La mulata de córdoba
IsraelP.AlonsoTutorial27 de Marzo de 2013
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LA MULATA DE CÓRDOBA
Cuenta la tradición, que hace mas de dos siglos y en la poética ciudad de Córdoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de sus años. Nadie sabía hija de quién era, pero todos la llamaban la Mulata.
En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una hechicera que había hecho pacto con el diablo, quien la visitaba todas las noches, pues muchos vecinos aseguraban que al pasar a las doce por su casa habían visto que por las rendijas de las ventanas y de las puertas salía una luz siniestra, como si por dentro un poderoso incendio devorara aquella habitación.
Otros decían que la habían visto volar por los tejados en forma de mujer; pero despidiendo por sus negros ojos miradas satánicas y sonriendo diabólicamente con sus labios rojos y sus dientes blanquísimos.
De ella se referían prodigios.
Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su hermosura, disputabanse la conquista de su corazón.
Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí nació la creencia de que el único dueño de sus encantos, era el señor de las tinieblas.
Empero, aquella mujer siempre joven, frecuentaba los sacramentos, asistía a misa, hacía caridades, y todo aquel que imploraba su auxilio la tenía a su lado, en el umbral de la choza del pobre, lo mismo que junto al lecho del moribundo.
Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y a la misma hora; y llegó a saberse que un día se la vio a un tiempo en Córdoba y en México; "tenía el don de ubicuidad" - dice un escritor - y lo más común era encontrarla en una caverna. "Pero éste - añade - la visitó en una accesoria; aquél la vio en una de esas casucas horrorosas que tan mala fama tienen en los barrios más inmundos de las ciudades, y otro la conoció en un modesto cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire vulgar, maneras desembarazadas, y sin revelar el mágico poder de que estaba dotada."
La hechicera servía también como abogada de imposibles. Las muchachas sin novio, las jamonas pasaditas, que iban perdiendo la esperanza de hallar marido, los empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en túnicas y joyas con la Virreina, los militares retirados, los médicos jóvenes sin fortuna, todos acudían a ella, todos invocaban en sus cuitas, y a todos los dejaba contentos, hartos y satisfechos.
Por eso todavía hoy, cuando se solicita de alguien una cosa difícil, casi irrealizable, es costumbre exclamar: -¡No soy la Mulata de Córdoba!
La fama de aquella mujer era grande, inmensa. Por todas partes se hablaba de ella y en diferentes lugares de Nueva España su nombre era repetido de boca en boca.
"Era en suma -dice el mismo escritor- una Circe, una Medea, una Pitonisa, una Sibila, una bruja, un ser extraordinario a quien nada había oculto, a quien todo obedecía y cuyo poder alcanzaba hasta trastornar las leyes de la naturaleza... Era, en fin, una mujer a quien hubiera colocado la antigüedad entre sus diosas, o a lo menos entre sus más veneradas sacerdotisas; era un médium, y de los más privilegiados, de los más favorecidos que disfrutó la escuela espirita de aquella época!...¡Lástima grande que no viviera en la nuestra! ¡De qué portentos no fuéramos testigos! ¡Qué revelaciones no haría en su tiempo! ¡Cuántas evocaciones, cuántos espíritus no vendrían sumisos a su voz! ¡Cuántos incrédulos dejarían de serlo!"
¿Qué tiempo duró la fama de aquella mujer, verdadero prodigio de su época y admiración de los futuros siglos? Nadie lo sabe.
Lo que sí se asegura es que un día la ciudad de México supo que desde la villa de Córdoba había sido traída a las sombrías cárceles del Santo Oficio.
Noticia tan estupenda, escapada Dios sabe cómo de los impenetrables secretos de la Inquisición, fue causa de atención profunda en todas las clases de la sociedad, y entre los platicones de las tiendas del Parián se habló mucho de aquel suceso y hasta hubo un atrevido que sostuvo que la Mulata, no era hechicera, ni bruja, ni cosa parecida, y que el haber caído en garras del Santo Tribunal, lo debía a una inmensa fortuna, consistente en diez grandes barriles de barro, llenos de polvo de oro. Otro de los tertulianos aseguró que además de esto se hallaba de por medio un amante desairado, que ciego de despecho, denunció en Córdoba a la Mulata, porque ésta no había correspondido a sus amores.
Pasaron los años, las hablillas se olvidaron, hasta que otro día de nuevo supo la ciudad, con asombro, que en el próximo auto de fe que se preparaba, la hechicera, saldría con coroza y vela verde. Pero el asombro creció de punto cuando pasados algunos días se dijo que el pájaro había volado hasta Manila, burlando la vigilancia de sus carceleros...más bien dicho, saliéndose delante de uno de ellos.
¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué poder tenía aquella mujer, para dejar así con un palmo de narices, a los muy respetables señores inquisidores?
Todos lo ignoraban. Las más extrañas y absurdas explicaciones circularon por la ciudad. hubo quién afirmaba, haciendo la señal de la cruz, que todo era obra del mismo diablo, que de incógnito se había introducido a las cárceles secretas para salvar a la Mulata. Quién recordaba aquello de que dádivas quebrantan... rejas; y hubo algún malicioso que dijese que todo lo vence el amor... y que los del Santo Oficio, como mortales eran también de carne y hueso.
He aquí la verdad de los hechos.
Una vez, el carcelero penetró en el inmundo calabozo de la hechicera, y quedóse verdaderamente maravillado al contemplar en una de las paredes, un navío dibujado con carbón por la Mulata, la cual le preguntó con tono irónico:
-¿Que le falta a ese navío? -Desgraciada mujer- contestó el interrogado, si quisieras salvar tu alma de las horribles penas del infierno, no estarías aquí, y ahorrarías al Santo Oficio el que te juzgase! ¡A este barco únicamente le falta que ande! ¡Es perfecto! - Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, andará, andará y muy lejos... - ¡Cómo! ¿A ver? - Así - dijo la Mulata. Y ligera saltó al navío, y éste, lento al principio, y después rápido y a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por uno de ls rincones del calabozo.
El carcelero, mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus órbitas, con el cabello de punta, y con la boca abierta, vio aquello sorprendido. ¿Y después? Hable un poeta:
Cuenta la tradición, que algunos años
Después de estos sucesos, hubo un hombre,
En la casa de locos detenido,
Y que hablaba de un barco que una noche
bajo el suelo de México cruzaba
Llevando una mujer de altivo porte,
Era el inquisidor; de la Mulata
Nada volvió a saber, mas se supone
Que en poder del demonio está gimiendo.
¡Déjenla entre las llamas los lectores!
LA CALLE DE LA QUEMADA
Leyenda de la epoca colonial
Muchas de las calles, puentes y callejones de la capital de la Nueva España tomaron sus nombres debido a sucesos ocurridos en las mismas, a los templos o conventos que en ellas se establecieron o por haber vivido y tenido sus casas personajes y caballeros famosos, capitanes y gentes de alcurnia. La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre de 5a. Calle de Jesús María y según nos cuenta esta dramática leyenda, tomó precisamente ese nombre en virtud a lo que ocurrió a mediados del Siglo XVI.
Cuéntase que en esos días regía los destinos de la Nueva España don Luis de Velasco I., (después fue virrey su hijo del mismo nombre, 40 años más tarde), que vino a reemplazar al virrey don Antonio de Mendoza enviado al Perú con el mismo cargo. Por esa misma fecha vivían en una amplia y bien fabricada casona don Gonzalo Espinosa de Guevara con su hija Beatriz, ambos españoles llegados de la Villa de Illescas, trayendo gran fortuna que el caballero hispano acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas. Y dícese en viejas crónicas desleídas por los siglos, que si grande era la riqueza de don Gonzalo, mucho mayor era la hermosura de su hija. Veinte años de edad, cuerpo de graciosas formas, ojos glaucos, rostro hermoso y de una blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa cabellera bruna que le caía por los hombros y formaba una cascada hasta la espalda de fina curvadura.
Asegurábase en ese entonces que su grandiosa hermosura corría pareja con su alma toda bondad y toda dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a los apestados y socorrer a los humildes por los cuales llegó a despojarse de sus valiosas joyas en plena calle, para dejarlas en esas manos temblorosas y cloróticas.
Con todas estas cualidades, de belleza, alma generosa y noble cuna a lo cual se sumaba la inmensa fortuna de su padre, lógico es pensar que no le faltaron galanes que comenzaron a requerirla en amores para posteriormente solicitarla como esposa. Muchos caballeros y nobles galanes desfilaron ante la casa de doña Beatríz, sin que esta aceptara a ninguno de ellos, por más que todos ellos eran buenos partidos para efectuar un ventajoso matrimonio.
Por fin llegó aquel caballero a quien el destino le había deparado como esposo, en la persona de don Martín de Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto caballero italiano que se prendó de inmediato de la hispana y comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino con abierta locura.
Y fue tal el enamoramiento del marqués de Piamonte, que plantado en mitad de la calleja en donde estaba la casa de doña Beatríz o cerca del convento de Jesús María, se
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