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LIMITES DEL ENSAYO ACADEMICO

Abcd052511 de Febrero de 2014

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LIMITES DEL ENSAYO ACADÉMICO

Jaime Alberto Vélez

El término ensayo, en buena medida, ha terminado por convertirse en una denominación confusa que los profesores suelen utilizar para solicitar de sus alumnos cierta forma de trabajo académico. Aunque raras veces se intenta definirlo con claridad, parece existir, no obstante, un acuerdo tácito sobre sus características. En realidad, sobre ninguna otra noción abundan tantos sobreentendidos y vaguedades, al mismo tiempo – por paradoja-, una exigencia tan precisa acerca de sus alcances como sobre este género de escritura.

La consideración unánime del ensayo como el medio ideal del trabajo académico se debe, sin duda, a la relación casi indisoluble que ha mantenido en los últimos tiempos con las más destacadas formas de transmisión del saber. Esta admiración y este reconocimiento, sin embargo, no bastan por sí solos para que surja de inmediato, como consecuencia inevitable, su escritura generalizada. A pesar de su relación permanente con toda la obra académica, su práctica debería erigirse más bien en un resultado de un proceso y no propiamente en su inicio. La observación de los más reconocidos maestros del género permite concluir que aparece como expresión de una sobreabundancia y no como fruto de una carencia o de una necesidad. No se puede perder de vista que el gran ensayista es también un gran conocedor.

En el ámbito académico, algunos proceden como si esta forma de escritura consistiera en un sistema de evaluación que el estudiante pudiera llenar con algunos datos variables, según el tema o la ocasión. Pero su escritura –como corresponde a un proceso gradual de aprendizaje- solo puede sobrevenir como consecuencia de un camino recorrido. Este género, en otras palabras, no se escribe para mostrar que hay mucho por aprender, sino porque existe, de hecho, un amplio dominio sobre un tema específico, y además, un lenguaje capaz de expresarlo.

Aunque el término ensayo puede aproximarse al de intento, tal tentativa resulta más válida en quien está provisto de un arma adecuada, que en aquel otro que dispara a ciegas y de espaldas al blanco. Si el objetivo consiste en medir el nivel de conocimiento del estudiante, no existe razón válida para que el profesor lo someta a una prueba improcedente. Si se mira bien, no se requiere un método muy elaborado para distinguir el conocimiento de la ignorancia. Aun el medio más simple y espontáneo puede cumplir a la perfección con este cometido.

Si se tomara, en cambio, la escritura en general como parte esencial de un método de conocimiento – no otra debe ser su función-, el ensayo abandonaría esa condición de único y obsesivo recurso docente (que solo logra muchas veces desalentar al estudiante consciente), para adquirir por fin el carácter libre y personal que le corresponde. En rigor, resulta por lo menos inconveniente exigir su escritura, cuando un informe o un resumen puede cumplir a cabalidad con la misión de dar cuenta de un saber específico.

Algunas formas de escritura, miradas quizá con cierto desdén, satisfacen necesidades concretas y pueden servir, también, como soporte y adiestramiento para una ulterior escritura del ensayo. Puesto que no existe todavía una fórmula mágica que garantice su escritura de buenas a primeras, solo por un mandato del profesor, la única posibilidad consiste en adoptar un método progresivo y consciente.

Carece de competencia para escribir un ensayo, como es lógico, quien no posee habilidades para redactar una reseña y, mucho menos, claro está, una reseña crítica. De modo que actividades como éstas pueden proporcionar poco a poco los instrumentos necesarios para una escritura más ambiciosa y más creativa. Un informe de lectura, por ejemplo, representa una actividad nada desdeñable y, practicada con seriedad y aplicación, deja al estudiante en capacidad de abordar otras formas de escritura más exigentes como el trabajo de investigación, la monografía, o la tesis.

Y es que otorgar el nombre de ensayo a cualquier clase de escrito entraña no sólo una inexactitud formal, sino un indicio preocupante de que el saber ha caído en un relativismo conceptual. Si un geómetra jamás denomina escolio a un axioma, no se debe a un mero asunto de terminología: tal confusión significaría, ni más ni menos, la disolución de su saber. Cuando se posee sobre el ensayo una noción difusa, su escritura correrá, por fuerza, la misma suerte. La adopción de este género, para quien tiene la competencia requerida, no resulta una labor más difícil que la demandada por un estudio, un análisis o un comentario. La plena conciencia del medio utilizado, más bien, contribuye a su fácil ejecución. De ahí que no se tenga noticia aún de un gran ensayista que desconociera lo que escribía. Desde Tomás de Iriarte se sabe que nadie puede resoplar por casualidad sobre un instrumento musical y producir una obra maestra. La escritura consciente – lejos de la emoción y lejos del dictado de la musa – supone, por supuesto, un saber específico; pero, también, un conocimiento relativo a las propiedades y a los alcances del lenguaje escrito.

Por lo general, cuando se habla de ensayo en el medio académico se piensa, pues, en un escrito sin normas claras ni técnicas específicas, aunque inteligente y bien redactado. Esta aspiración, sin embargo, raras veces se colma, puesto que a esta suerte de escritura, abierta y creativa, sólo logra acceder un escritor después de haber asimilado a tal grado las normas y las técnicas, como para olvidarlas luego. Y el medio académico, como bien se sabe, valora muy poco el olvido.

Ese género indefinido de escritura, que a falta de mejor nombre algunos insisten en llamar ensayo, surge como consecuencia de la falta de rigor, de la imprecisión y del desconcierto que con frecuencia se apoderan de la actividad académica, y su escritura se encarga de reforzar tales defectos. Una indeterminación en el método de trabajo ocasiona que los resultados, inevitablemente, queden sujetos al azar. De modo que, aunque se siga considerando el ensayo como el medio más idóneo para la transmisión del saber, inexplicablemente se obvia el conocimiento de la técnica que le es característica, o se relega su explicación al especialista en el género.

En este punto, conviene enfatizar que la escritura de un ensayo no es ajena a ninguna disciplina o, expresado de otro modo, que ningún saber posee exclusividad sobre esta forma de expresión. Quienes consideran, por ejemplo, que el cuidado del lenguaje constituye un asunto exclusivo de lingüistas y de literatos, olvidan que las ideas y los conceptos se expresan por medio de palabras, y que no pueden existir vigor y profundidad independientemente del lenguaje. Cualquier saber implica, fundamentalmente, conocer el modo de expresarlo.

Al tratar la expresión como un simple empaque formal, o como una realidad adjetiva e independiente, se soslaya un aspecto esencial de conocimiento, esto es, que cualquier concepto se expresa como lenguaje, y no sólo por medio del lenguaje. El descuido en el manejo del medio expresivo representa, en último término, una deficiencia en el modo de razonar. Solo lo que se piensa bien, en consecuencia, se puede decir bien. Puesto que todo pensamiento está a la altura de su expresión, resulta absurda y carente de eficacia la labor de corregir el aspecto externo de un escrito en la creencia de que, por el mismo hecho, mejorará su concepción. Corregir las palabras sin modificar al que escribe, deja intacto el problema. “Quién no sepa expresarse con sencillez y claridad –escribió Karl Popper- no debe decir nada y, más bien, debe seguir trabajando hasta que pueda lograrlo”.

El asunto, pues, no se reduce al mejoramiento de la expresión, como creen algunos formalistas. Todo radica, más bien, en el ajuste perfecto entre el pensamiento y su expresión. La corrección no es la última fase de la escritura –según suponen quienes ven esta labor como un afeite o un maquillaje-, sino que hace parte del proceso mismo de la configuración de las ideas. Estilo y pensamiento, por tanto, son indisolubles y suceden simultáneamente. Un buen aprendizaje consistirá en comprender que el manejo de las palabras corre simultáneo con la forma de razonar. ¿O podría, acaso, existir un pensamiento impecable, expresado en un lenguaje incorrecto o deficiente?.

Lo que se llama comúnmente escribir bien tampoco garantiza mayor cosa, pues un escrito formalmente intachable puede tener grandes probabilidades de convertirse en un lugar común o una idea convencional. Y ello ocurre porque un lenguaje establecido induce con facilidad a un pensamiento igualmente establecido. “Toda conjunción imprevista de palabras, que se salga de los moldes gramaticales –razonó con perspicacia Luis Tejada -, significa la existencia de una idea nueva, o al menos, acusa una percepción original de la vida, de las cosas”. Por esta razón, quienes plantean una noción estricta de la escritura difícilmente poseerán, al mismo tiempo, una visión abierta de la ciencia y del pensamiento. La rigidez académica con seguridad, terminará manifestándose en ambos sentidos. De ahí que el pensamiento establecido recurra a un lenguaje ya consolidado y a unos procedimientos invariables. La retórica, como bien se sabe, no es otra cosa que la expresión de una forma de poder.

Puesto que el objetivo de lo académico se ha limitado a la transmisión rigurosa de un saber, resulta lógico, entonces, que este medio se muestre más bien contrario a la novedad y a la originalidad en la

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