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Schopenhauer

Atheleia1 de Octubre de 2014

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Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer supone una excepción en el estudio académico de la Filosofía. En gran parte de las universidades y facultades de filosofía españolas, su pensamiento es tenido en cuenta –y casi de soslayo– como un mero mal continuador, crítico o antecedente de autores considerados más importantes (por ejemplo, Kant, Hegel, Nietzsche, Freud o Wittgenstein); su nombre queda así diluido en la sombra de los que podemos denominar “filósofos de segunda línea”. Sin embargo, superando esta primera traba, el Departamento I (Metafísica y Teoría del Conocimiento) de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid me propuso impartir un cursosobre El mundo como voluntad y representación –que tuvo lugar de febrero a mayo del pasado 2011–.

Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue hombre de un mismo libro redactado en diversas ocasiones; contenía una única intuición que iluminó todas sus ideas. Aquelpensamiento único permaneció siempre idéntico a lo largo de su vida. Como explica el propio Schopenhauer en una carta fechada en 1851, su sistema filosófico «se formó en mi cabeza, de alguna forma sin mi voluntad, como un cristal cuyos rayos convergen todos hacia el centro». Pero, ¿por qué no se estudia a Schopenhauer en el contexto académico? Alexis Philonenko señala dos razones que considero fundamentales (Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia. Anthropos: Barcelona, 1980): sus comentaristas, explica, no supieron en primer lugar poner en claro la potencia emotiva de su pensamiento, y por otro lado, por mucho que pusieron de relieve las contradicciones de Schopenhauer, «no las situaron en el momento en el que poseen un valor neurálgico […], cuando adquieren una consistencia humana innegable, signo de nuestra condición»: en El mundo como voluntad y representación (MVR) salen a relucir ciertos aspectos que, como hombres, nos hacen sentir incómodos –esto es, la voluntad, un impulso del que no somos en absoluto dueños.

La gran pasión de Schopenhauer por la filosofía surge a partir de su asombro por el mundo (puede leerse a este respecto el Capítulo 17 de MVR II: “Sobre la necesidad metafísica del hombre”), intentando desentrañar y poner de manifiesto lo que más tarde Freud denominó en su Introducción al psicoanálisis “las tres grandes humillaciones de la megalomanía humana”: cosmológica (nuestro mundo no constituye más que una de las innumerables esferas que componen el espacio infinito), biológica (el hombre es un animal más, cuya inteligencia sólo supone el sustituto del instinto) y psicológica (nuestro yo consciente, en expresión del propio Freud, “no manda en su propia casa”). En una de sus últimas conversaciones, recogidas en las distintas ediciones de las obras completas de Schopenhauer en alemán, leemos cómo el filósofo explicaba a uno de sus interlocutores que «una filosofía entre cuyas páginas no se escuchen las lágrimas, el aullido y el rechinar de dientes, así como el espantoso estruendo del crimen universal de todos contra todos, no es una filosofía» (véanse a este respecto los primeros capítulos de la obra de R. Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. TusQuets: Barcelona, 2008).

Para Schopenhauer la existencia supone un mal –una ley eterna castiga a aquélla con la muerte. Escribía Calderón de la Barca que el delito mayor del hombre es haber nacido; al hilo de tal reflexión, el filósofo alemán se pregunta qué es la muerte y por qué la sufrimos. Observamos que nuestro temor hacia ella se erige como un hecho universal en el hombre, pero ¿de dónde proviene tal temor? Además, la mayoría de nosotros preferimos vivir mal, incluso en condiciones pésimas, a no vivir. Schopenhauer estima que este deseo no puede fundarse en la vida misma, pues ésta muestra un dolor continuo. En el § 56 del primer volumen de MVR leemos que se nos hace patente «cómo la voluntad en todos los grados de su fenómeno, desde el inferior al supremo, carece totalmente de un objetivo y fin último; siempre ansía porque el ansia es su única esencia, a la que ningún objetivo logrado pone fin y que por lo tanto no es susceptible de ninguna satisfacción finita sino que solamente puede ser reprimida, aunque en sí es infinita».

Tal impulso radica en el sujeto, pero no en la inteligencia o el conocimiento; el “querer vivir” somos nosotros mismos (por eso en ocasiones, explica Schopenhauer, consideramos el suicidio como un acto repugnante). De este modo, la fuerza que nos empuja a vivir es anterior a cualquier conocimiento. Sin embargo, en el plano empírico –cotidiano– la muerte se nos da como el mal supremo o por antonomasia. Incluso el animal la teme sin conocerla; todo ser se halla preñado en sí de ese temor al venir al mundo, lo que nos recuerda al comienzo de la “Crisi Quinta” de El Criticón de Baltasar Gracián, donde leemos que «cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento para deslumbrar todo reparo […]. Parece que le introduce [al hombre] en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, véese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere?». En los animales observamos este “ardid” que la propia naturaleza pone en juego en el continuo cuidado de su conservación, en la protección de sí mismos y su prole, en la huida del peligro.

Pero para Schopenhauer esta “huida” no significa más que un querer ganar tiempo, y por tanto, supone un error. El presente se nos convierte constantemente en pasado entre las manos, leemos en el § 57 de El mundo, «querer y ansiar es todo [el ser de la voluntad], en todo comparable a una sed imposible de saciar. Pero la base de todo querer es la necesidad, la carencia, o sea, el dolor, al cual pertenece en origen y por su propia esencia». Huir de la muerte supone un error porque el impulso por querer vivir sólo pone de manifiesto esta sed insaciable, un deseo que jamás puede satisfacerse. Además, el fundamento de cualquier querer es la necesidad, es decir, la carencia y el dolor. Nuestra vida gira en torno a dos polos: el sufrimiento y el aburrimiento; no somos más que la concreción física de mil necesidades. Nuestra vida, a fin de cuentas, parece una lucha constante por la existencia misma con la certeza de que es una batalla perdida (afirmaciones que preludian uno de los capítulos más famosos del Origen de las especies de Darwin, “The Struggle for Life”, e incluso algunos pensamientos de Unamuno en su Agonía del cristianismo, donde explica el autor español que la vida es vivir en agonía, en contradicción consigo mismo, y por tanto, en perpetua lucha).

Lo que nos mantiene en movimiento es el ansia por la existencia; pero cuando ésta queda asegurada no sabemos qué hacer con ella, de manera que el aburrimiento se convierte en una nueva carga (tenemos que “matar el tiempo”, cada hora que pasa es considerada como una ganancia). Por otro lado, el aburrimiento encierra una consideración política: hace que seres que se aman poco entre ellos se busquen los unos a los otros, por lo que constituye una fuente de sociabilidad, acaso la principal. Ante este panorama, Schopenhauer asegura que el hecho de que contemplemos la vida como el bien supremo sólo puede venir dado por el hecho de que una esencia ciega e inconsciente presida el sustrato del mundo; por esta razón desear la inmortalidad para el individuo es querer eternizar un error. Sin embargo, la muerte esconde un carácter positivo, pues nos despoja de la condición de nuestra infelicidad: la individualidad. Empero… nada muere para siempre, y en este sentido, el círculoes el símbolo de la naturaleza, representa su eterno retorno en una continua fuga del tiempo –expresiones que nos hacen recordar al Zarathustra de Nietzsche (quien esté interesado en estado comparación, puede estudiar el § 51 de MVR I y el Capítulo 41 de MVR II).

Precisamente porque el individuo no es lo fundamental, la naturaleza se hace cargo de la especie y pone en juego el mecanismo de la reproducción –que Schopenhauer estudia en su Metafísica del amor sexual (Cap. 44, MVR II), y que muy bien podría resumirse con la lectura del Soneto CXXIX de Shakespeare. Así, los motivos se presentan a la voluntad como un polifacético Proteo: siempre prometen una plena satisfacción que, en cuanto es alcanzada, retorna a su estado de insatisfacción bajo alguna nueva forma. Por ello el acto de procreación representa la recaída en el estado natural, mediante el que se renueva la ley de la vida, quedando así afirmados de nuevo el sufrimiento y la muerte como algo connatural a la vida. En tal hecho reposa la vergüenza que rodea al negocio de la procreación (es interesante relacionar a este respecto el pensamiento de Schopenhauer y los capítulos 5 y 6 de la carta a los romanos de Pablo en el Nuevo Testamento).

Así, los genitales se hallan al servicio de la voluntad y encuentran su polo opuesto en el cerebro –cuyo representante es el conocimiento. Por eso, porque los genitales suponen la exteriorización de lo más radical en nosotros, el impulso a

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