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El Cuento

tecateEM20 de Abril de 2015

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EL CUENTO

Es una narración breve creada por uno o varios autores, basada en hechos reales o imaginarios, inspirada o no en anteriores escritos o leyendas, cuya trama es protagonizada por un grupo reducido de personajes y con un argumento relativamente sencillo y, por lo tanto, fácil de entender.

El cuento es compartido tanto por vía oral como escrita; aunque en un principio, lo más común era por tradición oral. Además, puede dar cuenta de hechos reales o fantásticos pero siempre partiendo de la base de ser un acto de ficción, o mezcla de ficción con hechos reales y personajes reales. Suele contener pocos personajes que participan en una sola acción central, y hay quienes opinan que un final impactante es requisito indispensable de este género. Su objetivo es despertar una reacción emocional impactante en el lector. Aunque puede ser escrito en verso, total o parcialmente, de forma general se da en prosa. Se realiza mediante la intervención de un narrador, y con preponderancia de la narración sobre el monólogo, el diálogo, o la descripción.

Se trata de una composición de pequeña extensión en la que empieza, se desarrolla y finaliza lo que se desea decir, y se escribe pensando que va a contarse o va a leerse completamente, sin interrupción, de forma diferente al resto de los géneros literarios, en los que el escritor considera que puedan ser leídos por partes, en veces sucesivas.

Leyendo un cuento detenidamente, pueden observarse las distintas partes que lo forman: La introducción, el desarrollo y el desenlace. Cada una de estas fases se subdivide, a su vez, consiguiendo un efecto armónico unitario.

De acuerdo con esta estructura, el principio debe explicar:

-Quién es el protagonista.

-Dónde sucede la acción.

-Cuándo ocurre.

-Qué es lo que sucede.

-Por qué ocurre.

El núcleo del relato puede contener:

-Los obstáculos que dificultan el cumplimiento de un deseo. En el cuento "La boda de mi tío Perico" los personajes secundarios entorpecen que el invitado pueda asistir a la fiesta.

-Los peligros que amenazan directa o indirectamente al protagonista. Un ejemplo es el cuento de "Los tres cerditos", donde el lobo representa las fuerzas del mal que se oponen a la felicidad de los héroes.

-Las luchas físicas o psíquicas entre personajes contrarios, que se resuelven en la parte final del cuento mediante algún procedimiento inesperado. Sirve de ejemplo, entre otros muchos, la relación de Cenicienta con sus hermanastras, salvada por el príncipe mediante el símbolo del zapato.

-El suspenso producido por una frase que se repite o un enigma imposible de descifrar para el lector o el oyente. Puede ser el caso de la esfinge en la Grecia clásica o, en la más arraigada tradición oral, el cuento de Caperucita, que es capaz de encoger el corazón de los más pequeños en el insuperable diálogo de la protagonista con el lobo.

El desenlace de la narración podrá ser:

-Terminante: El problema planteado queda resuelto por completo. En el cuento de "La Cabra y los siete Cabritos" la muerte del lobo cayéndose al agua con la barriga llena de piedras aleja para siempre el peligro.

-Moral. El comportamiento de los personajes transmite el valor ético que se desea mostrar. Entre los muchos cuentos moralistas pueden citarse "El pastor y el lobo", "El león y el ratón", etc.

-Dual. Existen dos protagonistas de caracteres opuestos, que producen efectos contrarios dependiendo de sus actos. En el cuento de "Las dos doncellas" una de ellas arroja sapos por la boca por su mal comportamiento mientras que de la boca de la segunda salen joyas y piedras preciosas debido a su generosidad y buen corazón.

-Esperanzador. Al final del relato se sugieren posibles modificaciones de actuación que pueden resolver el problema en el futuro. Un cuento de este tipo puede ser "El ruiseñor y el emperador", donde la proximidad de la muerte de éste le ayuda a conocer el verdadero comportamiento de sus servidores y le permitirá corregir sus errores a partir de ese momento.

Leer tres cuentos Latinoamericanos y realizar una actividad con cada uno.

Juan Rulfo

(México, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros

(El Llano en llamas, 1953)

—TÚ QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?

—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

—No veo ya por dónde voy —decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

—Bájame, padre.

—¿Te sientes mal?

—Sí

—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

—Te llevaré a Tonaya.

—Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

—Quiero acostarme un rato.

—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse

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