Limite Del Ensayo Academico
estrellagorda9 de Diciembre de 2013
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Límites del ensayo académico por Jaime Alberto Vélez
El término ensayo, en buena medida, ha termi¬nado por convertirse en una denominación confu¬sa que los profesores sue¬len utilizar para solicitar de sus alumnos cierta for¬ma de trabajo académico. Aunque raras veces se in¬tenta definirlo con clari¬dad, parece existir, no obstante, un acuerdo táci¬to sobre sus característi¬cas. En realidad, sobre ninguna otra noción abundan tantos sobreen¬tendidos y vaguedades y, al mismo tiempo —por paradoja—, una exigencia tan precisa acerca de sus al¬cances como sobre este género de escritura.
La consideración unáni¬me del ensayo como el medio ideal del trabajo académico se debe sin duda a la relación casi in¬disoluble que ha manteni¬do en los últimos tiempos con las más destacadas for¬mas de transmisión del sa¬ber. Esta admiración y este reconocimiento, sin embargo, no bastan por sí solos para que surja de in¬mediato, como consecuen¬cia inevitable, su escritura generalizada. A pesar de su relación permanente con toda labor académica, su práctica debería erigirse más bien en resultado de un proceso y no propia¬mente en su inicio. La ob¬servación de los más reco¬nocidos maestros del gé¬nero permite concluir que aparece como expresión de una sobreabundancia y no como fruto de una ca¬rencia o de una necesidad. No se puede perder de vista que el gran ensa¬yista es también un gran conocedor.
En el ámbito académico, algunos proceden como si esta forma de escritura consistiera en un esquema de evaluación que el estu¬diante pudiera llenar con algunos datos variables, según el tema o la ocasión. Pero su escritura —como corresponde a un proceso gradual de aprendizaje— sólo puede sobrevenir como consecuencia de un camino recorrido. Este género, en otras palabras, no se escribe para mostrar que hay mucho por apren¬der, sino porque existe, de hecho, un amplio dominio sobre un tema específico y, además, un lenguaje capaz de expresarlo.
Aunque el término ensa¬yo pueda aproximarse al de intento, tal tentativa resulta más válida en quien está provisto de un arma ade¬cuada, que en aquel otro que dispara a ciegas y de espaldas al blanco. Si el objetivo consiste en medir el nivel de conocimientos del estudiante, no existe razón válida para que el profesor lo someta a una prueba improcedente. Si se mira bien, no se requie¬re un método muy elabo¬rado para distinguir el conocimiento de la ignoran¬cia. Aun el medio más simple y espontáneo puede cumplir a la perfección con este cometido.
Si se tomara, en cambio, la escritura en general como parte esencial de un método de conocimiento —no otra debe ser su fun¬ción—, el ensayo abandona¬ría esa condición de único y obsesivo recurso docente (que sólo logra muchas ve¬ces desalentar al estudiante consciente), para adquirir por fin el carácter libre y personal que le correspon¬de. En rigor, resulta por lo menos inconveniente exi¬gir su escritura, cuando un informe o un resumen pue¬den cumplir a cabalidad con la misión de dar cuen¬ta de un saber específico.
Algunas formas de escri¬tura, miradas quizá con cierto desdén, satisfacen necesidades concretas y pueden servir, también, como soporte y adiestramiento para una ulterior escritura del ensayo. Pues¬to que no existe todavía una fórmula mágica que garantice su escritura de buenas a primeras, sólo por un mandato del profe¬sor, la única posibilidad consiste en adoptar un método progresivo y cons¬ciente.
Carece de competencia para escribir un ensayo, como es lógico, quien no posee habilidades para re¬dactar una reseña y, mucho menos, claro está, una reseña crítica. De modo que actividades como éstas pueden proporcionar poco a poco los instrumentos necesarios para una escri¬tura más ambiciosa y más creativa. Un informe de lec¬tura, por ejemplo, repre¬senta una actividad nada desdeñable y, practicada con seriedad y aplicación, deja al estudiante en capa-cidad de abordar otras for¬mas de escritura más exi¬gentes como el trabajo de investigación, la monogra¬fía, o la tesis.
Y es que otorgar el nom¬bre de ensayo a cualquier clase de escrito entraña no sólo una inexactitud for¬mal, sino un indicio pre¬ocupante de que el saber ha caído en un relativismo conceptual. Si un geóme¬tra jamás denomina escolio a un axioma, no se debe a un mero asunto de termi¬nología: tal confusión sig¬nificaría, ni más ni menos, la disolución de su saber. Cuando se posee sobre el ensayo una noción difusa, su escritura correrá, por fuerza, la misma suer¬te. La adopción de este género, para quien tiene la competencia requerida, no resulta una labor más difícil que la demandada por un estudio, un análisis o un comentario. La plena conciencia del medio utili¬zado, más bien, contribu¬ye a su fácil ejecución. De ahí que no se tenga noticia aún de un gran ensayista que desconociera lo que escribía. Desde Tomás de Iriarte se sabe que nadie puede resoplar por casua¬lidad sobre un instrumen¬to musical y producir una obra maestra. La escritura consciente —lejos de la emoción y lejos del dicta¬do de la musa— supone, por supuesto, un saber específico; pero, también, un conocimiento relativo a las propiedades y a los alcances del lenguaje escrito.
Por lo general, cuando se habla de ensayo en el medio académico se pien¬sa, pues, en un escrito sin normas claras ni técnicas específicas, aunque inteli¬gente y bien redactado. Esta aspiración, sin em¬bargo, raras veces se col¬ma, puesto que a esta suerte de escritura, abierta y creativa, sólo logra acce¬der un escritor después de haber asimilado a tal gra¬do las normas y las técni¬cas, como para olvidarlas luego. Y el medio acadé¬mico, como bien se sabe, valora muy poco el olvido.
Ese género indefinido de escritura, que a falta de mejor nombre algunos in¬sisten en llamar ensayo, surge como consecuencia de la falta de rigor, de la imprecisión y del descon¬cierto que con frecuencia se apoderan de la actividad académica, y su escritura se encarga de reforzar tales defectos. Una indetermi¬nación en el método de trabajo ocasiona que los resultados, inevitablemen¬te, queden sujetos al azar. De modo que, aunque se siga considerando el ensa¬yo como el medio más idóneo para la transmisión del saber, inexplicablemen¬te se obvia el conocimien¬to de la técnica que le es característica, o se relega su explicación al especia¬lista en el género.
En este punto, conviene enfatizar que la escritura de un ensayo no es ajena a ninguna disciplina o, ex¬presado de otro modo, que ningún saber posee exclusividad sobre esta for¬ma de expresión. Quienes consideran, por ejemplo, que el cuidado del lenguaje constituye un asunto exclu¬sivo de lingüistas y de literatos, olvidan que las ideas y los conceptos se expresan por medio de palabras, y que no pueden existir vi¬gor y profundidad independientemente del len¬guaje. Cualquier saber im¬plica, fundamentalmente, conocer el modo de expresarlo.
Al tratar la expresión como un simple empaque formal, o cómo una reali¬dad adjetiva e indepen¬diente, se soslaya un as¬pecto esencial del conoci¬miento, esto es, que cual¬quier concepto se expresa como lenguaje, y no sólo por medio del lenguaje. El descuido en el manejo del medio expresivo represen¬ta, en último término, una deficiencia en el modo de razonar. Sólo lo que se piensa bien, en consecuen¬cia, se puede decir bien. Puesto que todo pensa¬miento está a la altura de su expresión, resulta ab¬surda y carente de eficacia la labor de corregir el as-pecto externo de un escri¬to en la creencia de que, por el mismo hecho, mejorará su concepción. Co¬rregir las palabras, sin modificar al que escribe, deja intacto el problema. “Quien no sepa expresarse con sencillez y claridad —escribió Karl Popper— no debe decir nada y, más bien, debe seguir traba¬jando hasta que pueda lo¬grarlo”.
El asunto, pues, no se reduce al mejoramiento de la expresión, como creen algunos formalistas. Todo radica, más bien, en el ajuste perfecto entre el pensamiento y su expresión. La corrección no es la última fase de la escritu¬ra —según suponen quienes ven esta labor como un afeite o un maquillaje—, sino que hace parte del proceso mismo de la con¬figuración de las ideas. Es¬tilo y pensamiento, por tanto, son indisolubles y suceden simultáneamente. Un buen aprendizaje con¬sistirá en comprender que el manejo de las palabras corre simultáneo con la forma de razonar. ¿O po¬dría, acaso, existir un pen¬samiento impecable, ex¬presado en un lenguaje in¬correcto o deficiente?
Lo que se llama común¬mente escribir bien tampo¬co garantiza mayor cosa, pues un escrito formal¬mente intachable puede te¬ner grandes probabilidades de convertirse en un lugar común o una idea conven¬cional. Y ello ocurre por¬que un lenguaje estableci¬do induce con facilidad a un pensamiento igualmen¬te establecido. “Toda con¬junción imprevista de palabras, que se salga de los moldes gramaticales —ra¬zonó con perspicacia Luis Tejada—, significa la exis¬tencia de una idea nueva, o al menos, acusa una per¬cepción original de la vida, de las cosas”. Por esta razón, quienes plan¬tean una noción estricta de la escritura difícilmente poseerán, al mismo tiem¬po, una visión abierta de la ciencia y del pensamien¬to. La rigidez académica, con seguridad, terminará manifestándose en ambos sentidos. De ahí que el pensamiento establecido recurra a un lenguaje ya consolidado y a unos procedimientos invariables. La retórica, como bien se sabe, no es otra cosa que la expresión de una forma de poder.
Puesto que el objetivo de lo académico se ha limita¬do a la transmisión riguro¬sa de un saber, resulta ló¬gico, entonces, que
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