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Como Descubrimos La Insulina


Enviado por   •  14 de Septiembre de 2014  •  2.415 Palabras (10 Páginas)  •  166 Visitas

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COMO DESCUBRIMOS LA INSULINA

Relato del co-protagonista de uno de los capítulos

más apasionados en los anales de la medicina.

Por el Dr. Charles Best

Redacción de J.D. Ratcliff

Condensado de "Today´s Health"

Publicado por la Asociación Médica Norteamericana

Aunque ciertamente pocos lo tienen a los 29 años, era indudable que aquel hombre que penetraba en el laboratorio la mañana del 16 de mayo de 1921, el Dr. Frederick Banting, no tenía aspecto de llegar a ser uno de los inmortales de la medicina, sino más bien de agricultor: vigoroso, algo cargado de espaldas, ojos verde-azulados, nariz grande y mandíbula prominente. Su voz, baja y vacilante, revelaba una innata timidez.

- Comencemos, señor Best - me dijo -. En realidad no disponemos de mucho tiempo ¿Qué forma tan moderna de expresarse? Había solicitado de la Universidad de Toronto permiso para utilizar un laboratorio durante ocho semanas, que le dieran diez perros y le proporcionaran la ayuda de alguna persona con conocimientos de química y fisiología. El costo de esta modesta petición llegaría a lo sumo a 100 dólares. Con esto creía el Dr. Bantig poder vencer a una enfermedad, azote del género humano, contra la que los médicos habían luchado siempre en vano: la diabetes.

- ¿Usted lee el francés, verdad? -me preguntó-.

- Sí - repuse.-

Vamos, pues, a la biblioteca y veamos cómo extirpaba Hedón el páncreas del perro.

Ese fue el comienzo.

Los dos conocíamos el horror de la diabetes ya descrita por un médico griego hacía 2000 años como "una enfermedad en la que se consumen los tejidos y se eliminan por la orina". Por alguna causa, el organismo de las personas enfermas de diabetes deja de transformar el azúcar en energía, se torna autófago y consume sus propias reservas de grasas y proteínas. El apetito es voraz y la sed insaciable; algunos pacientes de diabetes beben varios litros de agua al día y eliminan casi la misma cantidad de orina azucarada. El único tratamiento que había entonces era el régimen dietético riguroso y tenía por fin corregir el desequilibrio químico del organismo. Los diabéticos graves podían elegir entre comer bien hoy y morirse mañana, o limitarse a unos cientos de calorías diarias y sobrevivir por algún tiempo en tedioso decaimiento.

Banting había visto a una de sus condiscípulas de Alliston (Ontario), una joven vivaracha de 15 años, convertirse por la diabetes en una criatura que se movía a compasión y a quien la muerte no tardó en llevársela. Lo mismo había presenciado yo en mi casa de West Pembroke (Maine): mi tía Ana, una fornida y vigorosa, mujer de poco más de 30 años, se consumió hasta el punto de que, antes de morir, pesaba sólo unos 35 kilos.

El mundo nos había considerado como la pareja menos apropiada para vérselas con este flagelo de la humanidad. Yo tenía 22 años y me preparaba para obtener la licenciatura en filosofía y bioquímica. La experiencia de banting como investigador era casi nula. A instancias de su familia, Banting había comenzado a estudiar para pastor metodista, pero por ser mal orador había cambiado a medicina. Como estudiante, fue del montón.

Después de servir como cirujano en el ejército canadiense durante la primera guerra mundial, en la que ganó la Cruz Militar al valor, Banting se estableció como cirujano ortopedista en Londres (Ontario), donde esperó pacientes que nunca llegaron. Sus ingresos de un mes se elevaron a unas diez libras esterlinas. Su prometida previó un futuro no muy halagüeño con un hombre como aquél, y rompieron el compromiso.

Poco después hallamos al Dr. Banting aventurando todos sus escasos recursos en seguir la corazonada de que podría curar a la diabetes. Dejó su muy poco numerosa clientela y vendió sus muebles de consultorio, libros, instrumentos y todo. Banting no podía exponerse a otro fracaso.

Sabiase que el páncreas, órgano de color amarillo pálido y forma de renacuajo, situado en el abdomen, intervenía de alguna manera en esta enfermedad. En 1889, Oscar Minowsky (en Alemania), había extirpado el páncreas de un perro para ver si podía vivir sin él. Al día siguiente, observó que las moscas se apiñaban alrededor de los charcos de orina del perro. La orina era dulce, y el animal, sano al día anterior, era entonces diabético.

¿Contenía el jugo pancreático algún factor que regulara normalmente el metabolismo de los azúcares? Para comprobar la hipótesis, los investigadores ligaron los conductos por los que este jugo se vierte en el intestino. En los perros sometidos a esta operación, el páncreas atrofiado no vertía en el intestino secreciones digestivas, pero continuaba produciendo el factor antidiabético.

Si este factor no se encontraba en el jugo pancreático, ¿dónde se hallaba entonces?

La atención se dirigió hacia los miles de pequeños "islotes" celulares diseminados por todo el páncreas y rodeados de diminutos capilares. ¿Secretarían estas células alguna sustancia X, tal vez una hormona, que regulara la combustión del azúcar? ¿Y en ese caso, la vaciarían no en el intestino, sino en el torrente circulatorio? Pensándolo así, varios investigadores habían intentado atrapar esta huidiza hormona, pero todos habían salido con las manos vacías.

Ahora nos tocaba a nosotros.

- Quizás lo que sucede es esto, señor Best -dijo Banting (solo al cabo de varios días nuestro trabajo se hizo más llano y entonces éramos Fred y Charley). - Es posible que, cuando se extirpa el páncreas de un animal y se muele para extraer la sustancia X, las enzimas digestivas que contiene el órgano se mezclen con ella y la desintegren. Tal vez haya sido esa la causa que ha impedido hasta ahora encontrar esta sustancia.

Como quiera que sea, después de la ligadura de los conductos pancreáticos, las células que secretan las enzimas digestivas degeneran con mayor rapidez que las células de los islotes, por lo cual decidimos ligar estos conductos y esperar.

- En siete a diez semanas degenerará el páncreas como órgano digestivo y no habrá nada que destruya la sustancia X. Tú harás

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