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Gina


Enviado por   •  26 de Septiembre de 2012  •  Informes  •  2.352 Palabras (10 Páginas)  •  687 Visitas

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Gina

Juro que durante años me propuse ser una buena esposa. En mis adentros, ser esposa se relacionaba, más que con el amor de pareja, con la imagen idílica del hogar: el papá, la mamá, los niños revoloteando en torno a ellos. Por eso, la decisión de casarme estuvo directamente relacionada con la de engendrar un hijo. Era el inicio de la gran empresa, equivalía a poner la primera piedra de un edificio cuyo pivote y eje no era Ariel ni tampoco yo sino lo que resultaba de nuestra unión. Aún ahora hacen parte de mí. Dejar a Ariel no fue fácil, sabía que al hacerlo renunciaba para siempre a ese sueño. Dicen que entrar en la madurez es conocer y aceptar la diferencia entre l deseable y lo posible.

Pero la verdad no soy quién para venir a hablar de madurez, pues sigo siendo la chiquilla que corre tras los patos en un remoto estanque de la infancia. Dejar a Ariel tenía que ver con todo esto, aunque en ese momento yo no lo supiera. Aquella noche Ariel llegó borracho. A las dos me despertó el ruido del carro. Siempre fue un buen borracho jamás hizo escándalo y sin excepción se dormía rápido, Ariel adivinó que no dormía y de un momento a otro comenzó a hablarme; me contó que estuvieron Rodolfo Jiménez y Hernán Campos, además de Nora, David y José Manuel. En el patio chillaban los grillos. Nunca me han gustado esos bichos. No me gusta que los pensamientos se impongan de ese modo, la forman toman a una con la guardia baja. Luego, cuando el sueño comenzó a envolverme y mi mente regresó al sofá, traía estas palabras revolviéndose en mi boca. Me tomó poco tiempo descubrir que él era incapaz de asumir la fuerza que se arremolina en su pecho. Desde el primer momento admiré en él esa fuerza instintiva. Yo no lo sabía, solo sabía, como las ratas con el agua al cuello, que el banco se estaba hundiendo, y que más temprano que tarde habría que saltar. Tal vez por ese motivo, desempacan sólo lo indispensable: la ropa, los trastes de la cocina, unos cuantos libros y objetos personales. Gina y las niñas se, mudan a un sitio más cercano. Gina descarta al azar tres de las que siguen apiladas por ahí… Apenas han terminado de acomodarse aquí, cuando se entera de que, junto al que ocupa Luisa, quedará un apartamento libre. Gina no lo dudo, la cercanía de Luisa era más importante. Ahora frente a la ventana rota y al sucio desorden que dejaron. El Marciano, como bautiza desde el primer momento a su Volkswagen modelo 72. El Marciano se transforma pronto en un miembro más de la familia. Algunos sábados sube a las chiquillas en E.T. (nombre abreviado de El Marciano) y se van a explorar la intricada red de caminos que se adentra en las montañas. Ya era suficiente el escándalo que produjo en su familia el que estuviera viviendo con un negro. Gina no tuvo el pretexto ni inventó la ilusión de un amor fulminante para irse a vivir con Marvin. Gina estaba cansada que olvidó el simulacro y sólo se acostó. A su lado Gina duerme con los ojos apenas entreabiertos Marvin la está mirando su cabello castaño revuelto los párpados sacudidos de un tanto en tanto por un estremecimiento, la respiración pausada del sueño. El mismo ¿Cómo iba a sospechar que viviría un día con una paña? Antes hubiera pensado que lo haría con una gringa o una europea. Parpadeando, trató de imaginar cómo sería una infancia sin la presencia definitiva del mar. Por un momento, Gina perdió el compás de la respiración; sus ojos se estremecieron y en seguida volvieron a quedar inmóviles.

De la visita a San José no conserva muy buenos recuerdos, pues el frio lo atormentó desde el primero momento. Recuerda las noches nebulosas en el barrio donde vivía su tía Lucy. Por más que lo intentó, Gina no pudo mantenerse al margen de las intrigas, chismes, dimes y diretes que circulan a diario aquí en Puerto Viejo. La relación con Marvin había alcanzado un punto que consideraba justo a llamar “de madurez”. A diferencia de ella, Marvin visitaba el pueblo con frecuencia y se encontraba con amigos y amigas. El reino en que Marvin le pertenecía era muy pequeño: la casa y el restaurante Blue Moon. Pero dentro de sus linderos, él era un excelente compañero, respetuoso, trabajador y de una lealtad a toda prueba. Gina había aprendido a valorar este mundo en el que límites y reglas estaban claros, en contraste con la confusión que reinaba allá. A veces Gina se pregunta por qué motivo ese recuerdo y no otro, qué impresión le produjo aquello para grabarse tan hondamente en su imaginación infantil. La respuesta la dejó estupefacta: la importancia de su recuerdo no tenía que ver con lo que sucedió; hasta cierto punto era indiferente si aquello fue real o no. Cerca de la casa de Isabel había un beneficio de café. Saltamos, nos dejamos caer. El grano cosquillea por todo el cuerpo, miro fugazmente a mi amiga: enredados en su pelo castaño, cuelgan unos granos de café. Si le preguntáramos a Gina de qué manera se percibe, o más sencillamente, “cómo Sos vos”, es casi seguro que hablaría de su energía, de su vitalidad, de un temperamento nervioso que la mantiene siempre ocupada, emprendiendo cosas nuevas. Ahora mismo vuelve a escuchar la música de la cajita. Solo recuerdo el carro despedazado a un lado de la carretera, el reguero de vidrios sobre el pavimento, y un charco oscuro que nunca supe si era de sangre o de aceite. La explicación que inventé debió facilitarme mucho las cosas a mi madre, quien se limitó a completarla diciendo papá “se había ido al cielo, con los ángeles y con Dios” ¿Y dónde es eso? ¿Y cuándo va a volver? ¿Y por qué nos dejó? ¿Ya no nos quiere? ¿Los prefiere a ellos?. Hubo un tiempo en que Gina se obsesionó con la figura de Jesús, el Cristo. Tendría ocho o diez años, era impúber aún y deseaba, ante todo, ganarse el cielo. A menudo iba a la iglesia y se arrobaba con las palabras de Tito, el viejo sacerdote de su parroquia, a quien los feligreses trataban con cariñosa familiaridad y amaban con dulce respeto; por las noches se encomendaba al Ángel de la Guarda y rezaba el Padre Nuestro. Gina- escuchaba a veces que Jesús le decía y su nombre resonaba de una forma maravillosa, como nunca más volvería a hacerlo.

Así Gina supo que, tanto como a Jesús, llevaba consigo al demonio: es más su cuerpo era un escenario en el que ambos combatían y su alma un botín en disputa. En el reino de este mundo, el cobrador de esa deuda era Tito. La primera regla es siempre un cataclismo, una pequeña conmoción. Por lo menos, para mí lo fue. Ni siquiera los comentarios de las compañeras que ya habían

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