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Cuento, El Viejo José

ALEJANDRA_120224 de Septiembre de 2012

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El viejo José

Éramos apenas unos niños cuando corríamos asustados por los gritos de aquel viejo tosco y mezquino, de sombrero ancho y negro, mirada profunda, piel morena y una larga barba que evidenciaba su longevidad. Llevaba siempre en su mano derecha un bastón de madera que él mismo fabricó. Caminaba encorvado y con pasos lentos. El viejo nos espantaba cada vez que podía. Nos corría a gritos y amenazaba con su implacable bastón. Los chicos y yo solíamos jugar cerca y parecía que al viejo le molestaba. No le gustaba que las personas le tuvieran alguna consideración. Las pocas veces que mi madre le llevó comida, especialmente en época navideña, le cerró la puerta en la cara.

Un día miré con detenimiento su casa y noté que hacía muchísimo tiempo su jardín estaba muerto. Se murieron las glosinias, se murieron los rosales, se murieron las margaritas, se murieron los gladiolos, se murió el mirto y de la millonaria no quedaba ni el rastro. Solo había tierra seca y algunas piedras que los chicos del barrio le lanzaban a la puerta solo para ver al viejo ponerse rojo del coraje. Su casa estaba muy descuidada y días atrás los empleados de la empresa de energía eléctrica habían venido a quitarle el servicio.

Cuando se hacía de noche, mis amigos y yo teníamos miedo de pasar por ahí, pensar en ello, nos obligaba a imaginarnos adentrándonos en los profundos misterios del mal y a inventarnos mil historias acerca del viejo José, como le llamaban en el barrio.

El viejo José, salía todas las mañanas a tomar el sol en su silla de madera, empuñaba con sus dos manos el bastón y se quedaba pensativo por horas. Los chicos decían que estaba loco, que hacía brujería y que no podíamos mirarlo a los ojos jamás porque también enloqueceríamos. Por supuesto yo, opté por creer que eran patrañas para asustarme, pues en el grupo yo era la más pequeña de todos.

Salíamos de la escuela en una tarde de agosto, el cielo anunciaba lluvia y los chicos se despedían. Yo, corría por la calle hasta llegar al parque, para cruzarlo en diagonal y llegar más rápido a casa. Me llevé una gran sorpresa cuando observé que las ventanas y la puerta de la casa del viejo José estaban cerradas. No era usual, él acostumbraba a sentarse en su viejo sillón, frente a su casa a esa hora. Entré corriendo a mi casa y le pregunté a mi madre si sabía qué había pasado. Ella, abriendo sus brazos para darme un abrazo, me miró a los ojos y noté enseguida su expresión de tristeza. Me preocupé, así que le insistí de una manera más enérgica. Como mi madre era una mujer prudente, solo me dijo que el viejo José había salido de su casa muy temprano y que un hombre de unos cuarenta años apareció al mediodía, solo. Abrió la puerta, estuvo adentro un momento y luego se marchó. Lo primero que se me ocurrió es que lo habían robado. Pero luego pensé que ahí no podía haber nada de valor, era un hombre muy pobre.

Unos fuertes golpes en la puerta de mi casa, interrumpieron mi análisis, salté de la silla del comedor para correr a abrir. Eran mis amigos. Se veían ansiosos, así que me precipité y les pregunté si sabían qué había pasado con el viejo José. Uno de mis amigos tuvo el suficiente valor, o quizás era el menos sentimental de todos y me contó que al viejo lo había atropellado un carro cuando trataba de cruzar una calle, que estaba en el hospital y que probablemente no se salvaría. Esas palabras inevitablemente me invadieron de tristeza. El viejo era amargado y nos había tratado mal, pero yo jamás esperaría que le ocurriera algo así.

Pasaron un par de meses y el viejo José se salvó de la muerte, regresaba a su casa después de muchas lesiones traumáticas, cirugías y terapias. Lo traía su hijo. El mismo hombre de cuarenta años que entró a la casa el día del accidente. Pero no todas las noticias eran buenas. El viejo, se veía mal,

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