Literatura
stefanieguerra25 de Junio de 2011
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Se afirma, a menudo, que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge como escritura artística institucionalmente aceptada y legitimada en cuanto tal, sino que produce identidad; incluso más: ella misma, en algún sentido que exploraremos más adelante, sería identidad1. Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de "poesía del sur de Chile", plantea una doble entrada de análisis a la relación entre literatura e identidad: cualquier denominación que territorialice la literatura ha de ser sometida a un permanente proceso de "desencialización" con el fin de resguardarse del peligro de fijarle rasgos constitutivos presuntamente inamovibles a una cierta literatura recortada en función de los límites geográficos en que ésta se produce (sur de Chile, en este caso). Para Miralles, la poesía, escrita en español, construye sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado de la cultura hispánica, de manera que carecería de sentido nombrarla a partir de su origen territorial local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la literatura produce significados que devienen producción de identidad cultural. Dado que esta identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y territorio concretos, la "producción de identidad" realizada por la literatura cabría verla, en rigor, como una operación de "esencialización" (aunque siempre inestable) de una cierta formación cultural situada, que se hace presente, visible, precisamente por el texto literario que la registra, la construye y, a su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto literario).
Se supone -nos dice Miralles- que las cosas se nombran habitualmente respondiendo un poco a una "esencia" de esas mismas cosas; pero es algo que pongo en duda. Es cuestionable hablar de poesía del sur, sobre todo si ya es cuestionable hablar de poesía chilena. Pienso que la poesía no tiene ningún apellido, porque la poesía tiene vasos comunicantes con toda literatura. Lo que sí es legítimo, me parece, es hablar de poesía en una lengua determinada; eso me parece lógico. Pienso que los poetas del sur se llaman a sí mismo "poetas del sur" por una cuestión más bien de orgullo herido; en realidad les gustaría llamarse los "poetas chilenos", como efectivamente yo creo que lo son, o lo somos. En el trabajo que uno hace, uno puede elegir desarrollar ciertos temas locales; pero eso no tiene ninguna importancia real en definitiva. Lo que más me interesa de la poesía que se ha hecho aquí en el sur es la línea de producción de sentido, de producción de identidad; no porque crea que esa identidad que se está produciendo sea la correcta, sino porque creo que es eso lo que, en realidad, hacen los discursos artísticos. En definitiva, el hecho de que se escriba poesía acá le da identidad a esta zona del país. Si uno se pusiera a hablar de poesía del sur, habría que encontrar la "esencia de lo sureño", cosa que me parece es algo difícil de "encontrar" (Miralles 2002: 227).
Ahora bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto, identidad, cabe preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce? ¿Qué eficacia tendría esa identidad literariamente producida para la conformación de la "identidad cultural" colectiva, movilizada ésta como concepto político marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a responder, que el concepto de identidad "remite a una noción de nosotros mismos, en función o en comparación con otros que no son como nosotros […], que no tienen ni las mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o normas" (Castellón y Araos, 1999). Lo cierto es que la noción de identidad, en tanto autoimagen singularizadora, se materializa, en la práctica de la vida social, a través del hecho de que una comunidad de individuos comparte un determinado conjunto de condiciones de vida que posibilitan una constelación común de significados, asumidos éstos como patrimonio digno de defenderse y preservarse y que, en todo caso, proveen patrones, sustentables en el tiempo, de funcionamiento y de comprensión intersubjetiva de la realidad. Castellón y Araos mencionan, al respecto, tres condiciones claves para la construcción y sustentabilidad de una determinada identidad cultural: una es el lenguaje y todo el tejido de discursividades constituyentes de lo real, lo imaginario y lo simbólico (Lacan dixit) que se sustentan en el lenguaje compartido (un idioma común), otro es el territorio en la medida en que las características físicas de éste imponen "modos de habitar, de ser y de mirarse", los que contribuyen a la construcción de una determinada especificidad cultural surgida por la necesidad de adaptación al medio. Una tercera condición sería la religión en tanto ésta "conlleva una interpretación del mundo" que provee potentes significados en términos de imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real, incluyendo, por cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una perspectiva materialista, esta tercera condición podría, sin embargo, considerarse parte de las discursividades sociales sustentadas en el lenguaje; esto porque las cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de tornarse discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio (aunque se trate a veces de una integración e identificación negativa, por oposición) al margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de posibilidad de lo identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos "identidad cultural", en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por "aparatos ideológicos de estado" operados desde sitios de poder dominante2. La identidad, en su dimensión discursiva, también se puede manifestar en forma de discurso cientifico-técnico, presumiblemente desmitologizado pero que, igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de creencias más o menos indemostrables e invisibilizadas3. Estos relatos, sin embargo -y más allá de la tipología clasificatoria que podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves de comprensión e interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente racional y epistemológico. Una de las características más determinantes de los discursos que configuran la identidad cultural es que proveen claves de identificación emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser) necesariamente sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico (salvo quizás cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en que las circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).
Hablar, entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de individuos histórica y territorialmente situada equivale a concebir dicha comunidad a partir de, a lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón ontológica en tanto se la percibe como dada "sustancial y esencialmente", es decir, como algo en sí y para sí, "sin perjuicio de su estructura procesual o dinámica"; b) una voluntad de mantener el "supuesto carácter de identidad sustancial" a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras de ser, de pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la comunidad (o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y defendidos si fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene la necesidad de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no se confunda con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la otredad, a menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante4. Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo que podríamos llamar "identidad cultural afirmativa": aquélla que se construye a partir del reconocimiento de la presencia, real o imaginaria, de prácticas culturales dignas de ser defendidas, preservadas y reivindicadas en un eventual escenario de conflictos culturales; conflictos que, de ocurrir, son, en última instancia, luchas por el control de los "aparatos ideológicos" generadores de los significados identitarios de una comunidad humana determinada.
Pero la identidad cultural no sólo se hace de presencias, se hace también del reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales están llenas de zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de antimodelos. Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se es y se quisiera ser, sea que este "querer ser" se inscriba en un horizonte de realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al orden dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad cultural es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada en la memoria y en la práctica de la vida social, opera como un dispositivo ideológico de resistencia (si se trata de culturas subalternas) o de control imperialista (si se trata de culturas dominantes)5 pero, asimismo, la identidad cultural puede
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