El Hombre Que Plantaba Arboles
rositorre13 de Febrero de 2015
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La novela de Jean Giono que fue escrita alrededor de 1953, es poco conocida en Francia. El texto
se pudo recuperar gracias a que contrariamente a lo que sucede en Francia, la historia ha sido
ampliamente difundida en el mundo entero y ha sido traducida a trece idiomas. Lo que ha
contribuido también a que se hallan hecho numerosas preguntas alrededor de la personalidad de
Eleazar Bouffier y sobre de los bosques de Vergins. Si bien es cierto que el hombre que plantó los
encinos es un simple producto de la imaginación del autor; es importante aclarar que
efectivamente en ésta región se ha realizado un enorme esfuerzo de reforestación, sobretodo a
partir de 1880. Cien mil hectáreas han sido reforestadas antes de la Primera Guerra Mundial,
utilizando predominantemente pino negro de Austria y malezas de Europa. Estos bosques son
actualmente bellísimos y han efectivamente transformado el paisaje y el régimen de las aguas de
esta región.
He aquí el texto de la carta que Giono escribió al director del Departamento de Aguas y Bosques,
el señor Valderyon, en 1957 haciendo referencia a esta novela.
Querido Señor,
Siento mucho decepcionarlo, pero Eleazar Bouffier es un personaje inventado. El objetivo de esta historia
es el de hacer amar a los árboles, o con mayor precisión: hacer amar plantar árboles (lo que después de
todo, es una de mis ideas más preciadas). O, si se considera por el resultado; el objetivo es obtener el
mismo resultado de nuestro personaje imaginario. El texto que usted ha leído en "Trees and life" ha sido
traducido al Danés, Finés, Sueco, Noruego, Inglés, Alemán, Ruso, Checoslovaco, Húngaro, Español,
Italiano, Yddish y Polaco. Cedo mis derechos gratuitamente a todas las reproducciones. Un americano me
ha buscado recientemente para solicitarme la autorización para hacer un tiraje de 100 000 ejemplares del
texto que van a ser repartidas gratuitamente en América (algo que tengo bien entendido y aceptado). La
Universidad de Zagreb ha hecho una traducción al Yugoslavo. Este es uno de los textos que he escrito de
los que me siento más orgulloso, porque cumple con la función para la que fue escrito. Dicho sea de paso,
esta historia no me aporta ningún céntimo.
Si a usted le es posible, me encantaría que pudiéramos reunirnos para hablar precisamente de la
utilización práctica de este texto. Yo considero que es ya el tiempo de que hagamos una política favorable
al árbol, a pesar de que la palabra política parezca bastante mal adaptada.
Muy cordialmente
Jean Giono
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El Hombre que plantaba árboles
Para que el carácter de un ser humano excepcional muestre sus verdaderas cualidades,
es necesario contar con la buena fortuna de poder observar sus acciones a lo largo de los
años. Si sus acciones están desprovistas de todo egoísmo, si la idea que las dirige es una
de generosidad sin ejemplo, si sus acciones son aquellas que ciertamente no buscan en
absoluto ninguna recompensa más que aquella de dejar sus marcas visibles; sin riesgo de
cometer ningún error, estamos entonces frente a un personaje inolvidable.
Hace aproximadamente cuarenta años, yo hacía una larga travesía a pie, en las regiones
altas, absolutamente desconocidas para los turistas, en la vieja región de los Alpes que
penetra hasta La Provenza.
Esta región está delimitada al sureste por el curso medio del Durance, entre Sisteron y
Marabeau; al norte por el curso superior del Drome, después de su nacimiento, justo al
oeste, por las planicies de Comtant Venaissin y al pie de monte de Mont-Ventoux.
Comprende toda la parte norte del Departamento de Bases - Alpes, el sur del Drome y un
pequeño enclave de Vaucluse.
En el momento en el que emprendí este largo viaje, entre los 1200 y 1300 metros de
altitud, el paisaje estaba dominado por desiertos, eran tierras tomadas por la monotonía.
Lo único que podía crecer ahí eran lavandas silvestres.
Yo pasaba por esta región en su parte más ancha cuando después de tres días de camino
me encontré en medio de una desolación sin igual. Acampaba al lado del esqueleto de un
pueblo abandonado. Ya no tenía agua. La que me quedaba del día anterior la había
utilizado durante la vigilia y necesitaba encontrar más. No pude encontrarla. Las casas, de
lo que alguna vez había sido un poblado, estaban aglomeradas al rededor de unas ruinas
apiladas, lo que me hizo pensar que en algún tiempo ahí debió haber habido una fuente o
un pozo. El arreglo de las cinco o seis casitas de piedra con techos volados y lavados por
el viento, y la pequeña capilla daban la apariencia de un pueblo habitado. Sin embargo,
cualquier resquicio de vida había desaparecido.
Era un hermoso día de junio, pleno de sol, pero en estas tierras sin abrigo, y a estas
alturas del cielo, el viento soplaba con una brutalidad insoportable. La fuerza con la que el
viento golpeaba las carcasas de las casas era tan violenta como el de una bestia salvaje
que es interrumpida durante sus alimentos.
Era necesario mover mi campamento. A cinco horas de marcha, no había encontrado
agua, ni ningún otro indicio que pudiera darme la esperanza de encontrarla. Por todas
partes era la misma aridez, las mismas hierbas leñosas. Me pareció percibir a lo lejos una
pequeña silueta negra, de pie. De primera instancia pensé que se trataba de la sombra de
un tronco solitario. Por casualidad, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de
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corderos yacían sobre la tierra ardiente reposando cerca de él.
Me dió de beber agua de su botella, y un poco más tarde él me condujo hasta su casita en
una ondulación de la meseta. El obtenía su agua -excelente, por cierto- de un pozo
natural muy profundo, en el que él mismo había instalado un malacate muy rudimentario.
Este hombre hablaba poco. Esta es una práctica común entre aquellos que viven solos.
Sin embargo, se le percibía como un hombre seguro de sí mismo, confiado en sus
convicciones. Me parecía insólita su presencia en estos lugares tan desprovistos de todo.
No vivía en una cabañita, sino en una verdadera casa de piedra donde saltaba a la vista
claramente que él mismo había restaurado las ruinas con las que se encontró a su arribo.
El techo era sólido y estaba bien fijo. El viento que golpeaba las tejas del techo producía
un ruido similar al del mar cuando golpea en las playas.
Sus muebles y pertenencias estaban en orden, su bajilla estaba lavada, el piso estaba
pulcramente trapeado, su rifle estaba engrasado; su sopa hervía en el fuego. Fué
entonces cuando me dí cuenta de que también estaba recién afeitado, que todos sus
botones estaban sólidamente cosidos y que su ropa estaba cuidadosamente remendada,
a tal punto, que los parches eran casi invisibles.
El compartió su sopa conmigo y después de cenar yo le ofrecí tabaco de mi saquito. Él
me comentó que ya no fumaba. Su perro era tan silencioso como él, era amigable sin
llegar a ser ruin.
Rápidamente entendí que pasaría la noche ahí, el poblado más cercano se encontraba
todavía a más de un día y medio de marcha. Más aún, ya había tenido la oportunidad de
conocer el raro carácter de los habitantes de esta región. Que por cierto, no era en
absoluto recomendable. En las laderas de estas montañas, entre los matorrales de
encinos blancos que están en los extremos de los caminos aptos para vehículos, hay
cuatro o cinco poblados dispersos, lejos los unos de los otros. Estos poblados están
habitados por talamontes que hacen carbón con la madera. Son lugares donde se vive
mal; en las garras de la exasperación. Las familias viven unas en contra de las otras, en
un clima hostil, de rudeza excesiva, ya sea en el verano o en el invierno, viven amagando
su egoísmo aún más por la irracional desmesura en su deseo de escapar de este
ambiente.
Los hombres llevaban su carbón al pueblo en sus camiones y, después regresaban. Las
más sólidas cualidades se rompen bajo este perpetuo baño escocés. Las mujeres
cocinaban a fuego lento sus rencores. Había competencia en todo, desde la venta del
carbón hasta las bancas de la iglesia; las virtudes se combaten entre ellas, los vicios y las
virtudes se arrebatan unas a otras haciendo un revoltijo sin reposo. Hay epidemias de
suicidios y numerosos casos de locura casi siempre fatales.
El pastor, que no fumaba, saco un pequeño saco y vació su contenido sobre la mesa,
formando una pila de bellotas. Se puso a examinarlas una por una, poniendo muchísima
atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa y le propuse ayudarle. Él
me respondió que esto era asunto suyo. En efecto, viendo la devoción y cuidado que
ponía a su trabajo, decidí no insistir más. Esa fué toda nuestra conversación durante la
noche. Cuando hubo terminado de separar todas las bellotas que estaban en buen
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estado, entonces las contó y las puso en montoncitos de diez. De esta manera iba
haciendo una selección más, eliminando aquellas bellotas
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