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La cata


Enviado por   •  29 de Octubre de 2019  •  Ensayos  •  10.238 Palabras (41 Páginas)  •  129 Visitas

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La cata

1

Esta ciudad extendió los brazos y se soltó a llorar para no dejarme ir. El vuelo 420 mostraba su estatus en las pantallas con un rojo intermitente: Demorado. De sopetón, la tormenta tropical número quince de la temporada me obligó a quedarme un día más.

La respuesta de la aerolínea fue aplazar mi viaje para el día siguiente, con la cortesía de ofrecerme una noche de hotel, en una cadena cercana, y un pequeño estuche con lo esencial para sobrevivir hasta el día siguiente. Una cama king size no suena nada mal después de viajar desde la costa oaxaqueña hasta la capital. El kit de viajero obsequiado consistía en una playera XL (de mujer, porque se terminaron las de hombre), rastrillo, crema para rasurar, cepillo y pasta de dientes, y unos calcetines con un patrón de aviones azul y blanco, aunque todo esto tuvo el mismo efecto en mí que el aguinaldo que recibes después de las posadas con las tías solteronas: mera consolación.

Salí del aeropuerto resignado y con sed. Presioné pausa en mi celular y me quité los audífonos, mientras le pedía a un tal Jorge, que maneja un auto blanco, que viniera por mí. Llegó en diecinueve minutos exactos.

El chofer de Uber respondía al apodo de “el Gavilán”, de acuerdo a la calcomanía en el tablero, aunque con el detalle que era “solo pa’ los cuates”. Manejaba con música italiana de fondo, mientras tarareaba como si la conociera de memoria. Él se consideraba extranjero por el simple hecho de haber nacido en Ciudad Satélite.

Contrario a cualquier otro de los taxistas capitalinos, el Gavilán no escogió la ruta que mejor dominaba y por la que se se puede estar hasta dos horas en el tráfico; por el contrario, siguió la ruta óptima que mostraba la pantalla del tablero. Cada vez más delegamos las decisiones del día a día a la tecnología y dependemos menos de nuestro ingenio.

En el camino hice el recuento de todas las personas que conocía en la ciudad. Mi única amiga de tiempos de la carrera con la que todavía tengo contacto se convirtió en chilanga por pura indiferencia. Ella, como yo, un día perdió un vuelo para regresar a su natal Mérida gracias a una manifestación. Sin embargo, ella lo tomó como una señal de cambio y decidió no volver. Aunque nunca fuimos tan cercanos, mantenemos una comunicación constante mediante likes en nuestras publicaciones.

En estos tiempos el like se ha convertido en un forma de recordarle a amigos y conocidos que seguimos vivos, pero sobretodo, que reconocemos su existencia y que estamos al tanto de sus más recientes y vanas actividades. Por medio de las redes sociales supe que había terminado hace poco una relación por el simple cambio abrupto de su foto de perfil.

Decidí saltarme el protocolo de realizar por mensaje el primer contacto y le marqué en camino al hotel. “Inche Paquito, qué milagro.” Es curioso cómo el que hayamos compartido tres clases hace seis años ya le otorga el privilegio de pinchearme.

Llegué a un Holiday Inn de medio pelo, con el mobiliario estándar de las cadenas americanas, a dos cuadras del Mercado de Jamaica. Gigi (diminutivo de Eugenia, según ella) prometió llegar en media hora por mí al hotel. Cuarenta y cinco minutos más tarde recibí el mensaje que ya estaba en el lobby esperándome.

—Paquito, creo que a los dos nos caería de perlas una cerveza. Para empezar.

2

Gigi y yo llegamos a una cantina que una amiga del movimiento feminista le había recomendado en una marcha a la que ambas asistieron. “Romelia” decía el marco de la puerta, el cual era un rectángulo de madera grande con una puerta con remaches metálicos. La entrada no estaba ni a la izquierda, ni a la derecha, sino rompiendo la simetría de la fachada; a cualquier obsesivo compulsivo le hubieran dado ansias de solo mirar.

Seguía lloviendo mientras entramos al bar.

—¡Ay! Me lleva la chingada, Paquito. —me gritó Gigi desconsolada a la entrada del bar, mientras me mostraba la cucaracha apachurrada bajo su suela.

Se pasan dos puertas para llegar a las mesas de la cantina, la principal y una abatible que tiene una pequeño cascabel cada que entra alguien, después de un pasillo en forma de L.

La música argentina de fondo hacía eco en el bar vacío, salvo por un mesero recargado en la barra. Seguramente la tormenta no motivaba a la gente a salir de sus casas tan fácilmente.

Reconocí la voz del artista, mas no el nombre de la canción. El abuelo usaba tangos como canciones de cuna, por lo que tengo cada tonada bien grabada en el subconsciente.

La decoración presumía unos frascos de boticario de los años treintas y unas astas de venado sobre la cabeza de un jabalí salvaje.

El encargado de la cantina nos volteó a ver sorprendido de recibir clientela. Le dio un sorbo el mate haciéndonos un gesto para que tomemos asiento.

—Che, ¿vienen a la cata? Que el maestro ya no tarda.

Aunque el acento argentino predominaba en su voz, su léxico le permitía maldecir fluidamente en dos lenguas capitalinas: el chilango y el bonaerense.

—No sabíamos que había una cata hoy, ¿es de vinos? — pregunté mientras me sacudía el pelo mojado.

—No, che, que hoy tenemos cata de mezcales, doscientos pesos por ocho tragos. Que es una ganga, ¡eh!

—No suena nada mal —dijo Gigi—. Apúntanos.

—Dale, perfecto. Yo me llamo Manuel, o Manu si gustan, que enseguida les tomo la orden, ¡eh! —nos dijo eso mientras le daba el último sorbo a su infusión de hierbas. La luz me permitió darme cuenta que le faltaba la oreja izquierda.

3

Pedimos dos cervezas por reflejo y nos pusimos al corriente de los últimos años. Compartimos coincidencias de la vida, desde malas relaciones hasta trabajos vacíos que solo servían para patrocinar nuestras pasiones: la de ella la pintura, la mía el cine.

A ella le pusieron el cuerno y yo fui infiel. Yo disfruto de las películas de Sorrentino y ella tiene de fondo de pantalla en el celular a Judith, de Klimt. Ella se dedica ahora a la fotografía para eventos familiares y había decidido cortar toda relación con el sexo opuesto. Después de varias aventuras con algunas mujeres hizo las paces con el hecho de saber que su desprecio por la intimidad y el compromiso no discrimina

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