconocidos idiotas a comer? Como si ya no tuviera suficiente trabajo toda la semana!», o algo por el estilo.

Durante la comida la mujer se había encerrado en un enfurruñado silencio, como acumulando reproches para descargarlos cuando él se fuera. Y la conversación se redujo al cumplido, bastante estúpido, que hiciera él sobre la calidad del tallarín, y la respuesta, con cierto retintín irónico de ella, aclarando que lo compró ya preparado.

Después, en la salita recargada de miniaturas baratas donde fueron a tomar el

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