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Las vacaciones de Sísifo: un análisis de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier


Enviado por   •  27 de Junio de 2021  •  Monografías  •  2.847 Palabras (12 Páginas)  •  152 Visitas

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ISFD N°29 - Profesorado de Educación Secundaria en Lengua y Literatura

Especio de Definición Institucional: Literaturas latinoamericanas, nacionales y regionales

Profesor: Ricardo Krakobsky

Año: 2018 - Curso: 4°

Alumno: Cristian Javier Franco

Las vacaciones de Sísifo: un análisis de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier

El sol, la luna, la hoguera —y a veces el rayo—

serán las únicas luces que iluminarán nuestras caras.

“Se narra un viaje o se narra un crimen. ¿Qué otra cosa se puede narrar?”. Ya desde su título Los pasos perdidos anuncia cuál será su opción en esa sencillísima tipología propuesta por Ricardo Piglia. Para el narrador-protagonista de esta novela de Alejo Carpentier, el viaje será, a la vez, huida y regreso, ambición y derrota, descubrimiento y pérdida, iniciación y deserción. Un hilo doble atravesará su itinerario de punta a punta, actuando como uno de los ejes sobre los que encontrará su estructura el relato: por un lado, la tensión entre cultura y naturaleza; por otro, las diferencias y distancias entre culturas (las latinoamericanas y la occidental, las culturas que descubre y la cultura que abandona). En este análisis quiero mostrar, sin pretensiones de exhaustividad, cómo esa tensión y esas diferencias se expresan en distintos momentos de la novela.

Ya desde la escena con que se abre la narración podemos explorar la tensión cultura-naturaleza. Es significativo que el narrador inicie su relato recorriendo un espacio completamente antinatural (totalmente cultural, podríamos decir): un escenario de teatro. Sin avisarnos nos coloca ahí a los lectores y da lugar así a un típico procedimiento barroco: la descripción que se sostiene sin aclarar su referente. A la vez lo descompone, lo alude y lo evade. Es por eso que, al leer la novela por primera vez, no podemos saber que esos olmos que el narrador menciona —árboles que él “había ayudado a plantar en los días del entusiasmo primero”— no tienen nada de natural ni de vegetal: son solo escenografía, decorado, apariencia, fachada. Como una sinécdoque de una de las líneas que se expandirán luego en el relato, surge aquí una primera acepción de “cultura”: lo falso, lo hueco, lo que no es más que representación[1]. La cultura es como ese “banco de piedra que hice sonar a madera de un taconazo”. El escenario funciona así como un símbolo del mundo al que el narrador pertenece. Un mundo donde los olmos no son olmos, ni es piedra la piedra: lo vegetal y lo mineral son reemplazados por su imitación. La naturaleza aparece solo como simulacro, subsumida en la cultura.

Y justamente entre el simulacro y el automatismo oscilan las circunstancias de la vida del narrador-protagonista: “mi esposa se dejaba llevar por el automatismo del trabajo impuesto, como yo me dejaba llevar por el automatismo de mi oficio”. Viviendo un matrimonio vacío y un trabajo que lo satura “de mala música o de buena música usada con fines detestables”, refugiándose en las vanas fugas nocturnas del alcohol y el sexo, la propuesta de un antiguo maestro suyo, el Curador, le dará al narrador una oportunidad para escapar de esa vida; para evadir, aunque sea brevemente, las “cotidianas tiranías” que lo habían obligado a alejarse de “todo empeño intelectual”, “preso en un ámbito sin salida, exasperado de no poder cambiar nada en mi existencia, regida siempre por voluntades ajenas”. En realidad será Mouche, su frívola amante, quien lo convencerá de emprender el viaje y costearse unas buenas vacaciones usando el dinero que la Universidad le dará para engalanar las vitrinas del Museo Organográfico con instrumentos primitivos rastreados en la profundidad de la selva. Instrumentos que, según el plan de Mouche, mandarían a  falsificar por las manos de un pintor amigo. No es extraño que en una cultura que se define por el simulacro, sean la falsificación, la falsedad y la estafa las que habiliten el viaje.

En la primera escala, al inicio del Capítulo segundo, en la “capital dispersa, sin estilo, anárquica en su topografía”, se revela, en la composición misma de esa urbe latinoamericana, la tensión, el conflicto entre cultura y naturaleza:

Para seguir creciendo a lo largo del mar […] la población había tenido que librar una guerra de siglos a las marismas, la fiebre amarilla, los insectos y la inconmovilidad de peñones de roca negra que se alzaban, aquí y allá, inescalables, solitarios y pulidos, con algo de tiro de aerolito salido de una mano celestial.

Esos peñones de piedra, “moles inútiles”, están incrustados en la ciudad como un recordatorio de la presencia ineludible de lo natural (o, más bien, la ciudad tuvo que encastrarse a la fuerza entre ellos). En este comienzo del viaje la naturaleza surge en el paisaje como algo contra lo que se guerrea. Pero, por más batallas que se libren contra ella, la naturaleza sigue ahí: presente en esas piedras incólumes que “falseaban las realidades de la escala, estableciendo otra nueva, que no era la del hombre”; tenaz en “las raíces que levantaban los pisos y resquebrajaban las murallas”; ingobernable en las lluvias de abril que “inundaban las plazas céntricas con tal desconcierto del tránsito, que los vehículos conducidos a barrios desconocidos, derribaban estatuas, se extraviaban en callejones ciegos”. Y aunque el progreso de la urbe “se reflejaba en la lisura de los céspedes, en el fausto de las embajadas, en la multiplicación de los panes y de los vinos”, existía una presencia que alteraba el terco pero frágil orden de los hombres,

como un polen maligno en el aire —polen duende, carcoma impalpable, moho volante— que se ponía a actuar, de pronto, con misteriosos designios, para abrir lo cerrado y cerrar lo abierto, embrollar los cálculos, trastocar el peso de los objetos, malear lo garantizado.

La naturaleza embrolla, trastoca, malea, conspira contra ese progreso urbano que pretende negarle sus poderes[2]. Pero no será la única tensión que se le hará presente al narrador en esta capital latinoamericana. Pronto aparecerán también para él las diferencias entre la cultura de acá y la cultura de allá. El aroma del pan recién horneado, “un calor de hogazas tibias”, lo sorprende en la calle y le recuerda que

Hacía mucho tiempo que tenía olvidada esa presencia de la harina en las mañanas, allá donde el pan, amasado no se sabía dónde, traído en camiones cerrados, como materia vergonzosa, había dejado de ser el pan que se rompe con las manos, el pan que reparte el padre luego de bendecirlo, el pan que debe ser tomado con gesto deferente […]

En Los pasos perdidos la tensión entre naturaleza y cultura se hilvanará con la comparación (que se volverá constante) entre culturas, entre formas de vida: las de acá y las de allá. El pan funciona entonces como símbolo de la distancia que separa ambas orillas; allá, el pan es “materia vergonzosa”, otro producto industrializado más; acá, es “hogazas tibias”, harina horneada que se comparte en las mañanas luego de bendecirla.

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