La Cita
jiju14Tesina13 de Octubre de 2013
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La Cita.
The Assignation; Edgar Allan Poe (1809-1849)
¡Espérame allá! Yo iré a encontrarte
En el profundo valle.
(Henry King, obispo de Chichester,
Funerales en la muerte de su esposa)
¡Hombre infortunado y misterioso, deslumbrado por el brillo de tu propia imaginación y ardiendo en las llamas de tu propia juventud! ¡De nuevo te contemplo con la imaginación! ¡Una vez más tu figura se alza ante mí! No; no como tú eres en el frío valle de la sombra, sino como deberías ser, disfrutando de una vida de magnífica meditación en aquella ciudad de oscuras visiones, tú, Venecia, Elíseo amado de las estrellas, allí donde los amplios ventanales de los palacios paladianos descubren en profundas y amargas miradas los secretos de sus silenciosas aguas. ¡Sí! lo repito como tú deberías ser. Existen seguramente otros mundos distintos de éste; otros pensamientos que los pensamientos de la multitud y otras especulaciones que las especulaciones de los sofistas. ¿Quién, entonces, podría poner obstáculo a tu conducta? ¿Quién podrá censurarte por tus horas visionarias o denunciar aquellas ocupaciones tuyas como una pérdida inútil de tiempo, que no eran sino desbordamientos de tu inagotable energía? Fue en Venecia, bajo el arco cubierto del Ponte di Sospiri, donde me encontré por tercera o cuarta vez con la persona de quien hablo. Sólo muy confusamente recuerdo las circunstancias de aquel encuentro. Sin embargo, recuerdo (¡ah! ¿cómo podría olvidarlo?) la profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza femenina y el romántico ensueño que parecía cernerse sobre el estrecho canal.
Era una noche de insólita oscuridad. En el gran reloj de la Piazza habían dado las cinco de la madrugada italiana. La plaza del Campanile estaba silenciosa y desierta y las luces del viejo Palacio Ducal iban desvaneciéndose rápidamente. Regresaba a mi casa desde la Piazetta, por el gran canal. Pero cuando mi góndola llegó a la desembocadura del canal de San Marcos, una voz femenina estalló de pronto en el profundo silencio de la noche con un grito salvaje, histérico y prolongado. Sobresaltado por aquel sonido, me puse de pie, mientras el gondolero dejaba su único remo, que se perdió en las aguas oscuras sin posibilidad alguna de recuperarlo, quedando, por tanto, abandonados al curso de la corriente que va desde el canal más grande al pequeño. Como un enorme cóndor de plumas negras, nuestra embarcación iba derivando hacia el Puente de los Suspiros, cuando un millar de antorchas que flameaban en las ventanas y descendían la escalinata del Palacio Ducal, convirtieron de pronto toda aquella profunda oscuridad en un día lívido y sobrenatural.
Un niño, deslizándose de los brazos de su propia madre, había caído desde una ventana superior de la alta estructura al fondo del oscuro y profundo canal. Las tranquilas aguas se habían cerrado plácidamente sobre su víctima; y aunque mi góndola era la única embarcación a la vista, muchos decididos nadadores se habían lanzado a la corriente y buscaban en vano sobre la superficie el tesoro que sólo podía encontrarse, ¡ay!, sólo podía encontrarse en el abismo. Sobre el ancho rellano de losas negras a la entrada del palacio y unos cuantos escalones por encima del agua, se alzaba una figura que nadie de los que entonces la vieron han podido olvidar jamás. Era la marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia —la más bella de las bellas, la más hermosa allí donde todas son bellas—; pero, sin embargo, joven esposa de un viejo e intrigante Mentoni y madre de aquella bella criatura, su primer y único hijo, que ahora en las profundidades del agua cenagosa estaría pensando con el corazón angustiado en las dulces caricias de ella y agotando su pequeña existencia en esfuerzos desesperados para pronunciar su nombre.
Ella estaba sola. Sus pies pequeños y plateados centelleaban en el negro espejo de mármol que tenían debajo. Su cabello, medio suelto del peinado de baile, se enroscaba entre una profusión de diamantes, rodeando su cabeza clásica, en bucles como los de la joven Jacinta. Una túnica de gasa, de una blancura nívea, parecía ser lo único que cubría su delicado cuerpo; pero el aire veraniego y de la medianoche era cálido, pesado y tranquilo, y ningún movimiento en la estatuaria forma agitaba ni siquiera los pliegues de aquella túnica tenue, que caía sobre ella como el pesado ropaje marmóreo cae sobre Niobe. Sin embargo —parece extraño decirlo—, sus ojos grandes y brillantes no se volvieron hacia aquella tumba donde su más brillante esperanza yacía enterrada, sino que estaban fijos en una dirección completamente distinta.
La prisión de la vieja república es el edificio más importante de toda Venecia; pero ¿cómo podía aquella mujer mirarlo tan fijamente entonces, cuando debajo yacía enterrado su único hijo? Allá en la oscuridad, también en aquel oscuro nicho que está precisamente frente a su ventana, ¿qué podía haber, pues, en sus sombras, en sus cornisas solemnes, que la marquesa de Mentoni no hubiera podido admirar un millar de veces antes? ¡Tonterías! ¿Quien no recuerda que en Ocasiones como aquélla, el ojo, como un espejo roto, multiplica la imagen del dolor y ve en innumerables sitios distantes lo que está al alcance de la mano?
Algunos escalones por encima de la marquesa, y bajo el arco de la puerta del desembarcadero, se hallaba de pie, completamente vestida, la figura, semejante a la de un sátiro, del mismo Mentoni. Estaba ocasionalmente ocupado en rasguear una guitarra y parecía algo molesto con la misma muerte, y a intervalos daba órdenes para recuperar a su hijo. Estupefacto y espantado, no era capaz de moverme de la postura que había adoptado al oír el grito, y debía de presentar a los ojos del agitado grupo un aspecto de aparecido cuando, con el semblante pálido y los miembros rígidos, flotaba ante ellas en aquella fúnebre góndola.
Todos los esfuerzos resultaron inútiles. Muchos de los que se habían mostrado más enérgicos en la busca acabaron cediendo a sus esfuerzos y desistieron ante un sombrío desaliento. Las esperanzas de salvar al niño eran muy débiles. ¿Cuánto menos serían las de la madre? Pero de pronto, de aquel oscuro sitio del que he hablado antes y que formaba parte de la prisión de la vieja república frente a la ventana de la marquesa, una figura embozada en una capa surgió a los rayos de luz proyectados por las antorchas, y deteniéndose un momento sobre el borde del muro, se arrojó de cabeza al canal. Cuando un instante después reapareció con el niño en sus brazos, todavía vivo y respirando, sobre el enlosado de mármol junto a la marquesa, su capa, con el peso del agua que la empapaba, se desprendió, cayendo en pliegues a sus pies, y los espectadores, maravillosamente sorprendidos, descubrieron la graciosa persona de un hombre joven, cuyo nombre tenía gran resonancia en Europa.
El salvador no dijo una palabra. Pero ¿y la marquesa? ... ¿Tomará al niño? ¿Lo estrechará contra su corazón? ¿Lo cubrirá de caricias? Pero, ¡ay! los brazos de otro son los que han tomado al niño del extranjero —los brazos de otro se lo han llevado dentro del palacio . ¿Y la marquesa, repetimos? Sus labios, sus hermosos labios, tiemblan.
Las lágrimas afluyen a sus ojos, aquellos ojos que como el canto de Plinio son "suaves y casi líquidos". Sí, las lágrimas invaden sus ojos. Toda la mujer se estremece desde lo más hondo de su ser y la estatua vuelve a la vida. La palidez de su semblante, la turgencia de su pecho níveo, la misma pureza de sus pies de mármol, los vemos cubrirse de pronto de un incontrolable carmín y un delicado estremecimiento sacude su delicado cuerpo como el suave viento de Nápoles agita los plateados lirios entre la hierba.
¿Por qué se sonrojó de aquel modo la dama? Para esta pregunta no existe respuesta, a no ser que su corazón maternal se haya olvidado de poner en sus menudos pies unas chinelas y sobre sus hombros venecianos un ropaje mas conveniente. ¿Qué otra razón posible podría haber sido la causa de su sonrojo? ¿A qué, sino a esto, podría deberse la mirada de aquellos ojos que parecían suplicar apurados? ¿Cuál, en otro caso, sería el origen del desacostumbrado palpitar de su pecho o la convulsiva agitación de su mano, de aquella mano que de modo accidental quedó en la del extranjero mientras Mentoni volvía a entrar en el palacio? ¿Qué razón podía tener el tono apagado, singularmente quedo, de su voz, cuando susurró estas palabras sin sentido, que la dama pronunció apresuradamente al despedirse?
—"Me has vencido dijo ella, si es que el murmullo del agua no me engañó—; tú has vencido. Una hora después del amanecer nos encontraremos. ¡Que así sea!
El tumulto había cesado; se habían apagado las luces en el interior del palacio y el extranjero, a quien entonces reconocí, permanecía solo sobre las losas. Se estremeció con una incontenible agitación y sus ojos miraron en torno del canal, buscando una góndola. Yo no podía menos de ofrecerle el servicio de la mía y él aceptó con cortesía. Después de conseguir un nuevo remo en el desembarcadero, seguimos por el canal hasta su residencia, mientras él rápidamente recobraba el dominio de sí mismo y hablaba de nuestro ligero encuentro anterior, aparentemente en términos de gran cordialidad.
Existen algunos temas sobre los que me complazco en ser minucioso. La persona del extranjero (y permítaseme nombrar con este título a quien para todo el mundo era todavía un extranjero); la persona del extranjero era uno de estos temas. En estatura, podía
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