Canastitas En Serie En Calidad De Turista En Viaje De Recreo Y Descanso, Llegó A Estas Tierras De México Mr. E. L. Winthrop. Abandonó Las Conocidas Y Trilladas Rutas Anunciadas Y Recomendadas A Los Visitantes Extranjeros Por Las Agencias De Turismo Y S
mc333310 de Septiembre de 2012
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Canastitas en serie
En calidad de turista en viaje de recreo y descanso, llegó a estas tierras de México Mr. E. L. Winthrop.
Abandonó las conocidas y trilladas rutas anunciadas y recomendadas a los visitantes extranjeros por las agencias de
turismo y se aventuró a conocer otras regiones.
Como hacen tantos otros viajeros, a los pocos días de permanencia en estos rumbos ya tenía bien forjada su opinión y, en
su concepto, este extraño país salvaje no había sido todavía bien explorado, misión gloriosa sobre la tierra reservada a gente
como él.
Y así llegó un día a un pueblecito del estado de Oaxaca. Caminando por la polvorienta calle principal en que nada se sabía
acerca de pavimentos y drenaje y en que las gentes se alumbraban con velas y ocotes, se encontró con un indio sentado en
cuclillas a la entrada de su jacal.
El indio estaba ocupado haciendo canastitas de paja y otras fibras recogidas en los campos tropicales que rodean el pueblo.
El material que empleaba no sólo estaba bien preparado, sino ricamente coloreado con tintes que el artesano extraía de
diversas plantas e insectos por procedimientos conocidos únicamente por los miembros de su familia.
El producto de esta pequeña industria no le bastaba para sostenerse. En realidad vivía de lo que cosechaba en su milpita:
tres y media hectáreas de suelo no muy fértil, cuyos rendimientos se obtenían después de mucho sudor, trabajo y
constantes preocupaciones sobre la oportunidad de las lluvias y los rayos solares. Hacía canastas cuando terminaba su
quehacer en la milpa, para aumentar sus pequeños ingresos.
Era un humilde campesino, pero la belleza de sus canastitas ponían de manifiesto las dotes artísticas que poseen casi todos
estos indios. En cada una se admiraban los más bellos diseños de flores, mariposas, pájaros, ardillas, antílopes, tigres y una
veintena más de animales habitantes de la selva. Lo admirable era que aquella sinfonía de colores no estaba pintada sobre
la canasta, era parte de ella, pues las fibras teñidas de diferentes tonalidades estaban entretejidas tan hábil y
artísticamente, que los dibujos podían admirarse igual en el interior que en el exterior de la cesta. Y aquellos adornos eran
producidos sin consultar ni seguir previamente dibujo alguno. Iban apareciendo de su imaginación como por arte de magia,
y mientras la pieza no estuviera acabada nadie podía saber cómo quedaría.
Una vez terminadas, servían para guardar la costura, como centros de mesa, o bien para poner pequeños objetos y evitar
que se extraviaran. Algunas señoras las convertían en alhajeros o las llenaban con flores.
Se podían utilizar de cien maneras.
Al tener listas unas dos docenas de ellas, el indio las llevaba al pueblo los sábados, que eran días de tianguis. Se ponía en
camino a medianoche. Era dueño de un burro, pero si éste se extraviaba en el campo, cosa frecuente, se veía obligado a
marchar a pie durante todo el camino. Ya en el mercado, había de pagar un tostón de impuesto para tener derecho a
vender.
Cada canasta representaba para él alrededor de quince o veinte horas de trabajo constante, sin incluir el tiempo que
empleaba para recoger el bejuco y las otras fibras, prepararlas, extraer los colorantes y teñirlas.
El precio que pedía por ellas era ochenta centavos, equivalente más o menos a diez centavos moneda americana. Pero
raramente ocurría que el comprador pagara los ochenta centavos, o sea los seis reales y medio como el indio decía. El
comprador en ciernes regateaba, diciendo al indio que era un pecado pedir tanto. “¡Pero si no es más que petate que puede
cogerse a montones en el campo sin comprarlo!, y, además, ¿para qué sirve esa chachara?, deberás quedar agradecido si te
doy treinta centavos por ella. Bueno, seré generoso y te daré cuarenta, pero ni un centavo más. Tómalos o déjalos.”
Así, pues, en final de cuentas tenía que venderla por cuarenta centavos. Mas a la hora de pagar, el cliente decía: “Válgame
Dios, si sólo tengo treinta centavos sueltos. ¿Qué hacemos? ¿Tienes cambio de un billete de cincuenta pesos? Si puedes
cambiarlo tendrás tus cuarenta fierros.” Por supuesto, el indio no puede cambiar el billete de cincuenta pesos, y la canastita
es vendida por treinta centavos.
3
El canastero tenía muy escaso conocimiento del mundo exterior, si es que tenía alguno, de otro modo hubiera sabido que lo
qué a él le ocurría pasaba a todas horas del día con todos los artistas del mundo. De saberlo se hubiera sentido orgulloso de
pertenecer al pequeño ejército que constituye la sal de la tierra, y gracias al cual el arte no ha desaparecido.
A menudo no le era posible vender todas las canastas que llevaba al mercado, porque en México, como en todas partes, la
mayoría de la gente prefiere los objetos que se fabrican en serie por millones y que son idénticos entre sí, tanto que ni con la
ayuda de un microscopio podría distinguírseles. Aquel indio había hecho en su vida varios cientos de estas hermosas cestas,
sin que ni dos de ellas tuvieran diseños iguales. Cada una era una pieza de arte único, tan diferente de otra como puede
serlo un Murillo de un Reynolds.
Naturalmente, no podía darse el lujo de regresar a su casa con las canastas no vendidas en el mercado, así es que se
dedicaba a ofrecerlas de puerta en puerta. Era recibido como un mendigo y tenía que soportar insultos y palabras
desagradables. Muchas veces, después de un largo recorrido, alguna mujer se detenía para ofrecerle veinte centavos, que
después de muchos regateos aumentaría hasta veinticinco. Otras, tenía que conformarse con los veinte centavos, y el
comprador, generalmente una mujer, tomaba de entre sus manos la pequeña maravilla y la arrojaba descuidadamente
sobre la mesa más próxima y ante los ojos del indio como significando: “Bueno, me quedo con esta chuchería sólo por
caridad. Sé que estoy desperdiciando el dinero, pero como buena cristiana no puedo ver morir de hambre a un pobre indito,
y más sabiendo que viene desde tan lejos.” El razonamiento le recuerda algo práctico, y deteniendo al indio le dice: “¿De
dónde eres, indito? ¡Ah!, ¿sí? ¡Magnífico! ¿Conque de esa pequeña aldea? Pues óyeme, ¿podrías traerme el próximo sábado
tres guajolotes? Pero han de ser bien gordos, pesados y mucho muy baratos. Si el precio no es conveniente, ni siquiera los
tocaré, porque de pagar el común y corriente los compraría aquí y no te los encargaría. ¿Entiendes? Ahora, pues, ándale.”
Sentado en cuclillas a un lado de la puerta de su jacal, el indio trabajaba sin prestar atención a la curiosidad de Mr.
Winthrop; parecía no haberse percatado de su presencia.
—¿Cuánto querer por esa canasta, amigo? —dijo Mr. Winthrop en su mal español, sintiendo la necesidad de hablar para no
aparecer como un idiota.
—Ochenta centavitos, patroncito; seis reales y medio —contestó el indio cortésmente.
—Muy bien, yo comprar —dijo Mr. Winthrop en un tono y con un ademán semejante al que hubiera hecho al comprar toda
una empresa ferrocarrilera. Después, examinando su adquisición, se dijo: “Yo sé a quién complaceré con esta linda
canastita, estoy seguro de que me recompensará con un beso. Quisiera saber cómo la utilizará.”
Había esperado que le pidiera por lo menos cuatro o cinco pesos. Cuando se dio cuenta de que el precio era tan bajo pensó
inmediatamente en las grandes posibilidades para hacer negocio que aquel miserable pueblecito indígena ofrecía para un
promotor dinámico como él.
—Amigo, si yo comprar diez canastas, ¿qué precio usted dar a mí?
El indio vaciló durante algunos momentos, como si calculara, y finalmente dijo:
—Si compra usted diez se las daré a setenta centavos cada una, caballero.
—Muy bien, amigo. Ahora, si yo comprar un ciento, ¿cuánto costar?
El indio, sin mirar de lleno en ninguna ocasión al americano, y desprendiendo la vista sólo de vez en cuando de su trabajo,
dijo cortésmente y sin el menor destello de entusiasmo:
—En tal caso se las vendería por sesenta y cinco centavitos cada una.
Mr. Winthrop compró dieciséis canastitas, todas las que el indio tenía en existencia.
Después de tres semanas de permanencia en la república, Mr. Winthrop no sólo estaba convencido de conocer el país
perfectamente, sino de haberlo visto todo, de haber penetrado el carácter y costumbres de sus habitantes y de haberlo
explorado por completo. Así, pues, regresó al moderno y bueno “Nuyorg” satisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar
civilizado.
4
Cuando hubo despachado todos los asuntos que tenía pendientes, acumulados durante su ausencia, ocurrió que un
mediodía, cuando se encaminaba al restorán para tomar un emparedado, pasó por una dulcería y al mirar lo que se exponía
en los aparadores recordó las canastitas que había comprado en aquel lejano pueblecito indígena.
Apresuradamente fue a su casa, tomó todas las cestitas que le quedaban y se dirigió a una de las más afamadas
confiterías.
—Vengo a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confitero— las más artísticas y originales cajitas,
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