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La Fuga


Enviado por   •  9 de Enero de 2014  •  Exámen  •  1.745 Palabras (7 Páginas)  •  198 Visitas

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La fuga

La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.

Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.

¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.

Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.

Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.

Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.

¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?

Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.

-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.

La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.

-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? -prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?

-No es ese su proyecto ahora -contestó la joven con apasionado acento-. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.

-¿Y lo serás?

-Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.

-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?

-Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.

¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?

-Sí -murmuró él-, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.

-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado...

-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-, alguien se acerca.

Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.

El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.

-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! -exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?

Cinco minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.

-Esta vida que llevamos no es soportable -murmuró el joven-; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?

-No me atrevo.

-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde, pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?

-Nos hallarán.

-No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.

Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.

Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.

-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? -continuó él.

Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.

La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.

-¡Libres!

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