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EL PRIMER CONSTITUCIONALISMO CONSERVADOR


Enviado por   •  13 de Agosto de 2012  •  Monografías  •  25.814 Palabras (104 Páginas)  •  452 Visitas

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EL PRIMER CONSTITUCIONALISMO CONSERVADOR. LAS SIETE LEYES DE 1836

Pablo MIJANGOS Y GONZÁLEZ *

SUMARIO: I. ¿Constitucionalismo conservador? II. El fin de la I República federal. III. Nuevo Congreso Constituyente, nueva teoría constitucional. IV. Las Siete Leyes y el Supremo Poder Conservador. V. Vida y fracaso de la primera Constitución conservadora.

Hace ya algunos años, don Daniel Cosío Villegas afirmó que la historia no era el fuerte de los juristas mexicanos. A pesar de que no sería justo llevar esta acusación a todos los campos de nuestra ciencia jurídica, la misma sigue siendo válida para uno de los más importantes y complejos: el derecho constitucional. Tomando como punto de partida la idea de que nuestra Constitución actual es el fruto de un gran acuerdo histórico que ha padecido y superado tres etapas sucesivas: la carta federalista de 1824, la liberal de 1857 y la social de 1917, sus estudiosos han elaborado una artificiosa historia maniquea, llena de héroes formidables que derrotan a villanos sifilíticos, y que ya ni siquiera en los discursos oficiales puede ser de utilidad. Actualmente, no contamos con una historia crítica del constitucionalismo mexicano, que refleje las posibilidades, errores y aciertos de los diversos arreglos institucionales que se han presentado en el devenir del México independiente.

Este pequeño trabajo, que busca ofrecer una alternativa a nuestra historia jurídica de bronce, está dedicado al estudio de las Siete Leyes constitucionales de 1836, el primer modelo de organización política elaborado por el conservadurismo en el siglo XIX. Además de dar forma a un Estado centralista, estas leyes diseñaban un complejo marco institucional

destinado a garantizar la estabilidad y el equilibrio de los poderes públicos, coronado por la presencia de un "Supremo Poder Conservador", encargado de asegurar el imperio definitivo del orden constitucional. No obstante, los objetivos y las previsiones de sus creadores, que pretendían resolver con este arreglo normativo los graves problemas que el sistema federal de 1824 había generado, la vida de las Siete Leyes no duró más de cinco años. Para 1841, el país se hallaba sumido en una turbulencia política y social crónica, situación que se mantuvo hasta que un masivo golpe militar, orquestado por los tres generales más importantes del país, puso fin a la vigencia de la Constitución conservadora a finales de ese año.

Estudiar la historia de esta primera carta conservadora, hay que decirlo, no es tarea sencilla, pues enfrenta restricciones de diversa índole. Hay que partir, en principio, de que el conservadurismo político y social del siglo XIX ha sido uno de los grandes tabúes o agujeros negros de la historiografía nacional. Salvo honrosas excepciones, como el trabajo pionero de don Alfonso Noriega Cantú, los escasos estudios que existen sobre el movimiento conservador han tendido a considerarlo como el representante de oscuras fuerzas retrógradas y parasitarias, cuyo destino ineludible era sucumbir ante la impertérrita y digna mirada de sus adversarios liberales. En segundo término, desde que el gran Emilio Rabasa (quien, por lo demás, ha sido la cumbre de la ciencia constitucional mexicana) llamó "monstruosa" a la Constitución conservadora de 1836, casi ningún tratadista jurídico ha dedicado siquiera unos breves párrafos a su estudio. Considerada extravagante y contraria al íntimo republicanismo del pueblo mexicano, pocos han visto en ella el primer intento serio de asentar el carácter plenamente normativo de la ley fundamental.

También me parece importante aclarar que una de las preocupaciones centrales al elaborar este trabajo, fue la de romper con el modo que tradicionalmente se ha usado para explicar y estudiar el derecho en nuestras escuelas. Educados en una época en que la constitución era vista como una decisión política y no como una norma, son muchos los estudiosos que asumen implícitamente en sus trabajos que el derecho constitucional es fruto de meras especulaciones y que su efecto sobre los procesos históricos y sociales es ínfimo. Con esa premisa en mano, tienden a reducir su historia a un relato más o menos erudito sobre disposiciones constitucionales antiguas, o al análisis lógico y semántico de alguna de ellas, labor que sólo puede ser de interés para algunos académicos y unos cuantos curiosos. En contrapartida a este saber ornamental y accesorio de los juristas, no son pocos los historiadores que han visto en las Constituciones textos inoperantes, frutos de la adopción irreflexiva de modelos extranjeros, que se han ido sucediendo uno tras otro sin dejar mayor impacto que su glorioso o nefasto recuerdo. Para la historia como para otras ciencias sociales, el papel del derecho se reduce a legitimar formalmente una realidad moldeada por fuerzas económicas profundas, que son las que determinan inevitablemente el curso de los acontecimientos.

Desde mi punto de vista, la historia del derecho no puede servir únicamente para recordar a los ancestros venerables de nuestras instituciones actuales. Esta importantísima disciplina debe dar cuenta, sobre todo, de la historicidad de su objeto de estudio. Un lugar común en las discusiones de la ciencia jurídica contemporánea es lamentar amargamente el abismo que existe entre ella y la realidad que pretende explicar, semejante al que hay entre las categorías kantianas del ser y el deber ser. Aunque es la misma ciencia del derecho la que ha sido responsable de esta situación. En vez de constituirse como una disciplina abierta a la complejidad de los factores que rodean al fenómeno jurídico, se ha dedicado a elaborar pequeños casilleros en los que es imposible acomodar los problemas y reclamos que cotidianamente se presentan en la práctica del derecho. Amparándose en el seguimiento a una falsa pureza metódica, nuestra ciencia no le ha dejado al estudioso de la norma sino dos opciones: o refugiarse en la comodidad de las abstracciones académicas, o enfrentarse ciegamente a la realidad que cruelmente contradice todo lo que ha aprendido.

Rescatar la historicidad del derecho es, a mi parecer, el primer paso para salir del atolladero en que se encuentran los estudios e investigaciones jurídicas actuales. El derecho es creado y aplicado por hombres que viven inmersos en un tiempo y espacio determinados, y en él se recogen una multiplicidad de experiencias culturales, políticas y sociales. Sin dar cuenta de ellas, es imposible entender cabalmente su significado y sus objetivos, su eficacia o las causas de su fracaso, su permanencia o sus transformaciones. El gran Francisco Tomás y Valiente decía, con toda razón, que si se quiere ser un verdadero jurista y no un simple conocedor de las normas vigentes el cual reduce su labor a una aplicación mecánica de las mismas, carente de juicio

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