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El eclipse de la familia


Enviado por   •  20 de Abril de 2015  •  Síntesis  •  6.503 Palabras (27 Páginas)  •  524 Visitas

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El eclipse de la familia

Constatemos para empezar un hecho obvio: los niños siempre han pasado mucho

más tiempo fuera de la escuela que dentro, sobre todo en sus primeros años. Antes de

ponerse en contacto con sus maestros ya han experimentado ampliamente la influencia

educativa de su entorno familiar y de su medio social, que seguirá siendo determinante

—cuando no decisivo— durante la mayor parte del período de la enseñanza primaria.

En la familia el niño aprende —o debería aprender— aptitudes tan fundamentales como

hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños (es decir,

convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con

quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a

los dioses (si la familia es religiosa), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo

que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, etc. Todo ello

conforma lo que los estudiosos llaman «socialización primaria» del neófito, por la cual

éste se convierte en un miembro más o menos estándar de la sociedad. Después la

escuela, los grupos de amigos, el lugar de trabajo, etc., llevarán a cabo la socialización

secundaria, en cuyo proceso adquirirá conocimientos y competencias de alcance más

especializado. Si la socialización primaria se ha realizado de modo satisfactorio, la

socialización secundaria será mucho más fructífera, pues tendrá una base sólida sobre la

que asentar sus enseñanzas; en caso contrario, los maestros o compañeros deberán

perder mucho tiempo puliendo y civilizando (es decir, haciendo apto para la vida civil)

a quien debería ya estar listo para menos elementales aprendizajes. Por descontado,

estos niveles en la socialización y el concepto mismo de «socialización» no son tan

plácidamente nítidos como la ortodoxia sociológica puede inducirnos a pensar.

En la familia las cosas se aprenden de un modo bastante distinto a como luego tiene

lugar el aprendizaje escolar: el clima familiar está recalentado de afectividad, apenas

existen barreras distanciadoras entre los parientes que conviven juntos y la enseñanza se

apoya más en el contagio y en la seducción que en lecciones objetivamente

estructuradas. Del abigarrado y con frecuencia hostil mundo exterior el niño puede

refugiarse en la familia, pero de la familia misma ya no hay escape posible, salvo a

costa de un desgarramiento traumático que en los primeros años prácticamente nadie es

capaz de permitirse. El aprendizaje familiar tiene pues como trasfondo el más eficaz de

los instrumentos de coacción: la amenaza de perder el cariño de aquellos seres sin los

que uno no sabe aún cómo sobrevivir. Desde la más tierna infancia, la principal

motivación de nuestras actitudes sociales no es el deseo de ser amado (pese a que éste

tanto nos condiciona también) ni tampoco el ansia de amar (que sólo nos seduce en

nuestros mejores momentos) sino el miedo a dejar de ser amado por quienes más

cuentan para nosotros en cada momento de la vida, los padres al principio, los

compañeros luego, amantes más tarde, conciudadanos, colegas, hijos, nietos... hasta las

enfermeras del asilo o figuras equivalentes en la última etapa de la existencia. El afán de

poder, de notoriedad y sobre todo de dinero no son más que paliativos sobrecogidos y

anhelosos contra la incertidumbre del amor, intentos de protegernos frente al desamparo

en que su eventual pérdida nos sumiría. Por eso afirmaba Goethe que da más fuerza

saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor, cuando existe, nos hace

invulnerables. Es en el nido familiar, cuando éste funciona con la debida eficacia, donde

uno paladea por primera y quizá última vez la sensación reconfortante de esta

invulnerabilidad. Por eso los niños felices nunca se restablecen totalmente de su

infancia y aspiran durante el resto de su vida a recobrar como sea su fugaz divinidad

originaria. Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese impulso inicial les

infunde una confianza en el vínculo humano que ninguna desgracia futura puede

completamente borrar, lo mismo que nada en otras formas de socialización consigue

sustituirlo satisfactoriamente cuando no existió en su día.

Me refiero a una cosa rara, rarísima, quizá en cierto modo perversa, los niños

felices, no los niños mimados o superprotegidos. Puede que se trate de un ideal

inalcanzable en referencia al cual sólo pueden existir grados de aproximación, nunca la

perfección irrebatible (también la felicidad familiar es una de esas capacidades abiertas

de las que hablábamos en el capítulo precedente). En cualquier caso, tal es el ideal que

justifica a la familia y también lo que más la compromete. La educación familiar

funciona por vía del ejemplo, no por sesiones

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